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Wade Davis: cómo la cocaína llegó a ser tan famosa y satanizada

Desde los experimentos hasta un ensayo de Sigmund Freud incluyeron antes de que Estados Unidos la convirtiera en bandera de su geopolítica. Segunda entrega de la serie de ensayos del antropólogo y etnobotánico.

Wade Davis * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
28 de noviembre de 2022 - 12:00 p. m.
Wade Davis hace un llamado para defender los valores culturales de la hoja de coca como planta ancestral y sagrada. / Cortesía de Caracol TV
Wade Davis hace un llamado para defender los valores culturales de la hoja de coca como planta ancestral y sagrada. / Cortesía de Caracol TV

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La primera droga que se destiló en forma pura a partir de una planta fue la morfina. La cocaína fue la segunda, aislada en 1860 por Albert Nieman, un químico alemán. La droga comenzó a ser reconocida en 1884, cuando Carl Koller, amigo cercano de Sigmund Freud, descubrió sus propiedades anestésicas, lo cual condujo al primer uso de la anestesia local en la cirugía. Hoy día, la cocaína sigue siendo nuestro anestésico tópico más poderoso, sobre todo para cirugías de nariz, garganta y oído, una ilustración perfecta del adagio de que no hay drogas buenas ni malas, solo buenas y malas maneras de usarlas. (No se pierda la primera parte de estos ensayos sobre la coca).

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El químico corso Angelo Mariani captó el sentido de esto cuando, en 1863, patentó el Vin Tonique Mariani, una mezcla de vino tinto de Burdeos, extracto de hoja de coca y una pizca de cocaína pura. Sobra decir que fue un éxito. Mariani fue responsable de que dos presidentes de Estados Unidos, cuatro reyes, dos papas, tres príncipes, un zar ruso, un sha y el gran rabino de Francia se aficionaran a la coca y la cocaína. En efecto, el papa León XIII llevaba una licorera con el vino al cinto. En Estados Unidos, Ulysses S. Grant, estando enfermo, logró completar sus memorias con la ayuda de una cucharadita al día durante sus últimos cinco meses de vida. Louis Bleriot bebía Vin Mariani cuando se convirtió en la primera persona en volar sobre el canal de la Mancha en 1909. Entre quienes le proporcionaron testimonios positivos a Mariani estaban Thomas Edison, H. G. Wells, Julio Verne, Auguste Rodin, Henrik Ibsen, Sarah Bernhardt y el príncipe de Gales.

Al ser el medicamento recetado más popular del mundo, el Vin Mariani inspiró a una gran cantidad de imitadores. En 1885, John Pemberton, farmacéutico de Atlanta, registró una marca para una receta llamada French Wine of Coca: Ideal Nerve and Tonic Stimulant [vino francés de coca: estimulante nervioso y tónico ideal]. Un año después eliminó el vino y añadió la nuez de cola africana, rica en cafeína, junto con aceites cítricos saborizantes. Dos años después reemplazó el agua con soda por su relación con las aguas termales y la buena salud y comenzó a publicitar el producto como “bebida intelectual y de templanza”.

En 1891, Pemberton le vendió la patente a Asa Griggs Candler, otro farmacéutico de Atlanta, quien un año más tarde fundó la Coca-Cola Company. Publicitada como un medicamento para el dolor de cabeza, “un remedio soberano” para la resaca, Coca-Cola pronto encontró su lugar en todas las droguerías del país. La fuente de soda, una suerte de balneario para pobres, se volvió una institución, y por todo el país hombres y mujeres entraban en las farmacias para ordenar su bebida favorita diciendo que querían “una inyección en el brazo”.

Aunque Coca-Cola retiró la cocaína de su fórmula en 1903, aún depende de la planta base como agente aromatizante. La Stepan Company, en Maywood, Nueva Jersey, importa toneladas de hojas cada año, retira la cocaína para venderla en el mercado farmacéutico legal y después transporta el residuo que contienen los aceites esenciales y flavonoides a Atlanta. La compañía no se promociona como el único importador legal de coca en el país, pero la hoja es la razón por la que Coca-Cola puede afirmar legítimamente ser —como su eslogan publicitario hace mucho profesa— la del “sabor original”.

En la década de 1880, la cocaína se estaba comercializando y vendiendo en decenas de productos: dulces, cigarrillos, ungüentos, aerosoles, enjuagues bucales, inyecciones de venta libre y cocteles. Artículos en las revistas médicas más destacadas recomendaban la cocaína para el tratamiento de múltiples aflicciones, desde el mareo hasta el dolor de estómago, la alergia al polen, la depresión e incluso aquel flagelo del siglo XIX: la masturbación femenina, para la que un médico recomendaba “una dosis tópica en el clítoris como medio de prevención”.

La ola de popularidad tuvo su auge en 1884, año en que Sigmund Freud publicó su desatinado ensayo Sobre la coca, en el cual celebra la cocaína como una panacea, recomendándola particularmente para tratar el alcoholismo y la adicción al opio. Sin embargo, no tardó en hacerse evidente que la cura podía ser tan nociva como la enfermedad. En 1890, la literatura médica ya enumeraba más de cuatrocientos casos de toxicidad aguda provocados por la droga, episodios psicóticos en los que los pacientes experimentaban alucinaciones táctiles horripilantes e ilusiones inquietantes de insectos caminando bajo la piel.

El cambio de suerte fue inmediato y dramático. En pocos años, la cocaína pasó de ser promovida como el estimulante más benéfico conocido por el hombre, el tónico predilecto de presidentes y papas, a ser percibida como una maldición moderna, la causa y la encarnación de todos los problemas sociales. A medida que las leyes restringían paulatinamente su uso y su disponibilidad, la cocaína fue desdeñada como un narcótico, lo cual no es, y culturalmente marginada como un símbolo de decadencia, consumida únicamente por artistas y todo tipo de degenerados, la mayoría de ellos convenientemente negros. En cuanto los médicos y políticos llegaron a considerar la cocaína y la morfina igual de peligrosas, la coca comenzó a asociarse con el opio, y al público se le hizo creer que los efectos catastróficos del consumo habitual de opio inevitablemente se les deparaban a quienes mascaban hojas de coca con regularidad.

De esta forma, un estimulante suave que había sido usado durante por lo menos 5.000 años antes de que los europeos descubrieran la cocaína llegó a ser visto como una droga adictiva. Pero la coca no es la cocaína, y equiparar la hoja de coca con el alcaloide puro es tan insensato como sugerir que la exquisita carne de un melocotón es equivalente al ácido prúsico que se halla en su semilla. No obstante, durante casi un siglo, esta ha sido precisamente la posición legal y política de los gobiernos y organizaciones internacionales en todo el mundo.

La política de EE. UU.

El gobierno estadounidense en particular se ha empecinado en satanizar la planta. En Perú, los programas para eliminar los cultivos tradicionales, apoyados por los Estados Unidos, comenzaron 50 años antes de que el tráfico ilegal existiera. El verdadero problema no era la cocaína, sino la identidad cultural y la supervivencia de quienes por tradición reverenciaban la planta. El llamado a erradicarla provino de oficiales y médicos, tanto peruanos como estadounidenses, cuya preocupación por el bienestar de los pueblos de los Andes solo era igualada por su ignorancia de la vida andina.

En la década de 1920, cuando los médicos peruanos miraban hacia los Andes, solo veían la miseria, la insalubridad y la desnutrición, el analfabetismo y las altas tasas de mortalidad infantil. Cegados por sus buenas intenciones, buscaron una causa, y como los problemas políticos de la tenencia de tierras, la desigualdad económica y la explotación inmisericorde los afectaban de cerca, forzándolos a examinar la estructura de su propio mundo, se decidieron por la coca. De todos los males, de cada fuente de turbación de sus sensibilidades burguesas, culparon a la planta.

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Carlos A. Rickets, el primero en presentar un plan para la erradicación de la coca en 1929, describió a sus consumidores como débiles, mentalmente deficientes, perezosos, sumisos y deprimidos. Al referirse, en 1936, a “las legiones de drogadictos” del Perú, Carlos Enrique Paz Soldán lanzó el grito de batalla: “Si esperamos con los brazos cruzados a que un milagro divino libere a nuestra población indígena de los efectos degenerativos de la coca, renunciaremos a nuestra posición de hombres amantes de la civilización”.

En la década de 1940, el movimiento a favor de la erradicación fue liderado por Carlos Gutiérrez-Noriega, jefe de farmacología del Instituto de Higiene de Lima. Al considerar la coca como “el mayor obstáculo para el mejoramiento de la salud y la condición social de los indios”, Gutiérrez-Noriega estableció su reputación con una serie de dudosos estudios científicos, llevados a cabo exclusivamente en prisiones y asilos, que concluían que los consumidores de coca tendían a ser alienados, antisociales, de inferior inteligencia e iniciativa y propensos a “alteraciones mentales agudas y crónicas”, así como a otros conocidos trastornos del comportamiento, tales como “la ausencia de ambición”.

El enfoque ideológico de su ciencia era evidente. En un reporte publicado en 1947 por el Ministerio de Educación Pública de Perú, escribió que “el uso de la coca, el analfabetismo y una actitud negativa hacia una cultura superior están estrechamente relacionados”. Fue en gran parte debido al cabildeo de Gutiérrez-Noriega que a fines de 1949 las Naciones Unidas enviaron un equipo de expertos para estudiar el problema de la coca. No es de extrañar que sus conclusiones, publicadas en 1950 en un informe de la Comisión de Estudio de la Hoja de Coca, condenaran la planta y recomendaran una eliminación gradual de su cultivo en un período de quince años.

Esta sentencia jamás fue puesta en duda. Once años después, tanto Perú como Bolivia firmaron la Convención Única sobre Drogas Narcóticas, un tratado internacional que buscaba la abolición completa de la masticación de la coca y la eliminación de los cultivos en un plazo de veinticinco años.

Increíblemente, en medio de este esfuerzo histérico por erradicar la coca del país, ningún funcionario de salud pública peruano hizo lo obvio: analizar las hojas para averiguar exactamente qué contenían. Se trataba, después de todo, de una planta consumida diariamente por millones de sus compatriotas. Si lo hubieran hecho, probablemente le habrían bajado el tono a su discurso.

En 1973, el Museo Botánico de Harvard, bajo la dirección del profesor Schultes, obtuvo el apoyo del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (USDA por sus siglas en inglés) para llevar a cabo el primer estudio científico moderno e integral sobre la botánica, la etnobotánica y el valor nutricional de todas las especies cultivadas de coca y sus variaciones. En aquel entonces, pese a la creciente preocupación respecto al uso ilícito de la cocaína, se sabía sorprendentemente poco sobre la planta base. El origen botánico de la especie domesticada, la química de la hoja, la farmacología de su masticación, la distribución geográfica de las especies cultivadas y la relación entre las especies silvestres y cultivadas seguían siendo misterios. No se había llevado a cabo ningún esfuerzo conjunto por documentar el papel de la coca en la religión y la cultura de los pueblos andinos y amazónicos desde la publicación de Historia de la coca, clásico de W. Golden Mortimer, en 1901.

Liderando la investigación estaba el explorador botánico Timothy Plowman, cuyo mandato del gobierno estadounidense, comunicado de manera deliberadamente ambigua por Schultes, consistía en viajar a lo largo de la cordillera andina y localizar, entre otras cosas, el lugar de origen de la planta sagrada. Era el proyecto académico soñado de los años 70, y yo tuve la buena suerte de servirle de asistente de campo durante dos años.

Siguiéndole el rastro a la coca en ese momento también estaba Andrew Weil, otro discípulo de Schultes, entonces en medio de una odisea de varios años que lo llevó a estudiar los estados alterados de conciencia alrededor del mundo. Graduado de la Escuela de Medicina de Harvard, y con un conocimiento profundo de medicina botánica, Weil estaba fascinado por las propiedades curativas de la coca y el papel de la planta en la nutrición y el bienestar.

Tras adquirir la coca en una plaza de mercado de Bolivia, Plowman y Weil, en colaboración con Jim Duke, de la USDA, examinaron quince nutrientes hallados en las hojas, comparando su concentración con la de los mismos nutrientes en cincuenta tipos de alimento comunes en Latinoamérica: la coca superaba el promedio de calorías, proteínas, carbohidratos y varios minerales. El estudio también reveló que las hojas de coca contenían una gran cantidad de vitaminas, más calcio que cualquier otra planta cultivada —lo cual resultaba especialmente útil para las comunidades andinas, que por lo general carecían de productos lácteos— y enzimas que potenciaban la capacidad del organismo para digerir carbohidratos a gran altitud, un complemento ideal para una dieta a base de papa. Para la decepción y el horror de algunos de nuestros patrocinadores en el gobierno de Estados Unidos, los resultados confirmaban que la coca, consumida a la manera de los pueblos indígenas, sirve como un estimulante suave y benigno que beneficia la salud y es altamente nutritivo, sin ninguna evidencia de toxicidad o adicción.

Como médico, Weil procedió a reportar que la coca ayuda al bienestar, facilita la digestión y, de manera comprobada, cura los síntomas del mal de altura o soroche. Sus estudios indican que la coca puede ser útil para el tratamiento del reumatismo, la disentería, las úlceras estomacales y las náuseas, además de tener un efecto positivo en la respiración y la capacidad de limpiar la sangre de metabolitos tóxicos, particularmente el ácido úrico.

El uso cotidiano de la hoja despeja la mente, mejora el ánimo y tonifica y fortalece el tracto digestivo, lo cual favorece la asimilación de alimentos, a la vez que promueve la longevidad. Citando una leyenda andina popular, Weil concluía que la coca en efecto era un regalo del cielo, una hoja sagrada que solo podía mejorar las vidas de todas las personas en todos los lugares del planeta.

* Traducción de Diego Uribe y Tomás Uribe.

* Espera mañana otra entrega de esta investigación.

Por Wade Davis * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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