Vida, canto y lucha de un barra brava

A propósito del documental “La fortaleza”, que cuenta la historia de tres seguidores del Bucaramanga que viajan para ver a su club, hablamos con estos hinchas que hacen parte de la cultura futbolera en el mundo.

Andrés Osorio Guillott
09 de febrero de 2020 - 02:00 a. m.
Jorge Jácome, uno de los protagonistas del documental "La fortaleza", dirigido por Andrés Torres. / Cortesía
Jorge Jácome, uno de los protagonistas del documental "La fortaleza", dirigido por Andrés Torres. / Cortesía

El hincha se levanta. Todos los días abre sus ojos y lo primero que ve es la bandera de su equipo colgada en la habitación. Los colores están opacos por todos los partidos en que el trapo, como lo llaman los barras bravas, fue ondeado desde la puerta de la casa hasta el estadio, que es visto como templo y ritual.

Los afiches de las leyendas copan las paredes y la camiseta que se alistó desde la noche anterior está en la silla o en la mesa. Desde el celular o desde el parlante suenan las cumbias villeras o los mismos cánticos que cada domingo o miércoles en la noche se entonan hasta que las gargantas parecen reventar y terminan con una sensación de tener miles de granos de arena hirviendo.

El hincha se pone la camiseta y su actitud cambia de inmediato. Siente el orgullo de pertenecer a un color y a una historia. Sabe que esa remera representa los recuerdos de goles que fueron el desahogo de una tristeza o de un odio silenciado por días. Sabe que esa camiseta lo identifica y lo hace compartir un sentimiento común con otros que conoce y con muchos que jamás ha visto, pero con quienes, en caso de que pudiera hablar, sentiría empatía de inmediato pues guardan en la memoria recuerdos del mismo suceso, así sea desde otro ángulo o con diferentes historias y cábalas detrás.

“Los equipos de fútbol representan ciudades. La selección de Colombia representa al país. El fútbol le brinda a la gente alegrías, una forma de evasión y de sentirse orgulloso de ser lo que se es, de ser de esta ciudad, de ser de este país. Este país se vuelve loco cuando gana la selección. ¿Por qué esa reacción de alegría por algo que es tan efímero? Lo mismo con los clubes locales: ¿por qué matarse por un equipo que es una empresa privada? La lógica que yo le encuentro, que parte de mi experiencia y mi reflexión, es que los muchachos que pertenecen a una barra encuentran una necesidad de identificarse con algo positivo. Todos queremos que la ciudad en la que vivimos sea la mejor, todos queremos decir que nuestro equipo es el que más gana. Todo eso es un tema de la identidad que los seres humanos necesitan. Es un deseo de sentirse reconocido también. ¿Qué pasa con los muchachos de los lugares más problemáticos? Que no tienen nada más en qué creer. Hemos llegado a tal punto de decadencia que esa es la única forma de llenar ese vacío para ellos. La mayoría de los pelados problemáticos son hombres hijos de madres solteras, que han sido abandonados por sus padres, que han sido, probablemente, abusados de muchas maneras y que encuentran en la hermandad de la barra y en el malandreo una forma de protegerse, de demostrar su hombría por miedo del mal, de demostrar quién es el más malo, y también porque ahí encuentran un hogar, el hogar que no tienen en su casa, tal vez la educación que no tienen en colegios públicos. Muchos piensan que conocen más viajando por carretera en una mula que en un colegio. Eso también obedece a las lógicas. Y eso que también existe un resentimiento por una sociedad que les niega un espacio. Son lógicas fuertes que responden a problemas esenciales en Colombia”, dice Andrés Torres, director del documental La fortaleza, largometraje que visibilizó la historia de Jorge Jácome, Julián Cepeda y Carlos Cordero, tres barras bravas de Atlético Bucaramanga que emprenden un viaje desde su ciudad hasta Popayán para acompañar a su club en la final de ida del torneo de ascenso en el 2015.

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Unos trabajan exclusivamente para pagar los $150.000 que vale, por ejemplo, un viaje de ida y regreso por carretera de Bogotá a Santa Marta para acompañar a su equipo y tener sus boletas y gastos de viaje; otros no tienen empleo y acuden a la caridad de peregrinos. Algunos logran organizar caravanas compuestas por más de 10 buses que pueden terminar con vidrios rotos, llenos de cajas de vino y aguardiente y con cachos de marihuana entre la silletería. A lo largo de estos viajes suenan los platillos y los bombos. La vida es un carnaval. Esa es la premisa y el ambiente que quiere rodear al fútbol, pero que se pierde, como todo ideal y discurso, en actos erróneos que descarrilan el trayecto de esos mundos soñados.

Las odiseas y las ítacas son los estadios de otro país. Un hincha de un club capitalino me contó previo a un partido en El Campín que su mayor reto fue viajar por más de un mes por tierra, aguantando hambre, vistiendo la misma ropa, defendiendo el color de sus camisetas y alimentando su cuerpo y su mente con la convicción de llegar a Argentina para ver a su equipo disputar un partido de Copa Libertadores. “Somos varios los que nos consideramos hermanos y damos horas y años de vida por abrazar una victoria en 90 minutos”, afirmó.

Otros se esconden entre la maleza. La experiencia ya les dice en qué lugares suelen bajar la velocidad las mulas de carga para salir corriendo y treparse por la parte trasera. Así logran tocar varios puertos sin invertir dinero. En su situación, cada moneda vale oro y un gasto innecesario podría significar un día sin comida.

Esa es la primera parte de una odisea cargada de convicción pero precaria en responsabilidad. El otro reto es llegar a tierras desconocidas y conseguir la plata de la boleta, pues casi nunca la tienen. Algunos buscan la mano extendida con una moneda, otros llevan manillas, llaveros y accesorios del club o de la selección para conseguir su boleta y, de paso, seguir apostándole a los saberes artesanales que tanto han ayudado para cultivar y promover culturas e identidades. Esa costumbre de la mendicidad e indigencia de algunos ha sido la condena de todos, porque a los barras bravas los miran con temor o por encima del hombro. Ahora siempre que se acercan dicen primero: “Tranquilo, socio, que yo no lo voy a robar”.

Llevan en su maleta otra camiseta del club que tiene ya varios años de uso, viajes y goles encima. Entre más antigua, mayor el orgullo de portar la historia en la piel. Una pantaloneta o una sudadera del equipo o de los clubes considerados como hermanos, inclusive de la selección de su país. La indumentaria y la maleta hablan de que su vida y su canto es el fútbol, que su familia es la barra y su hogar, que más bien es un refugio para huir de los vacíos que vivió o que sigue hallando, es el estadio y una cerveza previa a los 90 minutos de aliento y de esperanza.

(Así se jugará la cuarta fecha del fútbol colombiano este fin de semana)

Dentro de cada barra hay un parche. Son todas pequeñas patrias que buscan unirse para salvar su bandera y su prestigio. Libran guerras con cuchillos, piedras, puños y patadas. Respetan al que sobrevivió a viejas puñaladas y agredió a los de otros colores. El malo es el héroe, el admirado, y la banalización del mal es lo que ha creado estereotipos y prejuicios que son difíciles de borrar. El mal es el triunfo y la marginalidad un estilo de vida paralelo al que duerme en la intemperie.

Oscar Wilde, escritor inglés, afirmó que “ser admitido en la sociedad es sencillamente el mayor aburrimiento. Mas estar excluido de ella es una gran tragedia”. Y justamente el barra brava se hace un superviviente más del mundo, que no solamente carga con una tragedia de ser excluido, tal vez ni la reconoce ni le interesa, sino que carga con las tragedias de su club, de ese lugar que observa como su vida, al que le entrega su piel con cada tatuaje que es un relato de los trofeos o glorias de otrora, al que le entrega una voz que se desgasta con el paso de los partidos, al que le entrega sus ahorros y esfuerzos, al que le dedica las cábalas más peculiares, al que le dibuja una nueva creencia, un nuevo ritual, una nueva filosofía de la vida, tan cercana a la de aquellos cínicos de la antigua Grecia, tan parecida al discurso de ser leal a los principios, aun cuando esos principios pueden llevar a actos primarios, a ideas totalitarias y a sacrificios que no se comprenden desde los rincones de la cordura y que se justifican desde las gradas de las pasiones, las añoranzas y algunas frustraciones.

Por Andrés Osorio Guillott

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