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Los enormes y múltiples ventanales (28.261 en total), iluminados por más de medio centenar de proyectores multicolores, hicieron que la gente olvidara por unos momentos la pesadilla que había vivido los dos últimos meses. La multitud reunida en Dubái no paraba de tomarle fotos con sus celulares, de mirar hacia arriba y sentir, nuevamente, que el mundo se postraba a sus pies.
Porque el pasado lunes los dubaitíes se enorgullecieron de que el edificio más alto del mundo, el Burj Dubái (Torre Dubái, en árabe) se inauguraba en su suelo. Atrás había quedado el pánico financiero desatado por su gobierno cuando reconoció que no podía pagar una parte de los cerca de US$60.000 millones de su deuda soberana: volvían a ser un sinónimo del lujo y la extravagancia.
“La torre costó US$1.500 millones y hemos vendido el 90% del proyecto”, declaraba a la prensa Mohammed Alabbar, presidente de la inmobiliaria Emaar, gestora de la construcción. Lentamente el mundo fue conociendo información de la nueva maravilla: su altura es de 828 metros, 300 más que el antiguo edificio más alto (la Torre Taipei 101, de Taiwán); de sus 200 pisos, sólo 160 serán ocupados por 1.004 apartamentos, 160 habitaciones del nuevo y exclusivo hotel de la firma Giorgio Armani, más cientos de oficinas; contará con 58 ascensores, entre ellos el que cubrirá la distancia más larga en el mundo: desde el vestíbulo hasta el último piso.
Incluso su nuevo nombre, Burj Khalifa, tiene una historia singular. “Esta gran obra merece llevar el nombre de un gran hombre”, dijo el jeque Mohammad ben Rached, el gobernante de Dubái, al explicar que el edificio será llamado de ahora en adelante en honor del jeque Khalifa ben Zayed, el hombre al frente de Abu Dabi (emirato principal de los Emiratos Árabes Unidos) y quien auxilió a la economía dubaití al girarle un cheque por US$10.000 millones en diciembre pasado.
Esta torre es el último hito en la construcción de rascacielos, cuya historia se remonta al EE.UU. de finales del siglo XIX, país que inauguró el negocio al construir edificios enormes que dominaron el horizonte de Chicago y Nueva York. Pero en los últimos años las grúas y retroexcavadoras se han desplazado a Oriente Medio y Asia. “Muchas de estas economías emergentes se ven a sí mismas como actores importantes en el mundo y quieren demostrar que pueden ofrecer este tipo de proyectos”, le explicó Andrew Charlesworth, analista de la consultora inmobiliaria Jones Lang Lasalle, a la cadena británica BBC.
La era Colpatria
Los edificios altos fueron una tendencia que se vivió fugazmente en Colombia hacia los años 70, pero que se evaporó rápidamente, entre otros factores, cuando se buscaron las fortunas que apoyaran las construcciones.
En el libro Edificios corporativos, de la editorial Escala y presumiblemente editado en los años 70, se encuentra el primer testimonio de este sueño roto. Sus páginas muestran un diagrama del que sería el edificio más grande de Bogotá, que se quiso construir en el Centro Internacional. Su altura se proyectaba en 183 metros, tendría cinco pisos de parqueaderos subterráneos y otros 55 hacia arriba, pero su edificación, planeada para 1973, nunca se realizó.
Años después, en 1979, el horizonte de la capital fue dominado por los 196 metros y 50 pisos de la Torre Colpatría, considerado durante muchos años uno de los más altos de América Latina y cuya marca sigue vigente en el país; otras ciudades, como Cali y Medellín, han construido proyectos similares con una altura menor.
La falta de una cultura de mercado inmobiliario para este tipo de proyectos ha impedido que se inicien nuevas construcciones de estas características. “Se requieren inversiones muy altas y permanente liquidez, que no son fáciles de encontrar en el sistema financiero ni de parte de los potenciales inversionistas de este tipo de proyectos”, comenta Leonardo Chavarro Velandia, ingeniero de diseño de la firma Consultores Regionales Asociados, quien agrega que las necesidades de infraestructura del país hacen que los planes para rascacielos pasen a segundo plano.
Y es que son muchas las razones para que los costos de construcción se eleven por las nubes: lograr que el agua llegue hasta el último piso sin que la presión reviente las tuberías, ascensores de última tecnología, terrenos de mínimo una hectárea, cimientos anchos y profundos para soportar el peso, al igual que la eterna lucha contra las ráfagas de viento.
Pero el factor que más resquemores causa entre arquitectos e ingenieros es el tema de la sismorresistencia. “El país tiene una excesiva normatividad, la cual es muy restrictiva para el desarrollo de este tipo de obras”, comenta Julio Miguel Silva, empresario de la construcción.
El código colombiano, que muy pronto tendrá reformas, exige construcciones robustas y con variadas especificaciones por una razón elemental: el país se ubica en la convergencia de tres placas tectónicas (Caribe, Nazca y Suramericana) que lo hacen propenso a sismos.
En los últimos años el sector se ha centrado en edificios inteligentes (con altos niveles de tecnología) que no superan los 12 pisos. Pero esta tendencia podría sufrir serios cambios en los próximos años. “Hay quienes están pensando en proyectos de altura, aunque pueden ser muy restringidos a ciertos niveles de inversionistas y potenciales compradores”, dice el ingeniero Chavarro.
Prueba de esto es el reciente boom en Cartagena por los edificios de gran altura (casi una docena), de los cuales sobresale el Ocean Tower, operado por la empresa GHL, que proyecta entregarle este año a la ciudad una torre de 45 pisos, la cual albergará apartamentos, un hotel y un centro de convenciones y negocios.
En su construcción se invirtieron cerca de $160.000 millones, un abultado presupuesto que, sin embargo, está muy lejos de las elevadas sumas que se invierten en este tipo de proyectos en el exterior.