Sylvia Duzán, treinta años sin vida
A pesar de que quedó en suspenso por las balas de quienes “siguen incrustados en el Estado”, Sylvia Duzán alcanzó a dejar muestras de un periodismo que escarbó en “los seres del inframundo y los bajos mundos, espantando lugares comunes, buscando lo profundo, sus códigos, su lógica”. El Espectador inicia hoy una serie para rescatar algunas de sus realizaciones y honrar su memoria.
Ramón Jimeno / Especial para El Espectador
Quienes fuimos amigos y contemporáneos de Sylvia Duzán hemos vivido 30 años más que ella hasta hoy. Durante estas tres décadas tuvimos la oportunidad de trabajar, pensar, experimentar, generar ideas, aportar (o creer que lo hicimos) y gozar con todo lo que estaba a nuestro alcance y sufrir con todo lo que nos disgustaba o no podíamos controlar. En cambio, el ser y el talento de Sylvia, con su tesón e impulso vital para hacer, quedó en suspenso, perdido para siempre. Parte de sus realizaciones se encuentran en esta serie. Son una muestra del potencial que tenía para desarrollar durante estos años, pero que los asesinos que dominan en Colombia les arrebataron a ella y a todo su entorno.
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Quienes fuimos amigos y contemporáneos de Sylvia Duzán hemos vivido 30 años más que ella hasta hoy. Durante estas tres décadas tuvimos la oportunidad de trabajar, pensar, experimentar, generar ideas, aportar (o creer que lo hicimos) y gozar con todo lo que estaba a nuestro alcance y sufrir con todo lo que nos disgustaba o no podíamos controlar. En cambio, el ser y el talento de Sylvia, con su tesón e impulso vital para hacer, quedó en suspenso, perdido para siempre. Parte de sus realizaciones se encuentran en esta serie. Son una muestra del potencial que tenía para desarrollar durante estos años, pero que los asesinos que dominan en Colombia les arrebataron a ella y a todo su entorno.
Sylvia era una mujer de la vanguardia más pura y radical. Desprovista de clichés, dispuesta a probar todo, llena de curiosidad por lo nuevo, de encontrar la razón de ser en lo oscuro y lo más oscuro. Sabía que era indispensable correr riesgos, pero nunca quiso aprender a medirlos porque hubiera perdido libertad. Se montaba igual en un vehículo con compañeros desconocidos para cometer una acción intrépida (a ver si ayudaba a cambiar un poquito nuestra sociedad) o en una empresa donde pusimos nuestros ahorros —el semanario Zona— para ejercer el periodismo que nos movía, con alto riesgo de perder, como en efecto sucedió. A ella no le importó y seguimos adelante con más y nuevos proyectos: documentales, investigaciones, guiones.
Esta es la columna en la que Salomón Kalmanovitz recuerda cómo conoció a Sylvia Duzán: Sylvia murió de 30 años.
Solo había que decirle: “Sylvia, es un tema riesgoso”, para que de inmediato se interesara. Y mientras más alto fuera el riesgo, mayores las ganas de participar y la velocidad en asumirlo. Para ella era igual entrevistar a una banda de jaladores de carros en un barrio marginal, donde podían apuñalarla porque sí, o recorrer vendada a medianoche en un destartalado todoterreno las calles vacías y paranoicas de Bogotá, para entrevistar a la única sobreviviente guerrillera del asalto al Palacio de Justicia, en ese momento buscada con intensidad por el aparato militar para darla de baja.
Era igual de atractivo para ella entrevistar a un proxeneta que a un asesino a sueldo. No le importaba descubrir que el dueño de uno de los burdeles más elegantes de la ciudad fuera hermano de un dirigente de alta alcurnia, porque su pasión no era denunciar el matrimonio entre el poder y lo turbio, sino descifrar la crudeza del negocio del sexo, incluyendo el cine porno. O visitar a un sepulturero para conocer la relación entre los muertos y sus sobrevivientes, a través de lo que hacían en los días, meses o años posteriores: bailar, insultar, beber, confesar, escupir las flores o destruir sus tumbas con rabia.
Sylvia ensayaba, una y otra vez, formas de innovar, de plasmar en textos, guiones o documentales sus ideas que a primera vista parecían caóticas. Las impresiones que recogía de sus protagonistas del bajo mundo las convertía en narraciones intensas que reflejaban las miradas ocultas entre seres que conviven en buses, supermercados, parques, muros de barrios, estadios de fútbol o conciertos de rock. Era generosa con sus universos inaccesibles (de sus fuentes, como dicen los periodistas) a tal punto que varias veces se le adelantaron sin respetar acuerdos ni darle créditos. Publicaban con el afán de ser los primeros y Sylvia sonreía nerviosa porque sus confidentes iban a creer que los había “vendido”, que los había entregado a las fauces del negocio del entretenimiento, que los había traicionado. Para ella era gravísimo que cuestionaran su honestidad.
Su trabajo fue importante para descubrir el ser de los jóvenes sicarios de Medellín, en particular el sentido que les daban a las palabras, su universo de contravalores. Cómo acomodaban los significados para facilitar, justificar y realizar su trabajo sin remordimientos del lucro: cuando decían que “se enamoraban” de sus víctimas, estaban diciendo que solo se mata a quien se quiere, como en las canciones de despecho. Sicarios, bazuqueros, ladronzuelos, narcos, traficantes de armas, bandidos de distintos gremios, pasaron por sus exóticas notas y sus textos que eran ráfagas directas, sin juicios morales. Más bien, desde una amoralidad que la motivaba y defendía con infinita claridad y con sus sonoras e inolvidables carcajadas que desarmaban lo imposible, interpretaba de manera libre y abierta los comportamientos de los seres del inframundo y los bajos mundos, espantando lugares comunes, buscando lo profundo, sus códigos, su lógica.
Su experiencia periodística formal la satisfizo poco. Así como le gustaba investigar, reportear, conocer los bajos pisos sociales urbanos, le molestaba el lado oculto del negocio de informar. La cercanía corrupta con el poder, el tráfico de favorcitos (tú te callas, yo te pauto), el uso como ascensor social para los más agalludos y sin principios, el manipular para dar voz al establecimiento y silenciar a los inconvenientes, a los retadores y cuestionadores. Vio este espectáculo en primera fila desde el periodismo y desde los protagonistas de lo formal y de lo informal.
Sylvia no se limitaba a investigar en sitios sórdidos y peligrosos, a los que entraba como si llegara al café de la esquina de su casa. Tenía otras dimensiones: la música y escribir guiones. Durante meses escribió una serie sobre una banda juvenil de barrio, delincuencial por supuesto, que robaba y extorsionaba para comprar instrumentos con el propósito de hacer la música que soñaban. Era un tratado de sociología urbana, con fórmulas narrativas lejanas a los formatos telenovelescos que regían. No pudo terminar, aunque gastamos muchas horas dándole un orden narrativo, leyendo y releyendo sus maravillosas notas.
Trabajamos argumentos y guiones de muchos capítulos de la popular comedia La posada —de Pepe Sánchez, dirigida entonces por Mario Ribero— con temas urbanos que solo ella podía inventar con credibilidad. Desde los primeros paseos millonarios, hasta las aventuras de los gamines llenó de duros contenidos. Los guiones los acabábamos casi al tiempo de iniciar las grabaciones, para desgracia de actores y productores, que no sabíamos cómo nos toleraban.
Era una exquisitez trabajar con ella porque, además de su humor permanente, tenía un gran conocimiento de las corrientes musicales de vanguardia, de manera que cuando la creatividad se desvanecía, arrancaba con serísimas sesiones de rock con K7s de Black Sabbath, AC/DC, The Police, o de los grandes músicos del Destape español posfranquista, que siempre llevaba en su mochila, a veces para Mateo —mi hijo, de cinco años entonces—, que aprendió con ella a convertir la música en una de sus pasiones vitales.
En cine, Sylvia contribuyó a fondo en la adaptación del guion de rodaje de La estrategia del caracol hasta poco antes de iniciar la filmación. Fue un trabajo frenético por el poco tiempo que tuvieron y porque Humberto Dorado dictaba textos larguísimos que ella se esforzaba en recortar, recortar y recortar. Se rió mucho cuando al acabar me dijo, exhibiendo un mamotreto enorme: “Acabamos. Convertimos 100 páginas de su guion original en 400.
Un récord”. Y soltó su maravillosa carcajada. Luego fue fundamental en el rodaje como asistente de producción, donde tuvimos que ser muy recursivos por el exiguo presupuesto. Su conocimiento del bajo mundo y de las altas esferas fue clave para producir muchas escenas, para conseguir gratis el Teatro Colón o convencer a los vecinos del peligroso barrio Los Laches para que nos dejaran abrir una trocha y subir los equipos y la casona desarmada a un cerro maravilloso para rodar la escena donde se instalan los protagonistas. Ellos, como nosotros, “de puros invasores”, dijo Sylvia. No en vano la película está dedicada a ella.
También trabajamos varios documentales para productoras norteamericanas y canadienses, sobre la violencia política y el narcotráfico, que convirtieron a la Colombia de los ochenta en una orgía diaria de sangre. Esta experiencia, en un trabajo que desempeñaba con extraordinaria solvencia, la llevó a que la contrataran Adelaida Trujillo y Patricia Castaño para un documental sobre el conflicto armado en el Magdalena Medio, poco después de acabar el rodaje de La estrategia.
Antes de irse a su encuentro fatal, discutimos sobre los riesgos que estaba corriendo, tan altos. Ya había tenido un gran susto con el equipo de filmación, cuando fueron testigos de bombardeos clandestinos del Ejército en zonas campesinas de Yondó. Ahora tenía que viajar a Cimitarra, zona controlada por los paramilitares en alianza abierta con el Ejército y en plena guerra con las Farc. Lo que menos querían los bandidos de la derecha eran periodistas o cámaras cerca. Su hermana María Jimena había escrito en El Espectador artículos muy fuertes denunciando las atrocidades de esos ilegales que se apoderaron a sangre y fuego del territorio, de manera que la presencia de Sylvia era una doble provocación. Pero a ella nada le impedía navegar con firmeza hacia el peligro, contra todas las recomendaciones, advertencias y razones. Así perdí a esta gran amiga.
Los autores intelectuales que truncaron su vida y su proceso creativo siguen incrustados en el Estado. Se encuentran casi todos libres, gozando de la impunidad oficial, de reconocimiento social, dueños de una alta cuota de poder, sin que se les reclame la costosa estupidez de sus acciones, tan violentas como cobardes e inútiles. Aquí seguimos los compañeros de Sylvia, sus amigos y los ciudadanos que preferimos la convivencia tranquila con las diferentes formas de pensar e interpretar el mundo, en la batalla para derrotar la práctica del asesinato como mecanismo de exclusión en nuestro país. No lo hemos logrado en estos 30 años de esfuerzos, pero seguimos atrayendo a los malandros a un pensamiento racional. Sabemos que poco los hace reflexionar en su fanatismo, que casi nada los conmueve y que ni siquiera los cambian hechos como la firma de los Acuerdos de Paz de La Habana. Como los vampiros, necesitan la sangre de otros para vivir. Siguen creyendo que eliminar a sus rivales es la manera de construir una mejor sociedad, aunque sea solo para ellos. Ellos impidieron que Sylvia viviera feliz, con todos los aportes que tenía para hacer a toda la sociedad. Nosotros insistiremos en acabar con esas prácticas, no nos han derrotado.