Mi testimonio sobre el terremoto en el Quindío

Veinte años después, este cuyabro nato narra lo que fue para él aquel día del terremoto y su angustiante recorrido hacia La Tebaida sin saber nada de la suerte de su madre.

Juan Carlos Ramírez Gómez / especial para El Espectador
26 de enero de 2019 - 09:42 p. m.
Veinte años después del "fatídico evento" las cosas en el Quindío no marchan por buen camino en el liderazgo político. / Archivo/El Espectador
Veinte años después del "fatídico evento" las cosas en el Quindío no marchan por buen camino en el liderazgo político. / Archivo/El Espectador

Por indefinible y extraña razón que jamás he logrado identificar, cuando quiera que se aproxima la ocurrencia de un hecho luctuoso siento que mis paredes esofágicas son arañadas por misteriosas excitaciones, asociadas con un desagradable cuadro de ansiedad, similar al que afligía al protagonista de La insoportable levedad del ser, la hermosa novela del escritor checo Milan Kundera.

Era lunes, empezando el declive del mediodía, 25 de enero de 1999, para ser más exacto, y Bogota --ciudad donde vivía-- estaba abrazada por una ola de calor no común para su altitud. Recuerdo que me aprestaba a almorzar en una cualquiera de las cafeterías de la Universidad de Los Andes, donde tramitaba la obtención de certificado por mis estudios de especialista en Gestión Pública, cuando un perceptible estruendo, causado por la destrucción de las vidrieras del local, me anunció que un sismo notable sacudía la montaña oriental sobre la que está empotrada el Alma Mater.

Con la certeza sensorial de que la onda telúrica había desaparecido y el susto colectivo entre la comunidad estudiantil aún se mantenía latente, rememoré que en los días previos al movimiento sísmico fui rehén de los confusos y zozobrantes sentimientos que asaltan mi vida en vísperas de la ocurrencia de circunstancias dolorosas.

Recuperada la calma, procedí a contactarme con mi madre, María Yolanda, quien residía en La Tebaida, sin obtener respuesta distinta a la que desesperantemente suelen espetar --de forma automática-- los celulares cuando no se encuentra respuesta directa del interlocutor pretendido, esto es: Sistema Correo de Voz.

Preso de la angustia, encendí el radio e intenté contactos con mis parientes y amigos más queridos residentes en el Quindío, sin obtener eco alguno, con el agravante de que todos los corresponsales de las cadenas radiales --con sede en la zona afectada-- emitían reportes del hecho noticioso, menos los de Armenia.

Consecuente con mi carácter de hombre intuitivo, me desplacé al aeropuerto El Dorado, donde, sobre las 3 de la tarde, pude abordar el último vuelo autorizado con destino a Pereira, toda vez que el de Armenia --El Edén-- fue habilitado únicamente para atender las contingencias de la emergencia y cerrado para operaciones comerciales.

Como si la incertidumbre en que me hallaba fuere insuficiente, antes de decolar, recibí llamada de mi querido primo periodista Óscar Fernando Gómez Álvarez, a la sazón director nacional de Deportes de Caracol Televisión, para informarme que el Quindío había sido devastado por un terremoto.

Con los antecedentes expuestos a cuestas, aterricé en Pereira, y en el único taxi que pude conseguir abordamos cinco paisanos, a quienes lo único que nos unía era el sabernos víctimas no presenciales de la tragedia.

Con la desazón en ebullición y el taxi en lentisima pero explicable marcha, logré una precaria comunicación con el celular de mi prima Carlina Molina Gómez, de la que sin mayor sindéresis,  alcancé a oír que alguien próximo a la familia --pero sin precisar-- estaba siendo sometido a procedimiento quirúrgico con transfusión sanguínea incluida.

Sin noticias ciertas de mi madre, de mi hermana Luz Piedad y del resto de parientes más allegados, me posé en Armenia, mi ciudad del alma, contemplando un panorama dantesco propio de las ciudades europeas destrozadas por la barbarie propia de la guerra.

En Armenia, eran las 6 de una tarde desolada, nublada y triste, y aún me faltaban 15 kilómetros para saber si aún palpitaba quien me trajo al mundo. El camino a La Tebaida se me insinuaba tortuoso, lacerante y lejos, hasta que por fin llegué, topándome con una dicha sublime, dada por Dios, al permitirme avizorar a mi tierna madre viva y erguida --quien por cierto existió por 11 años más, acompañada de los avatares propios de la vida--.

Nos fundimos en un interminable abrazo, bañado por torrentosas y fluidas lágrimas que nunca olvidaré. El reencuentro equivalió a la renovación de un amor mutuo: el de ella maternal, el mío filial. Fue un milagro verla viva y lo agradecí a pesar de la tragedia vital de los demás; al fin y al cabo, como lo expresara Jorge Luis Borges, en su magistral cuento Ulrica, los "milagros tienen derecho a poner condiciones".

Hoy, viernes, 25 de enero de 2019, día en que se cumplen 20 años del "fatídico evento", la sociedad de Armenia y del Quindío, particularmente sus gobernantes, deben replantear sus rumbos, mediante la adopción y ejecución de políticas sociales, económicas y culturales de inmediato, mediato y largo plazo, que nos reconduzcan por la vía de obtener una vida digna para todos sus habitantes, tal como lo señala el artículo 1 de la Constitución de Colombia, y no estar inmersos en la promoción de actos insulsos y anodinos, fomentadores de la revictimización ciudadana, germen perpetuador del dolor y la desgracia.

Ojalá, por el bien de nuestras gentes, al poder regional y local que se define el último domingo de octubre del año en curso, accedan los mejores, entendiendo por ello, a los más competentes, honestos, idóneos y capaces.

Un abrazo cívico.

Por Juan Carlos Ramírez Gómez / especial para El Espectador

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