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Una emergencia humanitaria en el Catatumbo desapercibida en diciembre de 2019

En la última semana de 2019, Médicos Sin Fronteras atendió a cerca de 300 personas desplazadas por la violencia en Hacarí, Norte de Santander, en el Catatumbo. El coordinador del equipo basado en Tibú, Luis Romero, cuenta en primera persona detalles de esta emergencia que pareció invisible en medio de las fiestas decembrinas.

Luis Romero*
31 de enero de 2020 - 10:16 p. m.
Atención de Médicos Sin Fronteras con niños y niñas desplazados de Hacarí, en Norte de Santander. / Archivo Particular.
Atención de Médicos Sin Fronteras con niños y niñas desplazados de Hacarí, en Norte de Santander. / Archivo Particular.

24 de diciembre.  - “¿Qué más? ¿Sí vio lo que le mandé?”, me dijo el encargado de la logística del proyecto apenas puse un pie en la oficina.

La información a la que se refería tenía que ver con que 300 personas habían sido desplazadas de sus hogares por la violencia en Hacarí, un municipio de Norte de Santander, de la región del Catatumbo, donde desde noviembre de 2018 hay un equipo de Médicos Sin Fronteras (MSF) respondiendo a la crisis migratoria venezolana y a las emergencias humanitarias. El mensaje del compañero también decía que el alcalde había pedido ayuda humanitaria, pero no ofrecía más detalles sobre la situación.

De inmediato empezamos a conseguir información e identificar fuentes. Los datos de diversos contactos en todo el Catatumbo, subregión selvática y montañosa afectada por el conflicto armado y el narcotráfico, indicaban dos cosas contradictorias: por un lado, que no pasaba nada y que la información era falsa; por el otro, que era veraz, pero que era difícil obtener más detalles ya que había personas confinadas, amenazas y minas.

Así nos fuimos a celebrar la navidad, pensando en rostros que no conocíamos, pensando en su navidad, en personas que dejaron sus hogares sin saber a dónde llegar y, sobre todo, en la zozobra de los niños.

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25 de diciembre. Me comuniqué con mis seres queridos en El Salvador para desearles feliz navidad, pero también con mis compañeros en Bogotá y colegas de otras ONG e instituciones para seguir verificando la situación. Había un sinsabor, un aire de impotencia.

Pero ese día, una compañera de una ONG internacional, un representante institucional y una enfermera local nos dieron las primeras pistas concretas: un enfrentamiento entre dos grupos armados estaba sucediendo en una vereda del municipio de Hacarí desde hacía un par de días. Había gente confinada y otros que huían. Y las condiciones del refugio no eran aptas. A raíz de esto, nos planteamos ir a Hacarí a verificar directamente.

26 de diciembre. Mientras en el hospital de Tibú nuestro equipo del proyecto Migrantes seguía atendiendo a venezolanos sin acceso a la salud, los equipos marcaron los puntos del recorrido a Hacarí, alistamos las cajas con medicamentos e insumos de albergue (colchonetas y mantas, principalmente) y nos reunimos para escoger el equipo que viajaría y preparar la intervención. Un médico, una psicóloga, un logista (que también es auxiliar de enfermería) y yo, como coordinador del proyecto, iríamos a identificar necesidades y brindar una atención de emergencia.

27 de diciembre. Nunca había visto las montañas de esta parte de Colombia, cuyo paisaje cambia tan rápido y de forma brusca. Cascadas, verdor, roca y valles. Era bellísimo. Un poco antes del atardecer llegamos a otra vereda de Hacarí que queda de camino a la vereda afectada. La comunidad ya nos esperaba. Don Jacinto* cruzó en una moto un puente peatonal colgante. Y esta fue la primera sorpresa, no había cómo cruzar con el vehículo con todos los medicamentos y los artículos para el albergue. Suspiré. Definitivamente no era fácil llegar, pero no era imposible. Y la gente lo ameritaba.

Don Jacinto y otros líderes comunales nos comentaron que había cientos de personas desplazadas por los combates que ya habían cesado, pero el miedo persistía. El refugio no estaba en condiciones. Los alimentos escaseaban. Muchas personas requerían ayuda médica. Les explicamos quiénes éramos y qué podíamos hacer y aceptaron. Nos desearon feliz navidad.

Nos indignaba que toda esta gente, y su sufrimiento, fueran invisibles. Eran voces que nadie más escuchaba y cuyas necesidades no íbamos a poder cubrir en su totalidad. No había sido una persona que nos dijo que no había nada, sino varias. Desde las mismas instituciones, incluso.

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Regresamos a Hacarí para pasar la noche en un hotel y antes de dormir con el equipo nos deseamos lo mejor para el día siguiente. 

28 de diciembre. Cruzamos a pie con todo el cargamento el puente y al menos diez motos nos esperaban al otro lado, después se uniría un vehículo donde cargaríamos todo. Cada quien con su piloto. Instalamos la bandera neutral de nuestra organización médica y avanzamos. Por el camino encontramos a varios hombres armados que no nos detuvieron. El refugio era una escuela. Unas 100 personas estaban asentadas allí. Durmieron en el suelo, pero amanecieron hablando, contando chistes o contando lo que habían vivido, que no daba tanta risa. Algunos sonriendo, otros asustados, vistiendo la misma ropa de hace cinco días. Más personas llegaban, habían buscado refugio en las casas vecinas al no haber condiciones en la escuela. Era gente que nos habían dicho que no estaba ahí, era gente que nos hizo pensar que había sido buena la decisión de llegar a comprobarlo con nuestros propios ojos. Había niños, mujeres embarazadas, adultos mayores, personas discapacitadas, niños que en pocos días habían perdido varios kilos de peso. Vimos el sitio, era seguro, cumplía con las condiciones, la gente estaba muy bien organizada.

Al iniciar nuestras actividades, de repente en un salón había un salón con niños dibujando caritas y paisajes y la psicóloga hablaba de las emociones.  A un par de metros, el logista se aseguraba de realizar un censo de la población y de las necesidades en agua e higiene. Estaba concentrado, pero si hubiera girado la cabeza a su izquierda, habría podido ver las filas personas sentadas que esperaban para ver al médico.

Lo que les había llevado ahí es que apenas unos días antes de la Nochebuena, un grupo armado bajó de la montaña de sorpresa. Cubierto por el ruido de la pólvora de la época y después de un largo enfrentamiento con otro grupo armado, tomaron el control de la zona.  Los dibujos de los niños decían palabras clave: miedo, rabia, tristeza, asombro, felicidad. Algunos estaban felices de estar juntos. Y la psicóloga les enseñaba, a pequeños y grandes, formas de afrontar lo vivido. El médico atendía sin parar. La mayoría de personas presentaba síntomas físicos de la vivencia del miedo, de haber sido testigos de violencia. Dolores musculares, nerviosismo, estrés, ansiedad, etc. Varios adultos nos contaron que ellos y sus hijos desde hace días no podían dormir, o que a los niños les atemorizaba la presencia de adultos desconocidos. Eran muchos. Al llegar tanta gente, no había suficientes baños, ni agua limpia, ni sitios donde dormir. Ese día atendimos a casi cien personas, y faltaron muchas más. Nos íbamos a descansar con un sentimiento de esperanza, pero también de indignación interna. ¿Podrían pasar bien la noche en el refugio? ¿Habría alguien más que llegaría a apoyarles en sus demás necesidades?

29 de diciembre. Después de una semana sin otras actividades, con los mismos olores, sin cama, en hacinamiento y con las mismas caras, el susto se comenzó a tornar en desesperación y desesperanza y otras cosas comienzan a aparecer, y eso temíamos desde el inicio. Los niños y jóvenes comenzaban a tener conductas agresivas. Era el miedo y el estrés escapando y reflejándose en el otro. Los niños abandonaban el recinto sin supervisión de los padres, un hombre se hirió volviendo a su hogar (contra los consejos de todos) con su propia trampa de caza y tuvimos que curarle. La incertidumbre y el hastío reinaban ya. No era la primera vez que estas personas eran desplazadas. Meses y años atrás había pasado lo mismo. A veces, iban a la escuela. Otras, tenían que caminar horas hasta llegar a Hacarí. Algunos habían huido del conflicto en otras zonas por enfrentamiento entre grupos armados. Y habían llegado a un sitio similar. La gente se mueve de donde su vida peligra. Es la manifestación normal ante el conflicto armado en el cual, aunque los civiles no participan, sí que pagan las consecuencias del mismo.

Ya en el refugio, al no haber baños suficientes, ir a hacer sus necesidades se volvió en un riesgo para los menores de edad. Y esto había empezado a generar alertas de posible violencia sexual. Por un trabajo en conjunto, de inmediato, habilitamos más baños. Digo habilitamos, pero lo único que hicimos fue convocar a los líderes comunales y fueron ellos quienes lo arreglaron. Era su logro. 

Además, coincidimos en trabajar temas de salud sexual y reproductiva, violencia sexual y convivencia a nivel grupal. De repente, era un esfuerzo colectivo entre psicóloga, la enfermera local, el logista y yo. Y la comunidad miraba asombrada. Escuchaba cómo los tocamientos no son normales en menores de edad, veían con asombro y risas cómo se ponía un condón en un macro-modelo de pene, nos organizábamos en actividades que incluyeran a todas y todos y sin dejar a los menores sin acompañamiento, hablábamos de la confianza y la escucha en casos de violencia sexual y las rutas de atención y nos poníamos de acuerdo en normas de convivencia.

30 de diciembre. A las 7 de la mañana fuimos al puente a recibir un camión con colchonetas, filtros de agua y medicamentos que mandamos a traer desde Tibú, con el apoyo del personal de nuestra base. Decenas de personas estuvieron ahí para colaborar, en moto, en vehículos y en mula. Habitantes locales, el médico, una mula y yo íbamos de avanzada. Quitando obstáculos de la vía y anunciando con bandera que iba material humanitario.

 “Es como navidad”, me dijo un niño. Les recordamos que solo éramos seres humanos ayudando a otros seres humanos en la hora de mayor necesidad. Incluso para navidades.

Luego partimos hacia Hacarí y de ahí nuevamente para Tibú. Un largo viaje de regreso nos esperaba.

31 de diciembre. Tuvimos que parar en el camino, pues no podíamos seguir viajando de noche. Todos estábamos cansados. No sabíamos si del 2019 o del viaje, pero no por la intervención de emergencia. Amaneció el 31 y terminaba el año. Al siguiente día cumplía años mi papá, 1 de enero. Y no lo podría celebrar con él.

Al llegar, y a poco tiempo de terminar el año, pensábamos en cómo estaría la gente que habíamos dejado atrás. Esa población que muchos pensaban que no fue desplazada y que, al final, nosotros habíamos estado ahí con ellos. ¿Seguirían siendo invisibles? ¿Les pasaría lo mismo a otras poblaciones en otros lugares de Colombia en el 2020? Y si muchos más seguían siendo desplazados, ¿acudiríamos las organizaciones humanitarias y el Estado en apoyo, nuestra responsabilidad?

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Probablemente lo que hicimos no fue mucho, pero en ese momento se sintió como algo. Creo que para todos. Y así nos propusimos seguir en este año: estar cuando otros no pueden pero cuando algunos lo necesitan. Nos propusimos a seguir indignándonos, para actuar, para no dejar a nadie fuera.

- ¡Ya son las 12!, exclamé ya en Tibú. Pero era tarde, ya todos se habían fundido en un abrazo y en mis manos tenía una hayaca que no me dejaba abrazar a nadie.

*Coordinador del equipo de Médicos Sin Fronteras en Tibú. 

Por Luis Romero*

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