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Cuando se organiza la gente para crear un sistema de beneficio colectivo aparecen “oportunistas” dispuestos a aprovecharse de los bienes compartidos sin participar en sus costes. Todos hemos vivido este tipo de comportamiento al realizar trabajos de clase o compartir tareas domésticas y todos conocemos a alguien que disfruta de instalaciones públicas sin pagar los impuestos que las mantienen. Además, seguro que nosotros mismos hemos sido oportunistas alguna vez.
El oportunismo prolifera en el lugar de trabajo, si bien no solo en proyectos colectivos. Por ejemplo, cuando aparecen nuevas tecnologías muchos esperan que otros aprendan a manejarlas primero y comprueben su utilidad. Esto se traduce a menudo en un desequilibrio en las dinámicas de grupo, pues los empleados que saben utilizar un programa o dispositivo nuevo asumen mayor carga de trabajo, mientras sus compañeros oportunistas, bajo el pretexto de una incapacidad aprendida, justifican su escasa participación en una incompetencia inherente que suele venir acompañada de afirmaciones como “no se me da bien la tecnología”.
Por supuesto, esta actitud, como demuestran los siguientes ejemplos, no es siempre ineficiente: cuando un matrimonio decide que uno friegue los platos y el otro, con más dotes culinarias, se ocupe de hacer la cena, resulta un plan provechoso para ambos; por otra parte, hace poco una mujer me contó que, cuando compra un teléfono móvil u otro producto tecnológico, le pide a su hijo que aprenda a usarlo para que, a continuación, le enseñe a ella las funciones más habituales.
Analicemos la diferencia fundamental de estas situaciones. A simple vista, parece justo que el hijo utilice su conocimiento para ayudar a su madre con un nuevo desafío, del mismo modo que en una pareja se saque partido de las habilidades del otro. Sin embargo, los cónyuges obtienen las mismas ganancias por sus mutuas aportaciones, pero el hijo emplea tiempo y esfuerzo en enseñarle algo a su madre que esta no quiere aprender por su cuenta.
Aunque el oportunismo sea una consecuencia natural de nuestro carácter social, hay que saber gestionarlo; si no, según varios economistas, tiende a provocar fallos de mercado. Con respecto a la educación y la enseñanza, el “mercado” del conocimiento se sirve de la contribución colectiva, con que, cuando el oportunismo es recurrente, todos tienen menos posibilidades de aprovechar lo aprendido por los demás. Mientras que unos se benefician, otros no, y, peor aún, el oportunista habitual se pierde la ocasión de mejorar su capacidad de aprendizaje.
No podemos olvidar que el aprendizaje es una habilidad y, como tal, mejora con la práctica. Cuando aprendes algo, como el uso de una tecnología, el cerebro crea nuevas conexiones neuronales e identifica patrones y enfoques que van perfeccionándose con la repetición. En definitiva, al aprender, el cerebro está aprendiendo a aprender, acelerando el ritmo y ampliando sus competencias con cada nueva conexión. Si rehúyes aprender, estás dejando escapar una oportunidad de crecer como persona y, si bien el otro, del cual básicamente consigues algo a cambio de nada, no obtiene ningún provecho, tú tampoco lo haces; en realidad, sales perdiendo en el proceso.
El primer paso para vencer al oportunismo es admitirlo, algo que podemos lograr cambiando cómo nos vemos. Cuando aceptamos que estamos en continuo crecimiento —y, por tanto, eternamente incompletos—, asumimos un esfuerzo constante de autosuperación. No hace mucho una amiga me comentó que en la clase de primaria de su hija les enseñan a decir “las matemáticas (u otra asignatura) no se me dan bien todavía”. Con esta mentalidad, los niños pueden recorrer conscientemente la curva de madurez adulta para comprender mejor el mundo y a sí mismos. Todos podemos ponerlo en práctica con independencia de nuestra edad porque, cuando nos consideramos una obra inacabada, nos centramos en el crecimiento y no en el fracaso.
La práctica en el aprendizaje
El desarrollo de una habilidad requiere práctica, cuyo significado no entendí por completo hasta que empecé a hacer yoga. Al principio no pensaba mucho en ella, ya que, a fin de cuentas, “practicamos” deportes, y para mí el yoga era ante todo ejercicio. Sin embargo, a medida que asistía a las clases y finalmente obtuve el título de profesora, la calma que transmitía esa palabra se apoderó de mí. Para mí, la práctica es “la realización constante y regular de una actividad que te permita descubrir y analizar los límites de tus capacidades”.
La práctica no tiene fin. Más bien, nuestras habilidades se revelan poco a poco y descubrimos nuevos conocimientos o destrezas como si fueran tesoros ocultos entre los numerosos pliegues de nuestro cerebro.
Si deseas aprender constantemente, mejora tu práctica con estos tres sencillos consejos:
1. Establece un objetivo de aprendizaje.
2. Sistematiza la práctica.
3. Cultiva tu capacidad de asombro.
1. Establece un objetivo de aprendizaje
Cuando actuamos en función de nuestros propios deseos y nos esforzamos por alcanzar un objetivo importante nos implicamos a fondo y somos más creativos. Vincularnos a un propósito y a unos valores personales nos permite superar las barreras emocionales y hace que el aprendizaje nos resulte gratificante. Asimismo, si nos centramos en un objetivo más amplio, en lugar de en una tarea concreta, es más probable que superemos pequeños contratiempos. Pensemos en una cineasta, cuyo fin último es contar una historia que conmueva. No conseguir al protagonista de sus sueños no es más que un revés sin importancia frente al verdadero propósito de hacer la película, así que puede seguir adelante con el proyecto.
Esta tesis puede aplicarse al crecimiento personal y al aprendizaje. Cuando reflexionas sobre tus valores, pasiones e intereses y sobre las competencias que te gustaría adquirir, construyes una visión de tu yo del futuro; una visión más amplia que no solo sienta las bases de un objetivo, sino que también aumenta tu resiliencia y tu confianza.
2. Sistematiza la práctica
En 2016 me propuse entrenarme para correr un triatlón ironman en Arizona. Para lograrlo debía ponerme manos a la obra, pero también crear una identidad que me complicara la posibilidad de echarme atrás, así que pagué la (cara) cuota de inscripción, lo anuncié en redes sociales y se lo conté a mi familia, amigos y compañeros de trabajo. También compré una mochila del ironman de Arizona para el gimnasio, tracé un minucioso plan de entrenamiento de 24 semanas y me uní a grupos de redes sociales para conectar con otros aspirantes.
Este concepto de dispositivo de compromiso lo usó por primera vez en 1956 el economista especialista en teoría de juegos y premio Nobel Thomas Schelling, quien utilizaba el término compromiso previo para describir los mecanismos que limitan las elecciones futuras, convirtiendo una en óptima, aquella mediante la cual cumplimos un compromiso. Por cierto, mis múltiples dispositivos de compromiso funcionaron y, tras un año de entrenamiento, Mike Reilly, la “Voz del ironman”, me dijo: “Teri Hart, eres una ironwoman”.
Cuando te hayas marcado un objetivo de aprendizaje, puedes reforzarlo con dispositivos de compromiso que te ayuden a poner en marcha la práctica. A medida que vayas adaptándote a estos dispositivos, poco a poco, empezarás a crear un hábito. Uno especialmente útil es la reflexión. El pensamiento reflexivo intencionado es esencial para asentar el aprendizaje, ya que facilita el denominado en inglés patterning, según el cual el cerebro busca repeticiones y agrupaciones en los flujos de ideas y en los recuerdos. El aprendizaje tiene lugar cuando el cerebro utiliza esos patrones y les da un significado.
Los investigadores han descubierto que el conocimiento se estimula mediante el pensamiento reflexivo y el reconocimiento de patrones, además del hecho de relacionar la nueva información con los recuerdos, lo que genera redes neuronales más extensas. Las tomografías de emisión de positrones revelan que, cuando se establecen conexiones mediante el pensamiento reflexivo, se forman y refuerzan los circuitos neuronales y mejora la memoria a largo plazo.
3. Cultiva tu capacidad de asombro
¿Cuándo fue la última vez que sentiste una profunda sensación de asombro al contemplar el mundo con una mirada fresca? El poema Hojas de hierba, de Walt Whitman, lo ilustra muy bien:
Un niño me preguntó qué es la hierba, mientras me la mostraba a manos llenas;
¿cómo podía contestarle? Lo ignoro tanto como él.
A continuación, el poeta propone algunas cosas que podría ser la hierba desde: “ella misma un niño”, “un regalo perfumado y evocador” o un “hermoso pelo sin cortar de las tumbas”. Aunque no es un método infalible, puedes trasladar la capacidad de asombro y la mentalidad infantil a tu vida cotidiana atendiendo a estos tres consejos:
1. Baja el ritmo: descansa y tómate tu tiempo a la hora de observar y escuchar lo que te rodea.
2. Sé curioso y haz preguntas: trata de ir más allá de lo superficial de las cosas.
3. Busca activamente nueva información: piensa en todo aquello que ignores sobre tu entorno.
Fomentar la curiosidad y el asombro sirve de catalizador para muchas cosas: genera motivaciones positivas, acelera el aprendizaje, revela múltiples opciones a la hora de resolver problemas, crea nuevas células cerebrales y puede aumentar la felicidad. No obstante, crear hábitos de aprendizaje no es tan fácil; de hecho, por desgracia, a la hora de aprender, si esto no cuesta seguramente no sea tan eficaz. De ahí que los mejores líderes que conozco estén dispuestos a sacrificarse durante mucho tiempo para mejorar. Tras un tiempo, al mirar atrás a menudo descubrimos el valor de esas experiencias difíciles.
Se puede dejar un espacio al malestar y aceptarlo con elegancia y serenidad, con la confianza de que nos llevará a un nuevo nivel de comprensión, pues forma parte del proceso de crecimiento y aprendizaje y merece ser recogido como tal. Al fin y al cabo, el aprendizaje es una parte importante de la vida y no se puede pedir a nadie que lo haga por ti.
*Este artículo fue publicado originalmente en IE Insights Get off the Free Ride and Learn | IE Insights