Sylvia murió de 30 años

Salomón Kalmanovitz
26 de febrero de 2020 - 11:00 a. m.

Conocí a Sylvia Duzán a mediados de 1983. Ella trabajaba en Semana en un semillero de jóvenes periodistas bajo la orientación de Gabriel García Márquez. Yo era columnista de la misma revista turnándome con Ernesto Samper y Jorge Valencia, en un abanico político de izquierda, liberal y conservador que hacía perder continuidad a los temas.

Un día que fui a entregar mi columna, me di cuenta que se turbaba considerablemente. Sylvia escribió una carta de un supuesto lector criticando duramente a Samper por superficial, comparándolo con la profundidad de este servidor. Eventualmente, Felipe López clausuró la columna compartida y Sylvia se salió de la revista, inconforme con su creciente conservadurismo, pero nosotros continuamos viéndonos.

El padre de Sylvia era Lucio Duzán, heredero de la familia Galvis, propietaria de Vanguardia Liberal en Bucaramanga, pero se abrió de ella, decidió cambiarse el nombre y adoptó el seudónimo con que firmaba su columna como tal, para hacer carrera independiente en El Espectador y en el mundo publicitario. Cuando murió Lucio, María Jimena, la hermana mayor de Sylvia, asumió la columna a la temprana edad de 17 años, comenzando a labrar su exitosa y larga carrera. Sylvia se propuso hacer lo propio por fuera de los medios de comunicación convencionales, quizá porque quiso seguir el ejemplo de su padre, y experimentó con nuevas publicaciones, incursionó en la crónica negra, el rock, los jóvenes rebeldes y trató de entender a los que vivían del crimen. También, como lo muestra Ramón Jimeno en su crónica, se metió a hacer cine y trabajar en guiones y documentales.

Yo estaba saliendo de un divorcio conflictivo cuando la conocí y no estaba muy abierto a nuevas relaciones; tenía entonces 40 años y Sylvia 23, pero me desafiaba y atraía tanto, que dejé atrás mis recelos. Le advertí que podía pasarle igual que a su madre, quien se casó con su padre que era mayor que ella los mismos años que yo le llevaba, enviudando temprano. Claro que no me hizo caso. Fue el inicio de una luna de miel que se prolongó por casi siete años. Yo soy reservado y bastante incomunicado, poco comunicativo, y ella se volvió un puente que me abrió a la gente joven. Sentí que me rejuvenecía compartiendo su energía, sus amigos, su música, sus aventuras periodísticas; escribimos juntos un texto de bachillerato de historia de Colombia para noveno grado que fue presa de escándalo y grandes ventas; se hizo muy amiga y compinche de mis dos hijos adolescentes y los educó en el rock y la literatura.

En 1988 conocimos a Alma Guillermoprieto, quien recién se instalaba en Bogotá a escribir sus valientes crónicas sobre los conflictos de América Latina y el narcotráfico con sus impactos en la vida cotidiana de los colombianos. Alma se constituyó en el rol de modelo a lo que aspiraba ser Sylvia: cronista de temas de gran interés público, tortuosos, oscuros y peligrosos de investigar, analizados en un contexto político, así como temas de danza y arte. Sylvia también llegó a admirar a Laura Restrepo por su radicalismo y habilidad literaria, confiándole sus contactos y temas cuando se desempeñaba como periodista de Semana, mientras que Sylvia andaba de free lance en el fatídico 1989, pocos meses antes de su asesinato.

La idea de hacer un documental sobre las elecciones en zonas de conflicto de Colombia fue propuesta por Patricia Castaño y Adelaida Trujillo al Canal 4 de la televisión inglesa, que financió el proyecto. Necesitaban a una periodista que hiciera la investigación del documental. Se lo propusieron a María Jimena, quien estaba ocupada y esta consultó a Sylvia. Ella lo examinó con recelo, pero finalmente aceptó y se entusiasmó en la medida en que hacía el trabajo de campo, primero alrededor de Barrancabermeja, donde merodeaban las Farc, para después ir a entrevistar a los dirigentes de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare, la ATCC, una cooperativa que operaba cerca de Cimitarra, en difícil equilibrio entre la guerrilla y los paramilitares de Puerto Boyacá que se disputaban el territorio, haciendo difícil la vida de los dirigentes campesinos. Sus directivas eran Miguel Barajas, Saúl Castañeda y Josué Vargas, de amplias trayectorias en la construcción de la organización y del manejo de difíciles negociaciones con los frentes de las Farc, el Eln y los paramilitares al mando de alias “Mojao”, a quien Sylvia tuvo ocasión de entrevistar.

Sylvia debía reunirse con los dirigentes el 26 de febrero en la cafetería La Tata, en la cabecera municipal. Yo la llevé al aeropuerto temprano, pero había un trancón imposible de salvar en el puente de la Avenida Boyacá y ella abandonó el carro, pasó a pie y llegó al aeropuerto, pero cuando ya estaba cerrado el vuelo a Bucaramanga. Decidió entonces irse en flota en un viaje que le tomó 12 horas, para llegar a su cita con la muerte hacia las nueve de la noche. Los sicarios merodeaban el pueblo desde la mañana porque sabían que Sylvia estaba por llegar. Cuando al fin apareció y se sentó en la mesa de la cafetería junto a los dirigentes de la cooperativa, los asesinaron ante la vista de todos. Ni el Ejército ni los policías se dieron por enterados.

Esa noche me llamaron de la policlínica de Cimitarra a contarme que Sylvia estaba muy grave, con varias heridas de bala, una en la cara. En la madrugada me recogió Carlos Angulo Galvis, primo de Sylvia, quien me acompañó a Bucaramanga donde conseguimos una avioneta para llegar a Cimitarra. Recogimos su cadáver en la morgue del municipio y nos devolvimos con ella. Ahí en la avioneta la vi muy pálida, envuelta en una sábana asegurada por una cuerda. Sentí que sus sueños habían sido destruidos y que los años de juventud que había ganado en su intensa compañía también se derrumbaban abrumadoramente.

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