Habrá que recordar cómo era el fútbol en Colombia antes de que comenzaran a aparecer los personajes que se adueñaron de ese juego desde finales de los años 70. Habrá que recordar las gambetas de Willington Ortiz, la clarividencia de Alejandro Brand, el panorama de Jairo Arboleda, la constancia de Alfonso Cañón, las corridas y los goles de Víctor Campaz, las carreras de Jaime Morón y la magia de Ernesto Díaz, y hacer una especie de declaración de aquellos tiempos, que más que todo eran tiempos de milagro en los que todo podía ocurrir. No había cámaras de televisión ni redes sociales, por supuesto. No existían los videos, ni la proliferación de estadísticas que vino con los años. Se jugaba como se podía, a la que saliera, con jugadores que el tiempo olvidó, con algunos cuya gloria se fue diluyendo, con extranjeros que venían a ganarse unos pesos en sus últimos años, y con mucha más intuición que certezas.
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Ganaban casi siempre los mismos, “los grandes”, pues tenían un poco más de dinero que el resto, en épocas en que las taquillas lo eran todo y el único ingreso posible, y perdían los de siempre también, que año tras año recogían las migajas que dejaban los rivales para armar equipos que solo eran y podían ser de transición. No había descensos. No había divisiones inferiores. No había carreras de entrenadores ni de preparación física. No había empresarios ni “scouts” de equipos extranjeros, y los traspasos de futbolistas colombianos a algún club del exterior se daban una vez cada 10 años. Así, de repente, hacia 1977 estalló la noticia de que el América de Cali había contratado a Óscar Mas y a Aurelio José Pascutinni. Mas llegaba del Real Madrid, había sido titular inamovible de River Plate desde mediados de los 60, y solía ser convocado para jugar con la selección de Argentina. Jugaba de puntero izquierdo. Era goleador, electrizante e impredecible.
Pascutinni era uno de los defensas centrales de Rosario Central, y como Mas, de vez en cuando era llamado para integrar la selección de Argentina. Mas tuvo con el América partidos memorables, y otros, borrables. Pascutinni fue más regular. Pero para esta historia, eso era lo de menos. Lo llamativo era que dos jugadores cuyas transferencias sobrepasaban los 350 mil dólares hubieran sido contratados por el América, uno de los equipos sentenciados a deambular por entre los últimos lugares de la tabla, que jamás se había asomado siquiera al título nacional, y sobre el que pesaba la leyenda de la “maldición del Garabato”, a la que sus hinchas responsabilizaban por las derrotas. Pasados dos años del arribo de Óscar Mas y de Pascutinni, y cuando ya se habían devuelto para la Argentina, el América de Cali anunció la contratación de Gabriel Ochoa Uribe como su técnico. Ochoa era el entrenador que más títulos había conseguido en el fútbol colombiano.
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Le decían doctor, pues se había graduado como médico, y había sido portero de Millonarios en los tiempos de El Dorado, aunque eran más las veces que iba al banco que aquellas en las que jugaba. Cuando se retiró, se dedicó a la medicina unos años y a comienzos de los 60 empezó a cosechar títulos como entrenador con Millonarios y Santa Fe. El último había sido con el cuadro azul de Bogotá, en el 72, un equipo basado en la magia de Brand, las gambetas de Ortiz y la velocidad de Morón al que se le dedicaron canciones y decenas de decenas de páginas en las páginas deportivas de los diarios de la época. Con aquel campeonato, y por aquel campeonato, Ochoa Uribe fue elevado al pedestal de “genio”, aunque lo suyo, esencialmente, fuera un asunto de trabajo y de lógica. Ponía en la cancha a quien mejor estaba, vivía pendiente de que sus jugadores se cuidaran y los vigilaba, y armaba sus equipos de atrás hacia adelante.
Apenas arribó al América dejó entrever que llegaba para llevar al equipo a su primer título nacional y anunció algunas contrataciones, como las de Julio Edgar Gaviria y Alfonso Cañón. El 19 de diciembre de aquel año cumplió su promesa, y el América rompió para siempre con la “maldición del garabato” y con los pronósticos de los entendidos. Hubo fiesta, mucho licor, diversas celebraciones, promesas, y en el fondo o en la superficie, los rostros y los nombres de algunos personajes que habían tomado las riendas del club unos años atrás y que se iban haciendo campo en todos los estamentos de la sociedad caleña: Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, quienes eran venerados por una parte de la ciudad, y mirados de reojo por las altas clases. Unos recibían parte de sus favores, y si no, pagaban cara su negativa. Los otros les temían e intentaban hacerles la guerra.
Los Rodríguez invertían su dinero para obtener poder, para ganar dinero, por supuesto, y para ascender en la escala social. El fútbol fue clave en los tres puntos, y lo fueron comprendiendo de la mano del presidente de Millonarios en los 70, Edmer Tamayo, quien era muy cercano a Gonzalo Rodriguez Gacha. América y Millonarios eran poco menos que socios. Sus dueños se juntaban cada tanto, a veces en las oficinas de Gilberto Rodríguez, a veces en las canchas de Rodríguez Gacha en Pacho, Cundinamarca. Tomaban trago, fumaban, hablaban de negocios y de fútbol. En uno de aquellos encuentros, Fernando Rodríguez Mondragón, hijo de Gilberto Rodríguez, fue testigo del mundo de película que vivían su padre y su tío y sus amigos, o mejor, sus socios. Como lo relató en un libro que tituló El hijo del ajedrecista, “Era un encuentro que jugaba Millonarios en la tierra de su patrón. El estadio estaba lleno”.
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Él se sentó en una silla reclinomática en la mitad de la pista atlética, al lado de Rodríguez Gacha. Cuando se acabó el partido, el árbitro, un hombre muy largo que solía pitar partidos de primera división, y a quien apodaban “El kilométrico”, se le acercó al “mexicano” y lo saludó muy amablemente. Le preguntó “¿Qué tal estuve, patrón?” Ya los Rodríguez habían comprado algunas acciones de Millonarios, y habían empezado a ver la manera de involucrarse con el América, o decididamente, de adquirirlo. Por eso, se contactaron con Pepino Sangiovanni, uno de los directivos del equipo, y acordaron con él para ir a ver un juego de “los diablos rojos”. El encuentro que decidiría el futuro del equipo se concertó en el campo de fútbol de uno de los ingenios de azúcar del Valle del Cauca, en medio de hectáreas y hectáreas de cañaduzales. Los jugadores del América sabían que esa tarde de sábado debían ganar a morir.
Sangiovanni se los había dicho y recontradicho, y entre tantas cosas que imaginó para no defraudar a los Rodríguez Orejuela, planeó jugar el partido entre los cañaduzales para que cuando la pelota se fuera lejos, los jugadores fueran cambiando. Balón que se iba, jugador que iba a buscarlo y se cambiaba con otro. Total, pensaba, los futbolistas del América eran muy parecidos. Nadie que no los conociera se iba a dar cuenta de que el que se iba no era el mismo que volvía. Como mínimo, cualquier espectador valoraría la entrega del equipo. Y esa tarde, Miguel Rodríguez la valoró y puso la plata que había que poner sobre la mesa. Se convirtió en el amo y señor del club, con su hermano Gilberto, y comenzó a edificar una historia única e irrepetible a la que solo le hizo falta el título de la Copa Liberadores de América, que perdió tres veces seguidas, ante Argentinos Juniors, River Plate y Peñarol. La primera, por definición desde el punto penalti. La segunda, en juegos de ida y vuelta.
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Y la tercera, en un partido de desempate que se definió en el último de los minutos de sobre tiempo con un gol de Diego Aguirre. Luego de aquella derrota, los enemigos del equipo volvieron a hablar de “La maldición del garabato” y de un sinfín de sortilegios. Lo único comprobable, a partir de la llegada de los Rodríguez, fue que el América compraba a los jugadores más importantes del continente, y al técnico más ganador. Sin embargo, muy a pesar de aquella nómina, no logró el campeonato anhelado. Para los hinchas y los periodistas, lo más fácil fue sacar a colación el factor suerte. Algunos, más críticos, fueron capaces de cuestionar a Ochoa Uribe y sus métodos. Unos más guardaron silencio, pues sabían muy bien de los turbios manejos del equipo y las enemistades, u odios y venganzas, que se habían ido forjando entre los distintos carteles de la droga en Colombia, y por ende, en el fútbol colombiano. Sabían, muy bien sabían que el América había pasado del rojo pueblo al rojo sangre.
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