¿Por qué olvidamos los libros que leemos?

Recordamos la ilustración de la portada de esa novela, sabemos que la empezamos un día en la playa y que el viento soplaba, pero no tenemos ni idea de la historia que contaba.

Por Redacción Cromos
03 de agosto de 2018
¿Por qué olvidamos los libros que leemos?
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Para los amantes de los libros, leer es un ritual placentero. Preparan el café, lo ubican a su lado como un aliado imprescindible, se echan una manta encima, se envuelven y, luego, abren ansiosos y dichosos ese mundo hecho de papel que se disponen a descubrir. Antes de empezar con la primera línea, algunos lo huelen, para terminar de activar las hormonas felices que circulan por el cerebro.

Esa deliciosa sensación que produce la ceremonia entorno al libro siempre se recuerda y, en esa medida, también se busca. Quienes ya tuvieron la satisfacción quieren repetirla una y otra vez. La memoria de las emociones es poderosa, la de la razón no lo es tanto. “Leer nos produce unas cosquillas momentáneas –explica Jared Horvath, investigador de la Universidad de Melbourne en Australia, a The Atlantic–. Buscamos volver a leer para revivir esa momentánea experiencia de sentir que hemos aprendido algo, no se trata de realmente aprenderlo”.

La memoria tiene muchas limitaciones. Por eso el escritor argentino Hernán Casciari se burla de nuestra capacidad de recordar en su cuento Acordate de olvidarte: “Tengo la teoría de que la carcaza de la cabeza tiene un espacio limitado, y que cada vez que memorizás una información, otra información ya antigua se cae, se pierde, se muere. Yo, por ejemplo, cuando veo un culo recordable, elimino automáticamente de la cabeza a dos o tres compañeros de la primaria, que los tengo ahí guardados al pedo”.

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La teoría de Casciari no es del todo descabellada. Según la ciencia, nuestra memoria depende de la ‘curva del olvido’: durante las 24 horas después de que aprendes algo, si no lo repasas, la mayoría de la información se va por el drenaje en el primer día, y a medida que pasa el tiempo se pierde más y más.

La memoria siempre ha sido así: esquiva, frustrante. Horvath, no obstante, después de realizar un estudio con sus colegas de la Universidad de Melbourne, encontró que la manera en que consumimos información y entretenimiento en la actualidad ha cambiado nuestra forma de memorizar.

En la era del Internet, la habilidad para recordar datos espontáneamente es menos necesaria, porque tenemos a la mano un banco inmenso de información que nos dará un impulso ante cualquier olvido. “Hoy es más necesaria la memoria de reconocimiento: si sabemos dónde encontrar la información y cómo acceder a ella, no tenemos que gastar espacio de nuestro disco duro mental”, asegura. Esto no solo ocurre con Internet, sino con el libro que tenemos sobre la mesa de noche o en la biblioteca, y con las series que vemos en Netflix, a las que podemos recurrir cuando y dónde queramos.

En ese mismo estudio, los investigadores confirmaron que las personas que ven de corrido una serie olvidan mucho más rápido el contenido que aquellas que ven un episodio a la semana. Después de 140 días de haber visto la serie, se les hizo un examen: quienes vieron toda la historia en una sentada tenían un puntaje mucho más bajo que quienes veían el programa cada ocho días.

De este descubrimiento se llega a una conclusión: si queremos recordar las cosas que vemos o leemos, es mejor que las espaciemos en el tiempo. “Los recuerdos se refuerzan a medida que los recordemos –explica Horvath–. Si uno lee un libro de corrido –en un avión, por ejemplo–, mantiene la historia en la cabeza durante la lectura, pero luego nunca accede a ella nuevamente”.

Por eso tenía sentido la manera en que nos ponían a leer en el colegio: tres capítulos de Cien años de Soledad para la próxima semana, otros tres para la siguiente. Hoy, quizá, solo recordamos tres datos de la novela de Gabriel García Márquez, pero si la hubiéramos leído de tirón en una semana, posiblemente solo llevaríamos el nombre en la cabeza.

 

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