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Pelé: más allá de Tres corazones

Este 29 de diciembre de 2023 se cumple el primer aniversario de la muerte de Pelé, el mago del fútbol. Publicamos el Capítulo II del libro “Pelé y Maradona: el fútbol arte” que será presentado en enero de 2024.

Jaime De la Hoz Simanca*, especial para El Espectador
29 de diciembre de 2023 - 01:00 p. m.

Alguna gente reclamaba a Pelé su aparente indiferencia por Tres corazones, el legendario municipio perteneciente al estado de Minas Gerais, donde nació el 23 de octubre de 1940. Tales quejosos hubieran preferido que Pelé construyera obras en su tierra natal y que hubiera modernizado aquel pedazo de región invadido por la pobreza y la desigualdad. Es el mismo reclamo que se hace a los hombres que tocaron la gloria, pero que apenas hicieron ligeras referencias al lugar donde nacieron. Es decir, la consabida exigencia a quien observan como líder político y no como artista.

Tres corazones sigue allí, resistente a los estragos del tiempo, en lucha por mantenerse en el centro de la civilización y exento del anonimato universal gracias a la grandeza de Pelé, que vio la luz en lo que en la actualidad constituye un destino turístico adonde llegan extranjeros de otros mundos atraídos por la leyenda y el mito. Y, gracias a la celebridad de Pelé, en Brasil y en otras partes de América Latina, se sabe que aquella población fue fundada por el aventurero portugués Tomé Martins Da Costa, a mediados del siglo XVIII, cuando los conquistadores ibéricos se explayaban por el Nuevo Mundo protegidos por espadas y cruces.

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Río Verde, como se le conoció antes de convertirse en Tres corazones, alcanzó importancia, antes de Pelé, por el oro concentrado en sus minas que sedujo a los invasores europeos, quienes crearon rutas especiales para utilizarlas en el traslado del mineral precioso hasta los puertos de Río de Janeiro. También se conoció a Tres corazones por su ganadería lechera y los sembrados de maíz, papa y café, alimentos que han contribuido durante más de dos siglos al sostenimiento de la ciudad.

En Tres Corazones prevalece el recuerdo de Pelé a través de la casa donde nació, la cual fue reconstruida con el propósito de eternizar su vida. Pero no se trata de un museo, o de un majestuoso templo al estilo de las grandes edificaciones griegas o romanas. No. Fue una humilde remodelación sin fastuosidad ninguna; no obstante, subyacen retazos de memorias, viaje a su infancia, pedazos de cosas materiales que se ligan perfectamente al pasado remoto del artista del fútbol.

En Tres Corazones hicieron una réplica exacta de la casa en la que nació Pelé.
En Tres Corazones hicieron una réplica exacta de la casa en la que nació Pelé.
Foto: Cortesía Embratur

La casa data de principios del siglo XX y fue parcialmente demolida cuando Pelé había cumplido treinta años y su fama se esparcía hacia los cuatro vientos. En 2012 fue restaurada y, poco a poco, convertida en la Casa Pelé, una especie de réplica de la vivienda original, y una extensión minúscula de los verdaderos museos de Pelé erigidos en varios puntos de Brasil. Los más viejos miembros de la familia se encargaron de evocar aquellos espacios que dieron lugar, luego, a lo que hoy es otra atracción turística para propios y extraños. Los abuelos de Pelé, Jorge y María, cuentan con el dormitorio que habitaron desde antes de la llegada del artista del fútbol. Así mismo, está a continuación el cuarto de los padres de Pelé, ocupado por una cama de doble dimensión que contrasta con la breve cuna en la que durmió Edson durante sus primeros meses de nacido.

De las paredes cuelgan algunas fotos: una de ellas registra al infante Pelé al lado de su hermano Zoca. También fue reconstruida la habitación donde nacieron y crecieron los hermanos de doña Celeste, la mamá de Pelé. Y más allá aparece un salón adornado con la figura de Pelé, una escultura mal elaborada en la que luce la camiseta verde amarilla de la selección nacional. A su lado está un viejo radio que, según los guías, le sirvió al viejo Dondinho para escuchar las vicisitudes de la debacle que fue calificada con el sonoro nombre de Maracanazo. No podía faltar la mesa de los comensales, la cocina con la estufa de leña clásica y el jardín exterior donde fue construido un busto de doña Celeste. Una de las paredes exteriores de la casa exhibe un alto relieve de formato mediano en el que aparece la familia completa: los padres, los niños Edson y Jair, y la bebé María, quien reposa en los brazos de doña Celeste.

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El padre se llamaba João Ramos do Nascimento, apodado Dondinho, un hombre de origen campesino, nacido en 1917, que alternaba las labores del campo con el juego del fútbol en el que se desempeñó como centro delantero. Pero eran tiempos en los que el deporte no había alcanzado la comercialización necesaria que garantizara ingresos de supervivencia a sus practicantes. Dondinho jugaba por puro placer en medio de la pobreza que padecía junto a su esposa Celeste Arantes, quien le parió tres hijos: Edson, Jair y María Lúcia Arantes do Nascimento.

Dondinho quiso brillar en el fútbol, pero sus condiciones no fueron suficientes para trascender. Sobre todo, en una actividad que era la práctica cotidiana de miles de jóvenes que se apropiaron de ese juego desde su aparición en Río de Janeiro y São Paulo a principios del siglo XX. Dondinho militó en varios equipos y fue reconocido por su facilidad para convertir goles, pero sin que sus actuaciones provocaran aplausos en las tribunas ni idolatrías como las que rodearon a su hijo Edson. De su paso por el balompié, el mayor recuerdo lo constituye el desempeño en un partido en el que convirtió cinco goles de cabeza, un auténtico récord del que Pelé siempre habló al evocarlo.

Sin embargo, Dondinho jugaría un papel importante en la formación de Edson, pues depositó en él su esperanza y sus sueños. Fue quien le inculcó el amor por el fútbol desde sus primeros años de vida. Él mismo fue ejemplo, pues hizo conocer de su primogénito el balón con el que se jugaba el popular deporte, y el desenvolvimiento en una cancha de los desplazamientos de aquellos danzarines que se complacían con gambetas, taquitos y goles. En el fondo, Dondinho deseaba prolongarse en el balompié a través de su primer hijo, un niño robusto que había nacido pleno de salud.

El balance de aquel padre no fue menor ni insignificante, pues pasó a la historia de las estadísticas a raíz de su desempeño en el fútbol: marcó 883 goles en 775 partidos, incluyendo aquellos cinco tantos de cabeza. Además, jugó algunos partidos con la selección de su país con la que realizó varias anotaciones. A ese padre amoroso, Edson, a sus diez años, le prometería que algún día ganaría la Copa Mundo después de haber visto frente a sus narices infantiles el llanto de aquel progenitor desconsolado por el Maracanazo que estremeció a miles de brasileños en medio de la derrota estruendosa de la selección brasileña frente a Uruguay, el 16 de julio de 1950. Pero no sólo Dondinho, el padre, fue inspiración para el niño Edson; también lo fue su tío, un hermano de Dondinho que murió a los 25 años cuando prometía ser figura en el fútbol profesional de su país.

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A Edson lo secundaba su hermano Jair, apodado Zoca, quien fue su sombra hasta el momento de su muerte el 25 de marzo de 2020, a los 77 años. Zoca, Edson y sus padres se fueron a vivir al municipio de Baurú, donde Dondinho quiso mejorar su calidad de vida a través del Baurú Atlético Clube (BAC), luego de un fugaz paso por Atlético Mineiro, equipo profesional en el que jugó un solo partido, pues la grave lesión en una rodilla lo obligó a marchar a aquella población conocida por la excelencia de sus universidades, el clima tropical, los cultivos de café y la migración de italianos, portugueses, españoles y japoneses durante los primeros lustros del siglo XX.

Zoca, junto a su hermano Edson, acompañaba a su padre a las prácticas y luego entrenaba con él. Así, los dos hermanos fueron descifrando los misterios del balompié, pero sería Edson quien se destacaría mucho más a partir de su destreza y de su jogo bonito, un estilo que se entronizaba en Brasil, y el cual habría de cubrirlo de gloria décadas más adelante. Gracias a la influencia de su padre y a la calidad de su fútbol, los dos hijos se integraron a la plantilla del equipo paulista en el que ambos comenzaron a dar muestras de sus dotes futbolísticas.

Si bien había un gran parecido entre Pelé y Zoca, al primero empezaron a mirarlo con ojos de asombro en el Atlético Baurú, su segundo club después del Ameriquinha, un onceno infantil. Todas las miradas enfocaban la figura de aquel pequeñín que parecía imitar a su padre, que sobrepasaba a su hermano Jair y que aumentaba en cada juego el tamaño de sus diabluras, la elasticidad de sus gambetas y la maravilla de sus goles. En ese entonces comenzó su admiración por Thomaz Soares da Silva, el popular Zizinho, la gran estrella del fútbol brasileño que había deslumbrado en el Mundial del 50. A sus 15 años, Pelé quería ser como Zizinho, su ídolo, un portentoso mediocampista carioca que desplegó su magia en el Flamengo a lo largo de diez años y luego en el Bangú, el otro club de Río de Janeiro.

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El Atlético Baurú era un equipo dirigido por Waldemar de Brito, atacante feroz que saltó del Botafogo al San Lorenzo de Almagro, de Argentina, y posteriormente al São Paulo, de regreso al Brasil, para culminar su carrera en el Portuguesa Santista, club de la ciudad de Santos. El hecho de haberse destacado en primera división, de haber jugado en el exigente fútbol argentino, y de haber actuado con la selección de su país en la Copa Mundo de 1934, en Italia, facilitó que fuera contratado por los directivos del Atlético Baurú. Apenas vio jugar a Pelé, con sólo 15 años, dijo, al que lo quisiera oír, que allí estaba el mejor jugador del Brasil en toda su historia. De manera que aquel adolescente en ciernes fue rodeado de mimos y aplausos, y visto desde entonces como una ráfaga negra que habría de tragarse el mundo con su centelleante ritmo en la cancha de juego.

Baurú fue la gran escuela para Pelé. Allí había actuado su padre en las décadas del cuarenta y cincuenta y allí mandaba Brito, quien, además, era un veedor y cazatalentos que fue nombrado con el propósito de que engrandeciera un club fundado en 1919 bajo el nombre de Luzitana Futebol Clube, cuyo mayor logro había sido la obtención del Campeonato Paulista en 1946, cuando Pelé contaba con seis años y su padre formaba parte de esa escuadra triunfal.

En el desaparecido estadio Arena Luzitana, Pelé asomó su magia en los partidos de local. También en los otros estadios del Estado de São Paulo, donde un rumor creciente fue envolviendo al nuevo jugador en medio de la admiración de los amantes del balompié. En realidad, ya iba camino a la idolatría, pues todo Baurú comenzó a verlo como la gran esperanza. Sobre todo, luego del golpe atroz que significó el Maracanazo. Más que un terremoto interior, aquel hecho histórico pareció aguijonear a Pelé, quien vio derramar lágrimas a Dondinho segundos después de la derrota infame acompañada del enmudecimiento de la radio y el silencio triste de los aficionados brasileños.

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La fama de Pelé comenzó a extenderse hasta provocar el interés de los directivos del club Santos, quienes ya conocían las excelsas condiciones del adolescente recién llegado. Su vinculación fue inmediata y aquella ciudad portuaria del siglo XVI comenzó a disfrutar las cabriolas de Pelé que irían a fortalecer un equipo que se movía a sus anchas en São Paulo, desde mediados de 1912, año de su fundación.

El nuevo integrante arribó con una aureola de crack, convencido, optimista, rebosante de humor y con una sonrisa que habría de identificarlo durante toda su carrera. Hasta que llegó el debut, el 7 de septiembre de 1956 en un partido amistoso frente al Corinthias, uno de los oncenos más representativos del fútbol brasileño. El encuentro se escenificó en el recién reconstruido estadio de Corinthias, Américo Guazelli, y el arquero del club, Zaluar Torres Rodrigues, se hizo célebre, muchos lustros después, por haber recibido el primer gol de Pelé.

En efecto, Pelé fue convocado para el amistoso por el técnico del Santos, Luis Alonso Pérez, apodado Lula, quien había asumido las riendas de entrenador en 1954 después de haber dirigido a jugadores juveniles del Portuguesa Santista. Al minuto quince del segundo tiempo se anunció el ingreso de Pelé en reemplazo de Emmanuele del Vechio, la estrella del medio campo que surtía de balones a los atacantes Jair y Tite. Entonces comenzó la fiesta amenizada por un baile de jugadas exóticas encabezadas por aquel mago juvenil que despertó aplausos en las tribunas. Faltando nueve minutos para la finalización del partido, convirtió el primer gol histórico de una carrera gloriosa. Un gol antológico que el mismo Pelé ha revivido en innumerables declaraciones con una sonrisa malévola al recordar que pasó la pelota por entre las piernas del guardameta Zaluar. El partido concluyó 7-1 a favor del Santos.

Cuatro años atrás, Pelé era un simple prospecto que soñaba con formar parte de la selección de su país. La fiebre por el balompié se extendía por todo Brasil, país sede del Mundial de 1950, año de la resurrección del fútbol, pues los torneos orbitales de 1942 y 1946 habían sido cancelados debido a los estragos de la Segunda Guerra Mundial. Sólo en 1938 se había realizado la tercera edición de la Copa Mundo que también fue celebrada en 1930, primera edición cuya sede fue Uruguay, primer campeón mundial al derrotar a Argentina en la final; y 1934, segunda edición cuyo anfitrión fue Italia, selección que se alzó con el título.

En la cuarta edición del Mundial de Fútbol, 1950, el favorito era Brasil por ser el país sede y, además, por contar con una pléyade de jugadores que estaban reconocidos como estrellas del balompié. El evento había superado innumerables obstáculos gracias a la diligencia del creador Jules Rimet, dirigente del fútbol francés que había asumido las riendas de la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA) en 1921, 17 años después de su fundación en París, y de la que formaron parte siete países europeos.

En su casa, Dondinho, el padre de Pelé, junto a sus amigos, estaban atentos a las transmisiones que se hacían por varias estaciones radiales del país. Pelé, un bisoño de escasos nueve años, entraba y salía de la casa esperanzado en el triunfo y en el desempeño de su ídolo Zizinho, uno de los titulares del encuentro.

Ese día, 16 de julio de 1950, todo Brasil y Uruguay estaban paralizados desde las primeras horas de la madrugada. En Uruguay había calma, pues pocos apuntaban al triunfo frente a una selección arrolladora que clasificó a la final gracias a las goleadas que propinó a Suecia 7-1, y a España 6-1 en los dos compromisos que antecedieron. La fiesta se había armado más allá de Río de Janeiro, lugar donde se acababa de construir el Maracaná, un gigante deportivo que podía albergar a 200 mil aficionados.

Llegaron de todas partes, bullangueros, cantando sambas y bossa novas populares, y disfrazados de todo y de nada. Hasta cruzeiros simbólicos fueron emitidos con el propósito de que el título alcanzado fuera un recuerdo para la posteridad. En una de las caras de la moneda resaltaba el rostro del técnico Flavio Costa. En contraste con el entrenador de Uruguay, Juan López Fontana, un exprofesor de educación física, cuya exposición mediática fue inferior a los que catalogaron como héroes: el capitán Obdulio Varela, el arquero Roque Gastón Máspoli, el mediocampista Pepe Schiaffino y el atacante Alcides Ghiggia.

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Los diarios del Brasil, especialmente sus páginas deportivas, vaticinaban la victoria de su selección. Algunos diseñaron previamente sus páginas con titulares estrambóticos en favor de una conquista que nadie dudaba. En realidad, no había resquicio en el que no se hablara del inminente encuentro futbolero cuya expectativa no tenía antecedentes en la historia del país. Todas las profesiones unidas, todos los colores juntos incluidos los de la piel de aquel pueblo multitudinario, abigarrado y entrelazado por una conquista mundial que aún no había llegado. Estaba a pocas horas, sí, pero sin que nadie se atreviera a dudar de ella, pues habría de ser señalado de antipatriota y cobarde.

¿Cómo dudar de aquellos once danzarines que estaban destinados a conquistar la gloria? Pobre Uruguay, decían. ¿Cómo atajar a aquella escuadra cruzada por el ballet y el arte? En un artículo de la época, publicado en La Gazzeta dello Sport, se afirmaba que el fútbol de Zizinho había que verlo, pues “hacía recordar a Leonardo da Vinci pintando alguna cosa rara en la intensa tela de hierba del Maracaná”. Fue la época en que se empezó a hablar de fútbol-arte, pero encarnado en aquella selección de sueños que anunció, horas antes del partido, la presencia de once acróbatas de circo: Barbosa, en el arco; Augusto, Juvenil y Bigode, defensores; Bauer, Danilo, Zizinho y Jair, en el medio campo; y Friaca, Ademir y Chico en el frente de ataque. Una alineación que, a la luz de hoy, cuando el fútbol ha avanzado en estrategia, estructura y táctica, representaba la ofensiva, el ataque puro, la contundencia y la agresividad.

De tal manera que, en términos políticos, a la cuarta edición de la Copa Mundo le auguraban un éxito rotundo no sólo en lo organizativo sino en el futbolístico con un campeón local que tenía todos los méritos para la victoria definitiva. Además, con un transcurso en calma, pese a que aún no se habían apagado los cañones de la Segunda Guerra Mundial. Se aplaudía así, antes del juego final, la decisión de haber escogido a Brasil como sede, a cambio de Suiza, país inicialmente designado; pero, la insuficiencia de estadios en aquella nación europea, indemne a los estragos de la conflagración bélica, y la sombra de la Guerra Fría que planeaba en el cielo europeo con una escisión infame en el Viejo Continente, obligó a que la FIFA se aventurara hacia la nación suramericana en la que 200 mil almas, de los 54 millones de habitantes del país, según el censo, atiborraron el Maracaná, encendido con las transmisiones radiofónicas y estremecido por la fiesta y el carnaval en las tribunas.

Los uruguayos esperaban la hora. Pocos se interesaron por la alineación que también fue anunciada horas antes: Máspoli en el arco; Gambetta, Tejera, González y Andrade en la zona defensiva; Varela, Pérez y Schiaffino en el centro del campo; y Ghiggia, Mínguez y Morán en el ataque. Los comentaristas destacaban que el seleccionado charrúa jugaría con prevenciones, pues así lo indicaba el planteamiento de cuatro zagueros y dos volantes de contención. La otra consideración e insistencia de esos mismos comentaristas recordaba que Brasil sólo requería de un empate para alzar la Copa Mundo. Era, pues, un comentario: todo apuntaba a una goleada, tal como las que había propinado en encuentros anteriores que facilitaron el paso a la final.

El escritor uruguayo, Eduardo Galeano, escribió en su libro Fútbol a sol y sombra el siguiente párrafo: “El dueño de casa estrenaba el estadio más grande del mundo. Brasil era una fija, la final era una fiesta. Los jugadores brasileños, que venían aplastando a todos sus rivales de goleada en goleada, recibieron en la víspera, relojes de oro que al dorso decían: Para los campeones del mundo. Las primeras páginas de los diarios se habían impreso por anticipado, ya estaba armado el inmenso carruaje de carnaval que iba a encabezar los festejos, ya se había vendido medio millón de camisetas con grandes letreros que celebraban la victoria inevitable”.

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A la hora señalada comenzó la batalla futbolística animada por 200 mil gargantas que no cesaban de gritar y saltar en los estrados. Un infierno. Los jugadores se desplazaban atentos en la cancha, evitando a toda costa un descuido imperdonable. Pero el que arrollaba era Brasil con sus avances en punta liderados por Friaca, Ademir y Chico, quienes recibían alimento constante por parte de Zizinho, la estrella del medio campo, el ídolo de Pelé. Uruguay había construido una muralla en su zona defensiva que neutralizaba las incursiones de mayor peligro. El líder era Varela, capitán de campo que lucía como un general implacable que impartía órdenes hacia todas partes, y animaba a sus compañeros con sus gritos de guerra. Así, con el acoso permanente de Brasil, el dominio de las acciones de sus atacantes y el cerrojo humano de Uruguay, con escasas incursiones en el área contraria, terminó el primer tiempo.

Entonces, la tensión subió otros escalones y la temperatura humana se elevó hacia el cielo. Más gritos en las tribunas, pedidos de gol, clamor por la goleada. Cada aficionado empujaba a sus jugadores y los acompañaba en sus desplazamientos mediante aplausos y consignas ininteligibles. A los dos minutos del segundo tiempo trastabillaron los defensores González y Tejeira, y Friaca aprovechó para meter la pelota en las redes del arco defendido por Máspoli. Un gol que hizo estallar a la fanaticada del Brasil. Un gol que atravesó el país a través de las ondas radiales. Un gol que sepultó muchas ilusiones uruguayas y aumentó el hambre de Obdulio Varela, el enérgico comandante que multiplicó su ímpetu y su carácter.

En el instante del gol, mientras crecía la celebración, el capitán Varela agarró el esférico, lo metió bajo el brazo, y se fue a reclamar al árbitro inglés Reader, y al juez de línea. El reclamo demoró más de cinco minutos, tiempo que permitió el enfriamiento parcial de las acciones y la recuperación de los uruguayos atontados por la puñalada mortal. Brasil siguió insistiendo en el ataque, pues quería golear para complacencia de su pueblo ansioso. Uruguay se defendía más con el alma y la sangre que con los pies.

Dicen que los ancestros y los espíritus de los antepasados uruguayos fueron apoderándose del alma de aquellos once guerreros que, de repente, parecieron poseídos en un instante único e irrepetible, opacado por centenares de miles de gargantas que, desde los múltiples puntos de las tribunas, explotaban en punta hacia todas partes. Sólo la radio transmitía el juego en Uruguay, donde el silencio reinaba y la angustia aumentaba, mientras cada minuto que transcurría pesaba como hierro viejo.

De repente apareció el capitán Varela en mitad de la cancha y, al instante, envió la pelota a Ghiggia, agigantado por el corredor derecho, espacio del que es dueño absoluto gracias a sus desplazamientos, los cuales permiten que anule al defensor Bigode y lance el balonazo en busca de Schiaffino, quien recibió con desespero y disparó sin misericordia contra el arco de Barbosa. Gol. 21 minutos del segundo tiempo. 1-1.

Pero no hubo enmudecimiento en el Maracaná, sólo un asombro colectivo que cedió a los pocos segundos, pues aquella masa enardecida comenzó a rugir con más fuerza, clamando a gritos goles y más goles, que nada más podría saciar el hambre de una victoria escrita con anticipación y que nada iba a socavar; menos, once gladiadores contrarios vistos como enanos en un terreno de juego destinado para la celebración y la gloria. Sin embargo, nadie contaba con la multiplicación de fuerzas del seleccionado uruguayo, solo frente al mundo, solo ante las arremetidas, solo sin que nadie auxiliara; pero, con un corazón así de grande, y unas piernas de coloso cuya firmeza se hacía cada vez más sólida.

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Pérez y Ghiggia se juntaron y combinaron pases magistrales. Ghiggia anuló nuevamente a Bigode y se proyectó raudo. Entonces, disparó rasante al poste y convirtió aquel gol mortal que se hundió en el corazón de un pueblo que inició un largo llanto que no cesa. Minuto 79. En el libro, Momentos del Deporte, la anotación victoriosa fue narrada de la siguiente manera: “Pérez con el balón en un estilo muy bonito lo alarga para Gigghia, este tipo es escurridizo, amigos, ahí va Gigghia, elude magistralmente a Bigode, amaga para entrar y Barbosa se adelanta para esperar en el centro; Gigghia, inteligentemente, ve el hueco y ¡gooool! Se van arriba los uruguayos (2-1), los fanáticos de Brasil están en mutis, no pueden creer lo que está pasando”.

Nadie lo creía, es cierto. Miles de hinchas presentes contemplaron los 11 minutos restantes con un llanto inconsolable que se extendió por toda la nación. Un jugador uruguayo señaló que alcanzaba a escuchar accesos de tos en las tribunas, pues el silencio era absoluto. Cabizbajos, tristes e impotentes, los asistentes a aquella especie de tragedia iniciaron un desfile fúnebre por las distintas calles aledañas al Maracaná. El regreso a casa fue como volver de un sepelio que acababa de ahogar las esperanzas de una nación. El antropólogo brasileño, Antonio DaMatta, autor de Universo do Futebol: esporte e sociedade brasileira, escribió el siguiente párrafo, reproducido infinidad de veces: “la final del cincuenta es, tal vez, la mayor tragedia de la historia contemporánea de Brasil, porque implicó a una colectividad y provocó una visión solidaria de pérdida de una posibilidad histórica”.

Jules Rimet, presidente de la FIFA, había preparado un breve discurso en el que saludaba a la selección del Brasil, flamante campeón mundial, según los vaticinios anticipados. Su nota la guardó en el bolsillo y apresuradamente buscó al capitán Obdulio Varela, quien le recibió el trofeo con total discreción y respeto. Varela fue el héroe uruguayo y así pasó a la historia del fútbol mundial. En contraste, el arquero del Brasil, Barbosa, fue vilipendiado por el resto de su vida, pues se le acusó de negligencia ante el disparo triunfal de Ghiggia. “He purgado una pena de más de 30 años”, dijo al final de sus días. Por su parte, el lateral Bigode, bailado por Ghiggia en su zigzagueo inatajable, dijo a Teixeira Helder, autor del libro Maracanazo: “Pensé en suicidarme, esa era la mejor opción para mí. Me dije a mí mismo que, incluso muerto, la gente aún me habría seguido odiando”. Ghiggia, por su parte, se vanagloriaba años después con la siguiente frase: “Sólo tres personas han hecho callar al Maracaná: Frank Sinatra, el Papa y yo”.

Edson Arantes do Nascimento, Pelé, a sus 10 años, vivió aquel drama en compañía de su padre. Su padecimiento fue el de millones de brasileros; es decir, una tristeza larga que había que afrontar con entereza. Él vio la oportunidad para deslumbrar en una especie de renacimiento. Así fue, ocho años después, cuando lideraría a su selección en la conquista del primer título mundial en Suecia 1958. Pelé recordaría, ya retirado, aquel momento amargo: “Le dije: no llores papá, voy a ganar el Mundial para ti. Lo dije por decirlo simplemente, pero ocho años más tarde fui convocado para la selección y ganamos el título. Jugué cuatro Copas Mundiales y gané tres, incluyendo la última en México 70. Podría decir que Dios me devolvió todo”.

*Periodista profesional. Ganador, en tres ocasiones, del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Autor de los libros periodísticos “Son Guajiros” y “García Márquez y Vargas Vila: un camino, dos historias”. Actual decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Autónoma del Caribe, de Barranquilla.

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Por Jaime De la Hoz Simanca*, especial para El Espectador

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