Keylor Navas, el costarricense que conquistó Europa

El portero de PSG es uno de los mejores del mundo. Luego de haber ganado tres Champions con el Madrid, sigue brillando con el club parisino.

07 de abril de 2021 - 10:00 p. m.
En el partido contra Bayern, Navas tuvo 10 atajadas en 20 minutos.
En el partido contra Bayern, Navas tuvo 10 atajadas en 20 minutos.
Foto: Agencia AFP

En el barrio San Andrés, de San Isidro de El General, en Costa Rica, la misma imagen se repite todos los días: Juan de Dios Madriz en una Suzuki de 80 centímetros cúbicos, una moto vieja y oxidada en uno de sus costados, con su casco blanco y a menos de 60 kilómetros por hora porque el motor puede fundirse.

Atrás lleva a un niño que se aferra a su torso para no caerse, de piernas delgadas, escuálido y moreno. Madriz es el entrenador de arqueros de Pedregoso, la escuela de fútbol de la localidad.

El niño se llama Keylor Navas y todos los días tiene que hacer dos viajes para poder practicar en una cancha de pasto largo, de tierra en los bordes y con árboles que se transforman en camerinos por la sombra que proporcionan en medio de un sol calcinante.

Navas está en un arco que lo triplica en tamaño, sin red, con el travesaño y postes de madera. Al pequeño le faltan centímetros, en comparación con los demás, pero le sobran agallas, pues ataja pelotas con la cara, con las piernas, hasta con la panza, sin importarle su integridad física.

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Se ve diminuto en la portería y eso da una sensación de vulnerabilidad que aprovechan sus rivales que patean desde fuera del área por orden de un hombre grande y de voz ronca, que del otro lado del campo grita sin parar. Sin embargo, no pueden marcarle un solo gol.

“Mira ese güila. No se le pasa un balón”, dice el director técnico del equipo contrario haciendo alusión a Navas. Ese día, como los otros, sus padres no lo acompañaron por estar buscando el sueño de una mejor vida en Estados Unidos. Tampoco sus abuelos, Juan Gamboa y Elizabeth Guzmán, con quienes vivió su niñez y le inculcaron que amar a Dios era la mejor forma de amar a los demás y de amarse a sí mismo.

Navas no duró mucho en su pueblo y se atrevió a cruzar el cerro de la Muerte, en la cordillera de Talamanca, para llegar a San José y jugar en el Saprissa, el club más importante de su país. Un viaje en el que lo simbólico atemoriza más que la distancia, porque arribar a la capital siempre ha sido complicado para las personas de pueblo, de formas sencillas y vida sosegada.

Y ese miedo aumentó con las pruebas que intentaron quebrantar el espíritu, desde ser considerado muy bajo para un arco tan grande como el de los Morados, hasta un simple arroz quemado que muchas veces lo sacó de sus cabales.

Navas quiso devolverse y se devolvió sin pensarlo, por el amor a su tierra, por el apego a los suyos, por la devoción a una vida tranquila de camino transitable. Ya después entendería que el dolor era inevitable, pero que el sufrimiento sí podía ser opcional. Y volvió a San José, y trabajó más duro, con Roger Mora, el entrenador de arqueros del Saprissa que desde el comienzo vio en él la responsabilidad y serenidad que se necesitan para aceptar los goles, y la fortaleza para evitarlos.

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El 6 de noviembre de 2005 debutó en la primera división del fútbol costarricense en un partido contra el A.D Carmelita. Tenía 18 años y ya mostraba las agallas y la voluntad de un portero experimentado. Le marcaron en una oportunidad, pero atajó seis más y el público empezó a reconocer su trabajo.

Ganó seis títulos locales. Y las imágenes de balones castigando sin piedad su estómago y de su agilidad única llegaron a España, al Albacete, en el que sólo estuvo una temporada por promesas incumplidas. Luego pasó al Levante por recomendación de Luis Gabelo Conejo, su ídolo.

Y Carlos Cano, el encargado de los arqueros, lo propuso como suplente de Gustavo Munúa, el hombre con más ímpetu en la cancha, en el camerino y en las ruedas de prensa. Por eso no tuvo un puesto asegurado, por el gran nivel del uruguayo. Y Navas padeció. Jugó unos minutos, pocos partidos, a veces por largos períodos ninguno. Y se llenó de paciencia y le llegó la oportunidad. No como lo esperaba, sino por un escándalo de amaño de juegos que salpicó a Munúa.

Por fin fue titular en Europa, y recibió siete goles en su estreno el 13 de agosto de 2013 contra Barcelona. Pero la humillación no lo amilanó, todo lo contrario, lo hizo más fuerte y los meses siguientes cambió anotaciones por atajadas. Y así se convirtió en la revelación de la Liga española.

Un año después vino el Mundial de Brasil y su participación con la selección de Costa Rica. Sus voladas ayudaron a que los ticos terminaran primeros en el Grupo D, el de la muerte, brillando contra Italia, Inglaterra y Uruguay. Ya en octavos de final se encargó de llevar a su país a la siguiente ronda al ser la figura en los penaltis contra Grecia (5-3). Y eso lo dio a conocer al mundo.

Fue por esa actuación inolvidable que el Real Madrid lo buscó y lo contrató en silencio, en plena Copa Mundo, en el lobby del hotel de concentración. Con sigilo para no causar un alboroto mediático.

Y el resto ya es historia, pues en la casa blanca se consolidó, se adueñó de la portería del mejor equipo del planeta, ganó tres Champions League y vendió tantas camisetas que hasta en Japón aprendieron a pronunciar su hombre.

Ahora, con PSG, sigue demostrando por qué es uno de los mejores del planeta, que sus reflejos están intactos y que tiene todavía mucho por dar.

*Texto publicado en junio de 2018

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