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Recientemente la Corte Constitucional profirió la Sentencia C-111 de 2022, conocida a través de un comunicado, por la cual declaró la exequibilidad condicionada de los numerales 5 y 6 del artículo 389 del Código General del Proceso. Estas dos disposiciones establecían que en los procesos de nulidad de matrimonio era factible reclamar indemnización de perjuicios y que el juez de oficio, si los hechos lo ameritaban, debía dar traslado para que éstos se investigaran penalmente; posibilidades que no estaban consagradas para el divorcio. Ante esto, con un criterio eminentemente de género y partiendo de que, casi siempre las mujeres son las víctimas, encontró que las que demandaban un divorcio estaban en franca desigualdad con las que pedían la nulidad, lo cual carecía de justificación razonable ante la semejanza de los dos trámites, por lo que determinó que en ambos debían proceder dichas alternativas. Planteadas así las cosas el argumento parece contundente, sin embargo, respecto del mismo caben algunas observaciones.
Consideramos, en primer lugar, que la Corte olvidó que la nulidad del matrimonio y el divorcio jurídicamente son dos figuras completamente distintas. La primera tiene que ver con el momento en que nace o surge el vínculo, como quiera que la misma hace referencia a irregularidades que se dan en su celebración, esto es cuando todavía no hay una familia y los efectos personales del matrimonio no se han dado, especialmente la cohabitación; en tanto que la segunda versa sobre hechos que se dan durante su devenir o desarrollo, o sea cuando ya existe una familia y los integrantes de la pareja ya han convivido. En segundo término, omitió considerar que conforme a la doctrina mayoritaria, el matrimonio, más que un simple contrato, es toda una institución jurídica, nada más ni nada menos que una de las fuentes generadoras de la familia, por lo que tiene una trascendencia y unas características que lo hacen muy lejano al primer y simplista concepto. En tercer lugar, al ser considerado como una institución propia del derecho de familia y no del mundo de los negocios de contenido patrimonial, el divorcio no solo tiene la acepción de sanción, sino además, y muy importante, es considerado como un remedio. Un remedio para una vida que se torna insoportable.
Por ello, al meterle el “incentivo” de la indemnización de perjuicios, lejos de hacerlo un medio que ponga fin a los conflictos de familia, muy seguramente lo volverá un atizador y prolongador de los mismos durante toda la existencia de las partes, extirpando cualquier posibilidad de mantener algún, así sea muy débil, lazo familiar entre los exesposos. O sea, en pocas palabras, aniquila cualquier rezago que pudiera quedar de la familia, convirtiendo a la pareja en enemigos.
Así mismo, asesta un durísimo golpe al divorcio de mutuo acuerdo. Nótese como, y en esto los jueces de familia han sido grandes y maravillosos gestores, son muchos, muchos, los divorcios que se inician como contenciosos, en los que las partes van armadas de pruebas hasta los dientes, dispuestos a masacrarse y que luego, durante su trámite y gracias a la disuasión del juzgado, se convierten en asuntos que terminan con convenios entre las partes. Ahora, ante la posibilidad de reclamar dinero, estos arreglos serán mucho más difíciles.
Por eso, el tema no es una cuestión de género, sino que va más allá. Se trata de un asunto de tranquilidad, de paz. Si la familia se va acabar, por lo menos que termine con algo de sosiego para sus integrantes. El dinero no compra la felicidad. La norma como estaba, si bien no satisfacía los apetitos de retaliación, sí permitía algo de paz. Paz en un país hastiado del odio.
Por eso, como bien lo decían los abuelos: “bueno es culantro, pero no tanto”, o “una cosa son los divorcios en Dinamarca y otra en Cundinamarca”.