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Racismo ambiental: otra de las violencias en el Norte del Cauca

Por: Luisa Fernanda Uribe Larotta

El Cauca, ha estado marcado por las historias de violencia, conflicto armado, conflictos socio-ambientales y desigualdades estructurales desde hace décadas. Este departamento ocupa el primer lugar a nivel nacional con más líderes, lideresas y defensores de derechos humanos asesinados.

En el 2019 ocurrieron 52 asesinatos en territorio Nasa, 11 de los cuales fueron contra defensores de derechos humanos de estas comunidades. Además, en octubre de ese año también se registraron 2 masacres contra diez personas en menos de tres días. Este año el panorama no ha mejorado, de las 38 masacres registradas hasta el 25 de agosto por la Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 10 han sido en el Cauca.

¿De dónde viene tanta violencia?, ¿cuáles son los intereses que se movilizan y por qué afectan particularmente a comunidades étnicas afrodescendientes, negras e indígenas?

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Haciendo un acercamiento general a la historia del departamento, son claras las tensiones por el establecimiento de la agroindustria azucarera y la minería a gran escala. Los cultivos de gran extensión como el de la caña de azúcar, la soya o el maíz llegaron a reemplazar las fincas tradicionales, unos modelos de apropiación de estos territorios que poco podían competir con el empujón que las instituciones del estado colombiano le dieron a los monocultivos. Tanto el Cauca como el Valle del Cauca se convirtieron en enclaves para el “desarrollo” de la nación.

Además, el extractivismo minero-energético asociado a la minería a gran escala y la minería ilegal por parte de grupos armados con presencia histórica en la región alteraron fuertemente las dinámicas extractivas tradicionales de diversas comunidades negras y/o afrodescendientes quienes aplicaban técnicas de menor impacto ambiental combinadas con otros modelos de aprovechamiento de los recursos.

Sin embargo, en este análisis de las tensiones por el uso y apropiación de los territorios, resulta importante incluir la perspectiva del racismo ambiental para entender los procesos de discriminación racial en el diseño de políticas públicas y el reconocimiento del papel del estado y sus instituciones en dichos procesos. La exclusión y persecución de las comunidades afrodescendientes, negras e indígenas no es gratuita, tampoco es una casualidad.

La construcción de la hidroeléctrica La Salvajina, que inundó tierras habitadas por las comunidades negras de los municipios de Suárez y Buenos Aires, y que cambió por completo las dinámicas de cultivo y comunicación, es una muestra de ello. Ni en esa época, ni ahora, a pesar de la Ley 70 de 1993, que reconoce y otorga la titularidad colectiva de los territorios ancestrales y promueve figuras como los Consejos Comunitarios, ha habido procesos realmente incluyentes sobre el devenir de estos territorios. La devaluación de los mismos y de sus habitantes “no blancos” ha sido un componente estructural del desarrollo económico de la región.

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Es más, aún con los procesos de resistencia de las comunidades negras, que datan de 1860 con el establecimiento de palenques y la posterior compra de tierras por parte de esclavos libertos, la avanzada de proyectos agroindustriales y mineros (ya sean legales o ilegales) ha sido inminente. El racismo ha funcionado para asegurar la desigualdad que dichos proyectos requieren ya que estas comunidades son construidas como en oposición al desarrollo y con menos herramientas válidas de interlocución.

El resultado ha sido catastrófico: desde la pérdida de tierras en los años 50, producto de la mal llamada Revolución Verde, hasta la violencia y persecución de los últimos años contra quienes han decidido oponerse a la avanzada de la desterritorialización (pérdida de territorios ancestrales). Y estos han sido tanto procesos de avanzada del neoliberalismo como modelo político y económico, como del racismo en tanto componente estructural de la sociedad colombiana. Regiones enteras son catalogadas de inviables, atrasadas y tierra de nadie justo cuando la gran mayoría de su población es reconocida (o se reconoce) como parte de comunidades étnicas.

Lo que esto revela es un panorama preocupante en el que el giro multicultural después de la Constitución de 1991 tuvo efectos importantes para el reconocimiento, la organización y movilización de estas comunidades pero que en la actualidad es insuficiente para enfrentar las problemáticas de injusticia ambiental y racismo estructural que van más allá de una inclusión nominal y/o un reconocimiento en el discurso de la diversidad. Ahora, más que nunca, son urgentes las discusiones a profundidad sobre planes y modos de vida alternativos, menos violentos y voraces con los territorios y sus habitantes y que llevan años siendo el norte de estas comunidades.

 

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