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El canto era lo que impulsaba a Eléider Álvarez, lo que le movía las entrañas cuando era niño. Quería ser cantante de vallenato y con sus amigos del barrio San Martín, en Turbo, conformó un conjunto que se presentaba todos los fines de semana a cambio de algunos pesos. Eléider era la primera voz y en otras oportunidades aparecía tocando la guacharaca. Pero el sueño se truncó y terminó tan rápido como el sonido que emiten los dedos al momento de tronar cuando se le olvidaba la segunda estrofa de una canción. Nunca fue aplicado en el estudio, tanto así que repitió tres veces undécimo grado. (Eleider Álvarez y Caterine Ibargüen, deportistas del año de El Espectador)
Esa falta de apego por los libros y el entorno en el que vivía llevó a su mamá, Aída Elisa, a obligarlo a practicar boxeo. La decisión de que fuera ese deporte y no otro fue más por practicidad, pues el entrenador vivía en frente de su casa. A Eléider no le gustaba el deporte, le parecía muy duro. No obstante, la primera vez que se puso los guantes ganó. El rival era un viejo conocido, Tito, le decían. A él ya se había enfrentado una vez, en la calle, a mano limpia.
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En esa ocasión perdió. Aún tiene presente ese duelo. “Peleábamos por bobadas. Una vez discutimos frente a mi casa y en eso me llamó mi mamá, entonces yo le hice con la mano la seña como diciendo ‘vas a ver, espérate’. Cuando nos volvimos a encontrar nos enganchamos, pero él no me daba golpes; como era más grande me tiró a una zanja y como yo estaba de blanco me echaba el barro encima. Salí negrito y llegué a la casa y mi mamá me remató”, recuerda Álvarez. Sin embargo, la revancha llegó en medio de la calle.
Cuando Tito lo vio con los guantes puestos le dijo en tono amenazante: “¡Ah!, estás practicando boxeo; yo me los quiero poner contigo”. La mamá de Eléider Álvarez, que estaba sentada al frente, en su casa, peinando a su hermana menor, no le dijo nada, solo lo miró. “No me quedó más que ponerme los guantes y le di una muñequera tal, que le hice quitar los guantes a él”, resalta el hoy campeón de peso semipesado. Ese fue el comienzo de una gran amistad y el único combate que la señora Aída Elisa le vio a su hijo.
Ella falleció en enero de 1999 a causa de un derrame cerebral. Y desde entonces, para honrar la memoria de su mamá, Álvarez se mantuvo en el boxeo y soñó en convertirse en uno de los mejores pugilistas aficionados del país. El trabajo que realizó fue duro, sobre todo, el llenarse de fortaleza mental para tener mayor confianza. Cuando comenzó su carrera era un peleador frágil, al que le rompían con facilidad la defensa y lo tumbaban sin mayor esfuerzo. Pero desde 2005, el entrenamiento dio sus frutos y se convirtió en una máquina dentro del cuadrilátero.
Como boxeador aficionado ganó medalla de oro en los Juegos Suramericanos de 2006 en Buenos Aires, repitió oro en los Juegos Panamericanos de 2007 en Río de Janeiro y participó en los Juegos Olímpicos de Beijing en 2008, pero perdió la medalla por decisión de los jueces. Desde 2009 se radicó en Montreal (Canadá), para empezar su etapa como boxeador profesional en la categoría de los semipesados, en la que se mantiene invicto y con un primer cinturón de campeón, el de plata, del Consejo Mundial de Boxeo (CMB).
Para Álvarez los sueños han sido esquivos. Soñaba con ser campeón del mundo aficionado, pero se hizo profesional dos meses antes del mundial. Soñaba también con una medalla olímpica, pero la perdió por decisión. El único sueño que le quedaba por intentar cumplir dentro del cuadrilátero era ser campeón mundial. Así que la tercera fue la vencida. En agosto hizo historia al convertirse en el primer campeón en la categoría de los pesos semipesados tras vencer al ruso Sergei Kovalev en siete asaltos. Su nombre quedará enmarcado por siempre en letras doradas al lado de Antonio Cervantes Kid Pambelé, su referente, su ídolo.