“Si a mí se me da la gana de acusarla de ladrona lo puedo hacer y ya”: relatos de trabajadoras domésticas

El Espectador recogió testimonios de empleadas domésticas de distintos lugares del país, en los que se refleja la violencia psicológica, física o sexual a la que algunas son sometidas. En Colombia, cerca de 750.000 mujeres se dedican a este oficio, según cifras del Observatorio Laboral de la Universidad del Rosario. El 61 % gana menos del salario mínimo, al 99 % no les pagan horas extras y el 17 % tiene afiliación a riesgos laborales, así lo reveló la Gran Encuesta Integrada de Hogares del DANE (2010–2017).

Michelle González Macea / mdgonzalez@elespectador.com
20 de septiembre de 2018 - 12:05 p. m.
“Si a mí se me da la gana de acusarla de ladrona lo puedo hacer y ya”: relatos de trabajadoras domésticas

 Gloria*. 38 años. Trabaja como empleada doméstica desde los catorce. Bogotá.

A los 15 años estuve como interna con una pareja de esposos y una niña de ocho años. Era un apartamento pequeño. La cocina quedaba junto al baño. Había un agujero en la pared desde donde se podía ver la puerta de vidrio de la ducha. Un día me estaba bañando y cuando vi los ojos del patrón sobre mi cuerpo desnudo cerré la llave. No me quité el jabón. Cogí la toalla y salí corriendo.  

A los 19, trabajé como interna con una señora durante un año. Nunca me pagó salario, me debía casi un millón de pesos. Pensé que me iba a dar la plata algún día, por eso no me fui a la casa de mis papás. Al final sólo me pagó $100.000.

En el 2012 fui a buscar trabajo en una bolsa de empleo y me mandaron a un apartamento en el norte de Bogotá. Llegué temprano, como a las 7 a.m., trabajé todo el día y en la noche la señora me dijo que no había hecho nada. “¡Eso quedó sucio!”, me gritó mientras señalaba la cocina. Me iba a pagar $25.000 y me había prometido $50.000. No sé qué me pasó ese día, sin embargo, saqué fuerzas y le dije: ¿sabe qué?, cójalos que usted los va a necesitar más que yo.

Me gusta mi trabajo. No me siento mal haciendo las labores de la casa, lo gracioso es que mis jefas me han robado, pero yo a ellas no.

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En Colombia cerca de 750.000 mujeres son empleadas domésticas, según cifras del Observatorio Laboral de la Universidad del Rosario. El 61% gana menos del salario mínimo y al 99% no les pagan horas extras, así lo reveló la Gran Encuesta Integrada de Hogares del DANE (2010–2017).

La investigación también señaló que al 77% les pagan en especie (habitación, alimentación o vestuario). Ese método de pago es válido en el país, pero el Código Sustantivo del Trabajo (CST) establece en el artículo 129, que si el trabajador gana el salario mínimo, el empleador sólo podrá pagar el 30% del sueldo de esa manera y debe ser de mutuo acuerdo.

Hace unos 10 años dejé una olla con agua de panela en el mesón, mientras me arreglaba para salir a trabajar, pero sucedió un accidente. Mi hijo de cuatro años cogió a la bebé para jugar y, sin culpa, le quemó la espalda con la bebida hirviendo.

Antes de llevar a la bebé a urgencias, llamé a la dueña de la casa en la que laboraba para contarle lo que había sucedido. Me tachó de irresponsable. Después de ir al médico volví a llamarla y le propuse hacerle los quehaceres en el día y devolverme a mi casa en las noches para cuidar a la niña, porque la quemadura era de alto grado. “Haga con su hija lo que se le dé la gana, yo veré cómo me defiendo”, me respondió.

A los ocho días volví a contactarla y me dijo que podía ir por mis cosas, pero que no me iba a pagar ni un solo peso porque, según ella, “había dejado el trabajo tirado”. Me llené de rabia y le respondí que la iba a demandar porque estaba cometiendo una injusticia.

“Si usted me demanda va a ser mi palabra contra la suya, el juez me va a creer más a mí que a usted, porque si a mí se me da la gana de acusarla de ladrona lo puedo hacer y ya”, me amenazó.

Demandé a la señora. Ese pleito duró tres años. A lo último, se presentó por primera vez a la audiencia y me tuvo que dar más porque ella violó las normas. Yo, Carmen Ramírez* jamás vuelvo a dejar a mis hijos solos por ir a cuidar los hijos de un empleador.

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Carmen Ramírez* forma parte de la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico (Utrasd), un sindicato que defiende los derechos de las empleadas domésticas que sufren violencia desde el 2013. Fue fundado en Medellín y tiene cerca de 450 afiliadas de distintos lugares del país. Sus sedes se encuentran en Neiva, Urabá, Cartagena, Bogotá y en la capital antioqueña.

María Roa, presidenta de Utrasd, aseguró que el sindicato comenzó con invitaciones de voz a voz en Apartadó y sus alrededores: “empecé a decirle a las compañeras que no íbamos a tirar piedras o a pelear, que solo íbamos a hacer la lucha para nuestros derechos laborales y humanos. No queremos ganarnos un salario mínimo y queremos tener todas las prestaciones sociales”. Añadió que “Utrasd inició con 28 mujeres negras, pero nosotras dijimos que no íbamos a excluir a ninguna mujer por su color o etnia”.

La protección de las empleadas domésticas, al igual que para el resto de los colombianos, se encuentra en el CST. Esto implica que, por ejemplo, para terminar el contrato de trabajo se requiere de una justa causa y de no ser así se debe pagar una indemnización. También tienen derecho a otras prestaciones como auxilio de transporte, cesantías, vacaciones, caja de compensación, aportes para salud, pensión y riesgos laborales. El 26% de esta población recibe vacaciones remuneradas y cesantías, mientras que el 17% tienen afiliación a riesgos laborales, según la Gran Encuesta Integrada de Hogares del DANE (2010–2017).

Dentro de los logros que han obtenido se encuentra la Ley 1788 de 2016, la cual exige que los empleadores les paguen prima. La prestación social se deberá debe dar en dos pagos, la mitad máximo hasta el 30 de junio y el otro hasta el 20 de diciembre.

Cabe resaltar que sólo el 9,8% (223) de los contratos laborales de las trabajadoras domésticas se realizan por escrito y el 90,2% (677.218) manejan un contrato verbal.

Soy de Boavita, un pueblito de Boyacá. Llegué a los 17 años a Bogotá para buscar trabajo y me fui a trabajar de interna con una pareja paisana que tenía una panadería en el primer piso de la casa. Me levantaba a las 4 a.m. para atender el negocio, después me subía a hacer oficio. Me hacían trabajar hasta las 12 de la noche.

Mientras la patrona atendía la panadería, el señor, un viejo de 60 años, subía a descansar. A veces, mientras estaba planchando, él se me metía al cuarto. Empezaba a manosearme y a besarme en contra de mi voluntad.

Una vez, cuando lo vi llegar, me fui corriendo al baño para que no me fuera a molestar. Se le quedó la mano atrapada en la puerta y se la mordí para defenderme. Así era todos los días. No le quería decir a la señora porque tenía miedo de que no me creyera.  Finalmente me animé y le conté. “Eso es que usted quiere sacarle plata a mi esposo, por eso no me había dicho nada. Mentirosa”, me dijo.

Con rabia, cogió mi bolsito donde tenía mis tres trapitos de ropa, me los tiró al suelo y los pisó. Esculcó todo lo que quiso porque quería saber si yo me estaba robando algo.

Estuve casi un año en ese lugar. No me fui antes porque sentía que no tenía a donde ir. Era muy chiquita y no quería regresar al pueblo porque mi papá, que en paz descanse, era muy duro conmigo.

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“Los trabajadores domésticos, quienes en su mayoría son mujeres y personas migrantes, tienen una gran vulnerabilidad ante la violencia física, sexual, psicológica u otras formas de abuso,  debido a que su lugar de trabajo se encuentra en la esfera privada y porque usualmente cuando desempeñan sus labores no hay otros trabajadores presentes”, aseguró la Oficina Internacional del Trabajo (OIT).

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Ante esa realidad, se estableció en el artículo 6 de la Ley 1595 de 2012, que “todo miembro deberá adoptar medidas a fin de asegurar que los trabajadores domésticos, como los demás trabajadores en general, disfruten de condiciones de empleo equitativas y condiciones de trabajo decente. Añade que, si los trabajadores viven en el mismo hogar en el que cumplen su labor, los empleadores les deben brindar “condiciones de vida decentes y respetar su privacidad”.

Sin embargo, aunque la protección está prevista por la ley, algunas mujeres que realizan este oficio, entre ellas quienes decidieron compartir su testimonio con El Espectador, son víctimas de violencia.

La Corte Constitucional aseguró en la sentencia (T-243 de 2018), que parte de esa población sufre una marginación y discriminación histórica desde una lógica de clases sociales, “asociado a conceptos que sin duda alguna atentan contra la dignidad humana de las mujeres, así como la imagen que tienen de sí mismas”. Además, evidenció que para lograr un camino hacia la igualdad es necesario que todos los habitantes de la sociedad actúen para lograr ese objetivo.

 

Por Michelle González Macea / mdgonzalez@elespectador.com

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