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Se convirtió en un símbolo de salvación. A pesar del sofocante sol con sus más de 30 grados al mediodía o del barrial que causaban los aguaceros, a pesar de los insectos y los animales de los terrenos aledaños que irrumpían en sus dominios, a pesar de la estigmatización de la gente por ser “invasores”, todas las personas que llegaban a Pinar del Río, un barrio de casas de madera, cartón y plástico a las afueras de Barranquilla, veían en el extenso potrero la oportunidad de rehacer sus vidas.
Porque sus residentes comparten un pasado similar: todos dejaron atrás sus tierras, sus vidas y sus muertos por culpa de los grupos armados irregulares.
“Cuando llegamos no había nada. Todo era monte”, comenta Ricardo Tapia, el antiguo inspector de Policía de Valencia, Córdoba, quien atravesó cuatro departamentos después de que la violencia matara a buena parte de su familia. Él fue uno de los fundadores y aún recuerda que las armas no los dejaron tranquilos en su nuevo refugio: “Los primeros días fueron duros. Había mosquitos, zancudos, barro como el berraco... A los pocos días de estar aquí nos asesinaron a unos compañeros”.
La historia del Pinar del Río se inicia con una decisión administrativa. En su primer año al frente de la ciudad, el ex alcalde Humberto Caiaffa (2000-2003) encontró en un terreno baldío la solución a los continuos reclamos de un grupo de personas en situación de desplazamiento que huyeron a Barranquilla. Según una investigación de la Universidad Autónoma del Caribe, liderada por el profesor Orlando Caballero Díaz, más de 1.000 personas (entre ellas 700 niños) se asentaron en el lote.
Y de inmediato se toparon con las dificultades: no había trabajo; entre barro, maleza y charcos debían caminar más de 20 minutos para llegar a la única vía que los comunicaba con la gran ciudad, donde se rebuscaban el día; los servicios públicos eran un mito de ricos; y en la escuela, una de las pocas instituciones que la administración local había dispuesto, se aplicaba el “pico y placa” de estudiantes, porque no había suficientes profesores.
La rabia y la indignación los llevó a bloquear la vía, la misma que conducía al centro de la ciudad, para reclamar una solución. Y por si fuera poco, un buen día comenzaron a llegar volquetas, retroexcavadoras, aplanadoras y cientos de obreros a un terreno aledaño.
Eran los hombres de la Fundación Mario Santo Domingo, que a comienzos de 2007 se instalaron en un terreno aledaño y comenzaron la construcción de Villas de San Pablo, el megaproyecto que, entonces, buscaba construir 5.000 viviendas de interés social.
Como era de esperarse, los vecinos presintieron que venían tiempos malos. “Pensé que, de pronto, nos iban a sacar de acá. Pero no ha sido así”, admite Tapia.
La nueva cara del barrio
En unos meses los hombres abrieron un hueco enorme para instalar los cimientos de la nueva urbanización. Pero lo que más recuerda Leonela Osorio, quien llegó al barrio en 2002 huyendo de La Gran Vía, Magdalena, fue el gran plástico que instalaron en su interior. Lo tiene muy presente, porque por esos días comenzó a ver a otros obreros en Pinar del Río que también cavaban zanjas, trasladaban cables, abrían caminos en la tierra y seguían órdenes de instalar servicios públicos.
Fue entonces cuando el miedo se desvaneció. “Pensamos que la urbanización nos iba a servir. Porque si allí mejoraban algo, nos iban a tener en cuenta”, comenta. Ante sus ojos vio que el alumbrado se hizo una realidad y el inicio de las obras de alcantarillado y acueducto. Hoy vuelve a ver las motoniveladoras pasando frente a su casa y marcando el camino de la futura vía asfaltada que dividirá al barrio, traerá más buses y les evitará seguir caminando los 20 minutos a la intemperie que los separa de la carretera hacia la ciudad.
Y es en este punto cuando nuevamente aparece la política en escena. La nueva administración del alcalde Alejandro Char, en el poder desde 2008, aprovechó la construcción de la urbanización aledaña para mejorar las condiciones de vida en el sector. Fue así como Villas de San Pablo aumentó su cobertura a 20.000 viviendas (en las que incluyó a los barrios circundantes), mientras se inauguró una ruta de transporte público y la escuela pasó a nuevas manos.
“En los documentos había 880 estudiantes, pero sólo 150 asistían a clase. Ellos tenían unos niveles de agresividad bastante complejos”, comenta Ricardo Villafañe, coordinador general de la Institución Educativa Distrital Pinar del Río y quien, junto a profesores, psicólogos y trabajadores sociales de la Fundación Fe y Alegría, se hicieron cargo de las labores educativas en 2008.
Él fue testigo de un importante cambio en la actitud del plantel cuando los niños de Villas de San Pablo se unieron a las clases: “Su pasado de violencia los hizo personas muy susceptibles. Pero los nuevos estudiantes se han adaptado a la situación del colegio y los chicos de Pinar del Río han tolerado a quienes vienen con costumbres diferentes”.
Por otra parte, la expansión de la ciudad hacia el suroccidente hizo posible que, con la apertura de las zonas francas de La Cayena y Galapa llegaran nuevas oportunidades de empleo, al igual que de capacitación gracias a la Fundación y al Sena. Es así como Osorio pudo estudiar decoración de interiores para asesorar a sus nuevos vecinos, mientras cada dos días trabaja en labores de aseo en La Cayena; por su parte, Tapia se capacitó como técnico electricista y encontró en la urbanización a su clientela: “Si necesitan algo, me llaman. Yo presto el servicio las 24 horas”.
Es una actitud que ha contagiado a los más jóvenes. “He pensado en estudiar psicología y en pagarme los estudios por mí misma, porque no quiero ser una carga para mi mamá”, comenta Daisy, quien llegó al barrio en 2004 con su familia desde La Guajira y hoy, como personera del colegio, termina el último año de bachillerato.
El final de esta historia comienza a proyectarse. Según el cronograma del megaproyecto, la última fase debe estar lista en 2020. Para entonces, Villafañe espera encontrar un Pinar del Río diferente: “Veo el barrio desarrollado, con sus vías pavimentadas, con los servicios públicos básicos necesarios. Veo a los chicos con una mentalidad más abierta”.
Un final parecido al que espera atestiguar Osorio: “Espero que no haya ninguna casa de tablas, que todas tengan paredes firmes”.
La apuesta de la Fundación Santo Domingo
La labor de la Fundación Mario Santo Domingo en materia de vivienda comenzó en 1989 con la Urbanización Ciudadela Metropolitana, un proyecto que entregó 4.300 casas a las familias más necesitadas en el municipio de Soledad, Atlántico.
En 2010 la Fundación cumple 25 años desarrollando este tipo de iniciativas. A la fecha ha construido más de 9.400 viviendas y mejorado otras 755 en Cartagena, Barranquilla, Soledad y Barú.
Pero fue en 2007, gracias a la Ley 1151 que dio luz verde a los macroproyectos de vivienda, que la Fundación inició sus planes más ambiciosos: Villas de San Pablo, que mejorará la calidad de vida de 20.000 familias de bajos recursos en la capital del Atlántico, y la Ciudad del Bicentenario, con el que se entregarán 15.000 viviendas de interés social. “Estamos alejándonos del modelo de construcción y entrando a algo más complejo, que es construir comunidades sostenibles”, le dijo Juan Carlos Franco, director de la Fundación, al diario El Heraldo.