Y me quedé esperando, Beatriz, a que me contestara el teléfono para cuadrar la invitación a comer pendiente… esa que le ofrecí la tarde maravillosa donde estuvimos conversando de tantas cosas e intercambiamos nuestros últimos libros. La tarde cuando usted me ayudó a hacer realidad un sueño.
Hacía unos meses me había llamado:
Sigue a Cromos en WhatsApp― ¿Álvaro?, con Beatriz Caballero, ¿cómo ha estado? Quiero encargarle un libro de papá que no encuentro, Los caminos subterráneos, ¿me lo consigue?
― Listo, se lo busco y le propongo “un cruce”.
― Eso me gusta, ¿cuál?
― Lo cambiamos por el libro sobre su hermano.
― Hecho.
Y, “es caprichoso el azar”, pues a la noche siguiente, rumbo a mi casa, me detuve a curiosear en una librería (una de las pocas que visito con regularidad). En la sección de ofertas encontré más de un libro interesante. Ya había pagado, guardado los libros en mi morral, me había despedido, cuando (no sé por qué) me dio por mirar unos libros que había debajo de otros amontonados y, ¡allí estaba!, la primera y única edición de “Los caminos subterráneos” de Eduardo Caballero Calderón, publicado por la editorial Santafé, en Bogotá, en 1936 y dedicado. Le dije al librero:
― ¿De ñapa?
― Llévelo.
La llamé inmediatamente.
― Beatriz, buenas noches, tengo en mis manos Los caminos subterráneos.
― No puede ser, ¿cuándo me lo trae, mañana?
― Sí, mañana.
Nos habíamos conocido en el año 2010, en el centenario del nacimiento de su padre. Ya sabía quién era usted, por supuesto, la había leído y escuchado en algunas de sus historias. Fue gracias a Patricia Miranda (quien por esa época trabajaba en la Biblioteca Nacional que nos encontramos), me propuso que escribiera unos textos sobre la vida y obra de su padre para la exposición que se iba a realizar ese año en la biblioteca.

En 1977 fue secretaria de redacción de la revista “Alternativa”, dirigida entonces por Antonio Caballero.
Un poco temeroso fuimos a visitarla una tarde a su apartamento (con el poeta y amigo Álvaro Rodríguez).
Nos recibió con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Poco a poco fueron desvaneciéndose cuando empezamos a conversar. Cuando le comenté de mis lecturas, de la obra de su padre, de cómo me gustaban El breviario del Quijote y Los caminos subterráneos.
― ¿Usted ha leído ese libro?
― Sí, claro, tengo un ejemplar que compré hace años. Está dedicado a Alberto Galindo. Es un libro fundacional. De ahí sale toda la obra de su papá.
Me sonrió. No dejó jamás de sonreírme.
Fueron meses de visitas, hablando y planeando la exposición. Los libros y objetos que se debían llevar. Conversando sin parar de tantas cosas. De su vida y de los suyos. De sus muertos y sus vivos.
Otras veces eran desayunos. Nos sentábamos en la cocina a hablar y hablar…
En una tabla tenía las fotos pegadas de “sus novios”, miré bien, en medio de ellos, conocidos y desconocidos, reconocí a Senel Paz. Una foto suya que nunca había visto… joven… luminoso…
― Senel Paz, él es mi amigo.
― Yo lo adoro, nos conocimos en Cuba. En un curso de guion.
Y empezó a contarme su historia… Años después, durante una visita de Senel a Bogotá, nos invitó a comer. Fue una noche maravillosa.
Me animó a escribir un texto sobre su papá. Lo hice: Los caminos subterráneos de Eduardo Caballero Calderón. Lo leyó y escuchó varias veces.
― ¿Sabe, Álvaro?, entre más lo leo, más me gusta su texto.
Un elogio de ella era como una flor sonriente. De esas que no se ven todos los días.
Me regaló libros, me invitó a acompañarla a hablar sobre su padre, me criticó, me dijo cosas durísimas, me reveló algo que no habría querido saber (y que aún me indigna), me contó cuentos, hablamos, hablamos, hablamos; me siguió sonriendo con esa sonrisa suya que era lo más cercano a la alegría y dulzura. Y me hizo el inmenso honor de leerme y comentarme.
Hace un rato supe que esa comida suya nos la quedamos debiendo. En mi corazón siempre estará usted riendo, conversando y preguntando.
Me quedo con todo lo que me dio. Con todo lo que me enseñó. Ese pendiente será, Beatriz, una manera de no olvidar a aquellos que fuimos un día: Dos tímidos que empezaron a conversar y no pudieron dejar de hacerlo.
Siempre, Beatriz Caballero, querida…