El coronavirus, los muertos y los vivos: Pensamientos desde casa, día 17

Hoy más que nunca, en plena cuarentena y en viernes santo, es buen momento para pensar en el significado de la muerte que se extiende y la vida que resiste.

Nelson Fredy Padilla *
10 de abril de 2020 - 07:42 p. m.
La cifra de muertos a causa del nuevo coronavirus superó los cien mil. En España hospitales, morgues y cementerios no dan abasto. / EFE
La cifra de muertos a causa del nuevo coronavirus superó los cien mil. En España hospitales, morgues y cementerios no dan abasto. / EFE

Viernes santo. La pandemia del nuevo coronavirus nos ha hecho fijar la mirada en los temas que más evadimos en la vida: la muerte y los cementerios. Van más de cien mil víctimas mortales por el Covid-19 y se extiende el drama de cadáveres insepultos, como vimos en Guayaquil, Ecuador, y de familias impedidas para despedir a sus seres queridos. No hay honras fúnebres, ni abrazos a los ataúdes; no hay tumbas, no hay flores ni epitafios; no hay tiempo para despedidas, el duelo es a distancia mientras son cremados decenas y decenas de cuerpos contaminados. Sólo quedan cenizas y se denuncian casos en que ni siquiera hay certeza de la identidad del muerto. (Recomendamos otra columna de esta serie: El coronavirus y el poder de la oración).

Una atmósfera similar a Voces de Chernóbil, la novela de la bielorrusa Svetlana Alexiévich sobre la tragedia causada en abril de 1986 por la explosión de esa central nuclear en Ucrania: “A todos les decían lo mismo: no podemos entregarles los cuerpos de sus maridos, no podemos darles a sus hijos, son muy radiactivos y serán enterrados en un cementerio de Moscú de una manera especial. En unos féretros de zinc soldados, bajo unas planchas de hormigón”.

Y claro, ambiente muy parecido la de La peste, del francoargelino Albert Camus (1913-1960): “Llegó a suceder que los féretros fueron escasos, faltó tela para las mortajas y lugar en el cementerio. Hubo que reflexionar. Lo más simple, siempre por razones de eficacia, fue agrupar las ceremonias y, cuando era necesario, multiplicar los viajes entre el hospital y el cementerio… se vaciaban las cajas. Los cuerpos, color de herrumbre, eran cargados en angarillas y esperaban bajo un cobertizo, preparado con este fin. Los féretros se regaban con una solución antiséptica, se volvían a llevar al hospital y la operación recomenzaba tantas veces como era necesario… el carácter desagradable que revestían las formalidades obligó a la prefectura a alejar a las familias de las ceremonias. Se toleraba únicamente que fueran a la puerta del cementerio… Al fondo, en un espacio vacío, cubierto de lentiscos, habían cavado dos inmensas fosas. Había una para los hombres y otra para las mujeres”.

En todo el mundo se repiten imágenes de cadáveres embolsados y apilados en hospitales, morgues y camiones con destino a fosas comunes. Una tragedia totalmente opuesta a nuestras costumbres de prever la muerte y honrar a los fallecidos, tradiciones que en 1962 Gabriel García Márquez exaltó en Los funerales de la Mamá Grande: “Su tía beata Francisca Mejía, que manejaba las llaves de la iglesia y del cementerio e hizo los trámites de su propio entierro y con sus sábanas inmaculadas cosió su propia mortaja… Mi padre preparó el cadáver con azabaras preservativas y lo cubrió con cal dentro del ataúd para un pudrimiento apacible… Mientras las campanas de todas las iglesias tocaban a muerto y había conmoción nacional e internacional, la dejó en una tumba sellada con una plataforma de plomo bajo la cual se pudrió sin darse cuenta de ‘la magnitud de su grandeza’”.

Seríamos indolentes si no interpretamos esta nueva calamidad universal como un llamado al respeto por nuestra vida en comunión con el planeta. Antes de morir en 2012, el escritor italiano Antonio Tabucchi, a quien cité en otra columna sobre la importancia memoria de estos días, me dijo con tristeza sobre el mundo “insensible” que veía: “La gente está pensando muy poco en la muerte, los hombres se creen un poco eternos en este momento, creen tener la eternidad en el bolsillo, están muy acostumbrados a ver cadáveres. Usted prende la televisión y los ve y piensa que los cadáveres son la muerte, pero son dos cosas distintas. No saben lo que es la muerte. La muerte es un gran misterio, no es un simple cuerpo sin vida y, sin embargo, los hombres se habituaron a ella y ya no les genera ningún sentimiento, tal vez como ver un cementerio de coches”. Y advirtió: “Quien no piensa en el misterio también tiene poco respeto por la vida y por el cuerpo. Hay muchas torturas en el mundo. No se entiende que el cuerpo es el albergue del espíritu, la cosa más sagrada”.

Ahora que una pandemia nos obliga a ver nuestra vida desde esa dimensión, comparto esta reflexión contenida en La peste, en medio de aquel olor y silencio del que huían los perros: “Hoy mismo, a través de este tropel de muerte, de angustia y de clamores, nos guía hacia el silencio esencial y hacia el principio de toda vida”. Camus no perdía de vista el significado de la palabra humanidad: “En el momento más grave de la epidemia no se vio más que un caso en que los sentimientos humanos fueron más fuertes que el miedo a la muerte entre torturas. Y no fue, como se podría esperar, dos amantes que la pasión arrojase uno hacia el otro por encima del sufrimiento”. Por más grande que sea la desdicha, no muere el anhelo de los sobrevivientes: “No había sitio en el corazón de nadie más que para una vieja y tibia esperanza, esa esperanza que impide a los hombres abandonarse a la muerte y que no es más que obstinación de vivir”.

Por eso recuerdo hoy al escritor y filósofo español Rafael Argullol, que nos dictó un taller de literatura en la Fundación Gabo en Cartagena en 2008 y me contó que de niño le obsesionaba la muerte. Un día le preguntó a su tía abuela para que sirven los muertos y ella le respondió: “Los muertos sirven para que los vivos vivan”.

@NelsonFredyPadi / npadilla @elespectador.com

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Por Nelson Fredy Padilla *

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