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Estaba listo para partir desde Corrales, el Campeonato Nacional, con los culpables de mi afición al ciclismo a pocos metros delante mío. A pesar de los menos de 10 grados y los casi 2.800 metros sobre el nivel del mar, no pude evitar que la ansiedad me hiciera quitar la chaqueta que tenía puesta para el frío y que normalmente usaría la primera hora de carrera.
Con esos nervios a flor de piel, sudando y con esa ansiedad que solo el pistoletazo de salida calma, arrancamos. Ya durante los primeros kilómetros tuve al lado a Rigoberto Urán, sereno y con la mirada pérdida en el horizonte del pelotón. Sin saber que estos serían sus últimos Campeonatos Nacionales, antes de anunciar su retiro.
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Después me crucé con Esteban Chaves, me tocó la espalda y percatándose de mis nervios me dijo: “Tranquilo, es una carrera más”. Le respondí con una sonrisa y me calmé un poco. Para mí no era una carrera más, era la primera carrera con profesionales. Pero en el ciclismo y dentro del pelotón, una vez comienza una nueva competencia, todos somos iguales.
Aferrándome con todas mis fuerzas al pelotón principal que persiguió la escapada hasta el final de la carrera, comandado por Nairo Quintana, Rigoberto Urán, Esteban Chaves y Daniel Martínez, terminé mis primeros Campeonatos Nacionales élite.
Por supuesto, había sentido en el pasado los ánimos de la gente al costado de la carrera, pero lo que viví ese domingo supera cualquier experiencia anterior. A la última calle que sube hacia la iglesia de la plaza de Bolívar en Tunja no le cabía una persona más, los gritos retumbando en mis oídos, aplausos a milímetros de mí y un dolor casi agónico por no perder la rueda en cada vuelta, con la piel erizada cada vez que podía hacer contacto visual con mi familia, camuflada entre el gentío. Una sensación única para el ciclista que en 2021 salió por primera vez del país a buscar un sueño, pensar en algún día contar esto era inverosímil.
Hoy, escribiendo el segundo capítulo de esta serie de crónicas, me emociona pensar, ahora, en la cantidad de páginas, llenas de historias que me faltan por contar, experiencias extraordinarias como esta.
Francia tiene una porción de tierra, muy central dentro del país, que no tiene nada. Así la describen los franceses, que desde otras regiones se burlan porque allí solo hay vacas y payeses, los campesinos franceses. El departamento número 15, el de Cantal, no tiene Alpes, ni Pirineos, esos están a un par de horas en carro. Eso sí, tiene el Puy Mary, una montaña a un par de docenas de kilómetros de la capital, Aurillac, que con tres vertientes tiene su puerto más famoso. El Pas de Peyrol, que ha visto ganar a Tadej Pogacar y Daniel Martinez en el Tour de Francia, a más de 1.500 metros de altura.
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Además, es el lugar donde, congelado por dentro y con varias capas de ropa por encima, conocí la nieve. Incrédulo, me detuve a tocarla mientras solo podía pensar en cómo en condiciones tan inhóspitas podía presenciar unos paisajes tan hermosos y tan diferentes a los que siempre conocí.
Agarré un poco con la mano; tenía tanto frío que, aun sin guantes, apenas noté la diferencia de temperatura. Les dije a mis compañeros: ya no estamos en casa. Me puse el guante y seguí.
Este premio de montaña se convertiría por los siguientes dos años en mi patio de entrenamientos. Allí llegué con algunos compañeros colombianos en 2021, saliendo de una pandemia mundial y luchando con la embajada por las visas para poder entrar a pesar del covid que amenazó y aplazó un año este primer viaje.
Para alguien que viene de Bogotá, una ciudad tan grande como caótica, llegar a vivir en este pueblo, donde solo hay una panadería y un supermercado que abre cuatro días a la semana, es como vivir en un retiro. Eso sí, es el escenario perfecto para que un deportista se prepare, tiene suficientes carreteras tranquilas para entrenar, un lugar ideal para recuperarse y ninguna distracción. Pero fue lo primero que nos puso a prueba. Salir a caminar por las calles del pueblo, y verlas vacías en un horario regular, algo desconocido para cualquiera de nosotros.
Porque eso es algo que no se suele contar de lo que viven los deportistas al salir del país. Es independizarse cuando apenas se es mayor de edad, es tener la capacidad de convertir el pequeño lugar donde se vive, como invitado, en un hogar. Porque es donde se van a celebrar los buenos momentos y donde se van a llorar los malos. Es donde se va a extrañar lo que uno quiere, pero donde se empieza a querer lo nuevo. La cabeza baila entre nostalgias y asombros, y todo esto ocurre mientras se debe tener el cuerpo en forma y presentar el mejor nivel en las competencias, porque de eso depende que el sueño de ser ciclista siga vivo.
Rigoberto Urán suele mencionar en sus entrevistas que los ciclistas deben tener mala memoria. Supongo que se refiere a esa sensación de echar la vista atrás para recordar los años pasados y sorprenderse por haber tenido la capacidad de adaptarse a las situaciones adversas en momentos precisos. Siento eso cada vez que recuerdo lo que sentía dentro del pelotón durante las primeras carreras fuera del país. Los circuitos técnicos, cortos y con muchas curvas, apenas terminando las carreras casi decepcionado y extrañado porque después de tantos entrenamiento y preparación esa no era la historia que quería contar.
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Alguna vez escribí en esas bitácoras que le dan vida a estos capítulos: “Ya me habían avisado de lo salvaje del norte de Francia, pero después de esta carrera siento como si nunca hubiera participado en una carrera de ciclismo. Es una sensación parecida a la de pasar de la primaria al bachillerato, o del colegio a la universidad”.
Todas esas historias de conocidos que habían competido en Europa que llegaban a esas conversaciones entre amigos cuando entrenábamos por Bogotá, cobraron sentido, y entendí el porqué del fugaz paso de algunos por el Viejo Continente, y empecé a valorar mucho más el camino que recorrieron los primeros ciclistas que emigraron hacia Europa y que ahora permiten que nosotros podamos estar ahí.
Después de ese primer contacto y los contrastes tan notables, encontrar la capacidad rápida para adaptarse se vuelve fundamental. Pasaron varias semanas de competencias hasta que pude empezar a juntar las piezas del rompecabezas y entendí que era un ciclismo tan diferente que parecía otro deporte. La dinámica de las carreras, los movimientos del pelotón, las curvas y las carreteras estrechas poco a poco se sentían más familiares.
Aún quedaba todo el verano y parte del otoño antes de terminar la temporada y volver a casa, meses intensos, corriendo casi cada fin de semana, una rutina que era más fácil de explicar que de ejecutar. Usualmente las carreras son el fin de semana, de manera que cada viernes nos recogían para emprender viaje hasta el lugar de la carrera. Podía ser media hora o siete de viaje, era toda una lotería. Algunas pruebas por etapas, otras de un solo día, pero siempre llevando el cuerpo al límite. Normalmente, el domingo por la noche estábamos de regreso al que ahora era nuestro nuevo hogar, algunas veces más felices y eufóricos que otras, a veces más resignados o tristes. Algunas veces con trofeos y medallas, y en otras, con la piel raspada por las caídas y, por supuesto, con las manos vacías. Pero no sé, siempre que llegaba el viernes ahí estaba con la certeza de que el deporte da revancha todos los días, como la vida. Y con la bicicleta recién lavada, las zapatillas limpias, estaba listo para ponerme el dorsal y esperar la salida. Porque creo que esa es mi mayor ilusión, seguir teniendo ilusión.
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