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En la cordillera de Nariño siguen esperando la paz

En los municipios de Policarpa, Cumbitara, Leiva y El Rosario la situación es crítica. Al incumplimiento del Acuerdo de Paz se le suma el aumento de la presencia de disidencias de las Farc y de grupos paramilitares.

Sebastián Forero Rueda / @SebastianForerr
16 de junio de 2019 - 01:00 p. m.
En la zona de cordillera de Nariño, según cifras de Naciones Unidas, hay cerca de 3.000 hectáreas de coca. / Sebastián Forero Rueda
En la zona de cordillera de Nariño, según cifras de Naciones Unidas, hay cerca de 3.000 hectáreas de coca. / Sebastián Forero Rueda

En las comunidades de Nariño asentadas sobre la cordillera occidental todavía tienen presentes las promesas que les hicieron cuando se firmó la paz. Recuerdan cómo por esos meses, a principios de 2017, desfilaron por primera vez por su territorio funcionarios de las agencias del Estado en esta zona del departamento que ya había aprendido a arreglárselas por su cuenta. Venían a establecer diagnósticos, trazar metas, hacer registros y socializar varios de los programas derivados del Acuerdo Final de La Habana que se iban a ejecutar en este territorio priorizado para la implementación.

Pero unos meses después, todo se esfumó. La promesa de que por fin podrían sustituir sus cultivos de coca —de los que viven desde hace décadas— se quedó en el papel y la ejecución de ese programa nunca llegó. Como tampoco llegó el Programa de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), en el que participaron activamente y donde plasmaron sus necesidades más inmediatas, orientadas principalmente a consolidar una red de vías que les permita conectarse con el resto del departamento. Hoy la ejecución de ese programa la sienten en el limbo. A los habitantes de esta zona lo que les quedó fueron las promesas incumplidas de la paz.

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Es una zona integrada por cuatro municipios, de los que ninguno supera una población de 20.000 habitantes: Policarpa, Leiva, Cumbitara y El Rosario. La mayoría de sus veredas hace más de tres décadas que han orbitado y vivido alrededor de un solo cultivo: la coca. “El café blanco”, la llaman algunos de sus pobladores. Estas matas forman enormes tapetes verdes a lo largo de las montañas de la cordillera y entre los cuatro municipios suman alrededor de 3.000 hectáreas sembradas, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc).

Un cultivo del que desde hace décadas vive casi toda la población rural de estos municipios. Es así que la mayoría de los finqueros ha establecido, de la manera más rústica posible, sus propios “laboratorios” para procesar la hoja de coca que cosechan. Una guadaña, un par de tanques, fertilizantes corrientes, cal y barriles de gasolina son suficientes para transformar la hoja de coca en pasta base. Pasta que venden a $2’400.000 el kilo. De hacer eso por años, muchos de estos pobladores han logrado sacar a sus hijos a estudiar a ciudades como Pasto, ante la insuficiencia en el territorio de educación más allá de la básica primaria.

Debido a ello, los estudiantes cursarán el año lectivo en apenas seis meses y, según denuncian profesores en el territorio, será aún menos porque en tiempos de cosecha de coca es común que los jóvenes, que tienen alrededor de diez años, falten a clase por irse a raspar la hoja. “En esos cultivos le pagan a usted de acuerdo a lo que coseche. Entonces si un niño va y recoge 10 kg, pues por 10 kg le van a pagar. Eso les genera ingresos y a un niño que ya empiece a ganar $10.000, $20.000 le parece que la escuela ya no es importante”, dijo un docente de Policarpa.

Y es que por arroba de hoja de coca que coseche un “raspachín” le pagan $7.000 y lo normal, dicen quienes viven de ello, es que al día un recolector raspe entre 8 y 12 arrobas, lo que equivale alrededor de $70.000 por día en extensas jornadas sometidos al sol y al agua y en el hombro bultos de casi 30 kg. Los más experimentados, que llevan casi una década raspando coca, pueden incluso recoger en un día hasta 18 arrobas. Jornada que repiten por un par de días y que vuelven a hacer en tres o cuatro meses, cuando vuelva a haber cosecha. Otros se trasladan a trabajar a otras fincas.

El recrudecimiento del conflicto

“A la cordillera de Nariño no solo no llegó la paz, sino que se incrementó el conflicto”, le dijo a este diario el gobernador del departamento, Camilo Romero, al ser consultado sobre la crisis de esta subregión. Dijo que las zonas que dejaron las Farc no fueron copadas por la Fuerza Pública ni por la presencia integral del Estado, sino por otros grupos armados. Un llamado que han hecho también los líderes del Consejo Comunitario y la Defensoría del Pueblo.

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En una alerta temprana emitida el 20 de noviembre de 2018 la Defensoría daba cuenta de que en Policarpa, Cumbitara, Leiva y El Rosario estaban incrementando su accionar armado las Autodefensas Gaitanistas de Colombia —grupo posdesmovilización de las Auc— y el Frente Estiven González, compuesto por exintegrantes de las extintas Farc que no se acogieron al proceso de paz.

De acuerdo con el documento, los actores armados en la zona estaban regulando la vida cotidiana de los habitantes, lo que se reflejaba, por ejemplo, en restricciones a la movilidad. “Se espera la ocurrencia de asesinatos selectivos, desapariciones forzadas, desplazamientos forzados de quienes se opongan a la presencia y control de los grupos armados, combates o enfrentamientos con interposición de la población civil, el uso de métodos para generar terror representados en la aparición de panfletos o mediante la ejecución de crímenes ejemplarizantes, igualmente presiones, amenazas y extorsiones, reclutamientos y utilización ilícita de niños, niñas y adolescentes”, alertaba la entidad.

Siete meses después de haber sido emitido esa alerta, la situación no solo no ha sido atendida, sino que ha empeorado, denuncian líderes de Copdiconc. En los últimos meses han sentido con mayor intensidad la presencia del grupo disidente de las Farc Los de Sábalo, que sostiene una disputa territorial con las Agc. Pero, además, denuncian los líderes la presencia de un nuevo grupo paramilitar que no se ha identificado pero que ejerce control social en varias veredas y corregimientos de la zona. Producto de ese escenario, la mayoría de los líderes del Consejo cuenta con esquema de protección de la Unidad Nacional de Protección, algunos, incluso, reforzado en las últimas semanas.

Ecos del glifosato

A la par que crece en la zona el accionar de esos grupos armados, crece también uno de sus principales temores: que vuelvan los tiempos en que el veneno les cayó del cielo: aquellos años de mediados de la década de 2000 en los que avionetas rociaron con el herbicida sus montañas. Una estrategia que, dicen, solo les trajo hambre, muertos y desplazamiento.

Hacia 2006, los habitantes del municipio de Policarpa protagonizaron una de las mayores movilizaciones contra el uso del glifosato para combatir los cultivos de coca en ese departamento. Para entonces, lo que estaban viendo en su territorio los hizo salir a protestar en la vía Panamericana y decirle al país que les estaban resquebrajando sus familias.

Pobladores de la zona rural del municipio recuerdan hoy las consecuencias que tuvo el glifosato en sus territorios. “Tenía 14 mulas, siete de ellas cayeron en un mes y con el paso de los meses se me terminaron muriendo todas”, cuenta un habitante de la vereda Las Palmeras, en Policarpa. La contaminación del agua por el uso de ese herbicida fue una de las principales afectaciones a la salud tanto de animales como de los campesinos de la zona. Cuentan también cómo la aspersión con glifosato terminó dañando todos los otros cultivos que tenían sembrados, principalmente de pancoger, lo que trajo la hambruna a todo el territorio.

No les ha ido mejor con la erradicación forzada por parte de la Fuerza Pública. Producto de esas acciones se han generado choques entre la comunidad y los efectivos del Ejército y la Policía que llegan al territorio a arrancar las matas de coca. De esa estrategia lo que les ha quedado son judicializaciones de campesinos que por años han vivido de cultivar y procesar coca como único sustento.

Asimismo, es una estrategia que ha probado un absoluto fracaso, porque solo ha generado que a quienes se les erradican las matas de coca, se desplacen, tumben monte y siembren sus cultivos más lejos de las vías principales. Un ciclo que va devorando el medio ambiente mediante la tala y la quema de árboles.

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Por eso la única alternativa viable parecía ser la sustitución voluntaria de los cultivos de coca por otros productos que pudieran sacar adelante con apoyo del Gobierno. Sin embargo, en estos municipios se quedaron esperando la implementación de ese programa, a pesar de que hace más de dos años firmaron acuerdos colectivos para sustituir sus cultivos. Aun así, la respuesta que tuvieron del Gobierno Nacional es que para la zona de cordillera solamente hay cupos para mil familias destinados únicamente para el municipio de Leiva. Para las demás, asumen, lo que vendrá es la erradicación o la fumigación con glifosato. El temor está más vivo aún, porque, según dicen, en los tiempos en que vinieron a recolectar la información, los finqueros registraron todos sus datos, incluido el número de hectáreas de coca que tenían sembradas.

El gobernador Romero ha compartido el rechazo a las políticas de erradicación y fumigación y dice que la crisis de la zona es más compleja que eso. “No tiene sentido pedirle a un alcalde o a una Gobernación que resuelva problemas que son estructurales. Tenemos falta de presupuesto para atender la situación, ya lo hemos manifestado, pero este es un Gobierno sordo ante los llamados”.

Por Sebastián Forero Rueda / @SebastianForerr

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