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El mito de Mayer Candelo y la camiseta pisoteada

El 10 fue víctima en su momento de aquella sentencia de Goebbels en torno a edificar verdades a partir de mentiras repetidas sistemáticamente y bastante trabajo le costó ganarse de nuevo un cariño que hasta hoy perdura.

Nicolás Samper C. - Especial para El Espectador
18 de junio de 2021 - 04:15 p. m.
Mayer Candelo, capitán del cuadro embajador, con el trofeo de campeón. en 2012.
Mayer Candelo, capitán del cuadro embajador, con el trofeo de campeón. en 2012.
Foto: El Espectador

Mentiras grandes como una casa: la tierra es plana, Elvis está vivo y Mayer Candelo arrojó al suelo y pisoteó una camiseta de Millonarios. El 10 fue víctima en su momento de aquella sentencia de Goebbels en torno a edificar verdades a partir de mentiras repetidas sistemáticamente y bastante trabajo le costó ganarse de nuevo un cariño que hasta hoy perdura.

Fue un miércoles 14 pero que pareció un martes 13. Ese día del mes de mayo, Millonarios salió a jugar al Campín contra Centauros de Villavicencio en tiempos de cuadrangulares finales. El equipo que por aquellos tiempos dirigía Norberto Peluffo andaba bien en la cancha, con paso seguro para pensar en la posibilidad de disputar una final.

Su adversario, recién llegado a primera, era un rejuntado de almas con un pasado promisorio (Arley Betancur, Oswaldo Mackenzie, “Miyuca” Mosquera) al que llegó un entrenador famoso (Luis Cubilla) que apenas estuvo un mes con ellos y que después quedó en manos de otro gran entrenador (Diego Umaña), capaz de hacer soñar a los llanos con la idea de ser finalistas.

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Y esa noche pareció regida por brujos y santeros empecinados en hacerle entender a los azules que no solamente era suficiente jugar bien para ganar.

Porque esa noche fue acumular desastres cada minuto y pensar en que la expresión de tocar fondo no parecía tener un límite: cuando parecía que lo peor había pasado, llegaba otra circunstancia capaz de superar la anterior.

Para hacerla más sencilla, vale la pena hacer un inventario de miserias que cubrieron el destino azul aquella noche: el gol que le hizo Centauros fue un tanto en contra de Hermes Martínez; aunque empató pronto con gol de Julián Téllez, tuvo una pena máxima a favor con un arquero veterano pero inexperto: tras la jugada que generó la pena máxima el portero de Centauros, Lincoln Mosquera no pudo continuar y debió ser reemplazado por Roberto Camargo, hombre que a pesar de contar con 36 años para esos tiempos, había acumulado poquísima experiencia en primera división.

Y el primer reto del nervioso Camargo era ubicarse bajo los 7,32 x 2,44 a buscar detener un penal. Mayer Candelo se paró frente a la pelota y pateó abajo, hacia el centro, con una pequeña inclinación a que el balón entrara por el costado derecho.

Allí se lanzó Camargo y con las rodillas rechazó el tiro. Y toda la noche fue así: Millonarios intentó por cada resquicio y cuando parecía que la pelota cruzaría la línea de sentencia aparecía la cabeza de Camargo, el codo de Camargo, el carcañal de Camargo, el duodeno de Camargo… no recuerdo una sola atajada con las manos. Simplemente la pelota, que parecía imantada, lo chocaba y en medio de esa suerte, se iba al córner.

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Fuera de eso un choque entre Salazar y Héctor Burgues, arquero de Millonarios, fue desgracia porque el portero uruguayo, en esa acción se fracturó un dedo y ya no había cambios para que ocupara su lugar Álvaro Anzola, así que Burgues tuvo que adoptar la “técnica Camargo” para terminar el partido sin recibir más goles en contra.

El final fue desazón. Eran tiempos en los que yo trabajaba para Futbolred y un par de minutos antes del pitazo final, yo siempre iba a la planta baja del estadio para buscar reacciones y acomodarme en medio de Vietnam, que es el sinónimo de la zona mixta y ahí, cerca al campo, observé cómo Candelo lanzó la camiseta para alguien en el banco, pero sin intención de nada diferente a pasarla, como cuando uno le arrojaba un saco a un compañero de colegio.

El mal resultado, el mal partido del 10 aquella jornada y cierto fogón encendido de una prensa ávida de noticia difundió el cuento.

Porque esa noche del 14 de mayo de 2003 Candelo no pisoteó, ni escupió, ni rompió, ni incendió, ni limpió su culo con la camiseta, que fueron, entre otras, parte de las deformaciones posteriores que leí y escuché a la mañana siguiente.

Candelo debió irse por cuenta de eso y después regresaría en medio del escepticismo y pendiente de pagar un pecado nunca cometido. A sabiendas de eso, Mayer jugó aún mejor que en el 2003 y con su magia le devolvió a Millonarios la gloria ganando Copa y Liga y convirtiéndose en uno de los ídolos contemporáneos más grandes que ha tenido el club en tiempos de sequías y dolores.

Por Nicolás Samper C. - Especial para El Espectador

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