
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Viene de una vereda escondida entre montañas: El Chocó, en San Carlos, oriente antioqueño. Tenía 18 años cuando llegó a Cali siguiendo los sueños de su hermano mayor José Raúl. Ella no lo hizo por ambición sino por lealtad. Lo que no sabía es que esa misma semana, en la Sucursal del Cielo conocería a Tulio Gómez, el hombre con quien no solo compartiría la vida, sino la construcción de un sueño que empezó con escasez. No lo sabía, pero ese encuentro iba a definirlo todo: su familia, su historia y su trabajo.
Desde el principio se veía claro: Tulio y Raúl eran un par de jóvenes comerciantes, con ganas de seguir creciendo, compraban, arriesgaban. Pero en el centro estaba ella, Miryam Giraldo, que daba equilibrio, orden y sentido. Si ellos soñaban, ella hacía que esos sueños cuadraran en un cuaderno, en una factura, en un inventario, para que así se hicieran realidad. Si ellos abrían puertas, ella era la cuña que evitaba que se cerraran de nuevo.
Así nacieron los supermercados Super Inter. La cadena empezó en Siloé, con una caja registradora y más voluntad que capital. Creció hasta convertirse en una cadena de más de cincuenta tiendas. Un día el Grupo Éxito tocó la puerta, querían comprar, y lo hicieron. No compraron solo locales y góndolas, adquirieron una manera de trabajar, una cultura comercial levantada con lápiz y disciplina. Y ese método, que nació del día a día de Miryam, terminó convertido en un libro: El ejercicio del lapicero.
Pero antes del método está la mujer de mirada serena, generosa, de esas presencias que desbordan sencillez sin proponérselo. Habla con la misma calma con que organiza sus cuentas, y su historia está escrita con la misma tinta que usó para sostener su vida: la del esfuerzo y la fe. Después de hablar con ella, me quedó claro que El ejercicio del lapicero no es un método contable: es una historia escrita con números y amor, amor por la familia y por lo que se hace.
¿Cómo surgió la idea del libro?
Con los años fui entendiendo que todo emprendimiento necesita tres cosas: estructura, metodología y disciplina. Mucha gente me decía que esa forma de trabajar debía quedar escrita. Al principio no me animé. Un libro no se hace como hacer pandebonos. Hay que dejarlo madurar, ver si hay alguien del otro lado que quiera leerlo. Pero fueron los tenderos, los pequeños comerciantes, los dueños de supermercados de barrio quienes más me insistieron: “Eso que ustedes hicieron no puede quedarse solo en su cabeza”.
¿Y de qué trata ese método? ¿Qué es “El ejercicio del lapicero”?
Es muy simple y muy profundo. Toda empresa tiene tres áreas: la estratégica, la misional y la de apoyo. En la misional está lo que todos ven: la tienda, la mercancía, el cliente. Pero detrás hay algo que muchos no entienden: cada producto en una góndola tiene un costo. No llegó gratis. Entonces yo empecé a explicarlo con un ejemplo sencillo que permite entender el proceso de inversión, gasto y ganancia.
Cuando uno le muestra eso a toda la gente (al que empaca, al que barre, al que recibe mercancía) se les abre la mirada. Entienden que una pérdida, una distracción, se come ese peso... o deja la cuenta en rojo. Siempre he pensado que hay que generar compromisos, no temores.
Usted lo explica como si fuera fácil, pero en el fondo es una radiografía de cómo se sostiene un sueño.
Sí. Porque cuando la gente entiende que el negocio deja un peso, se siente parte. Ese peso no es del dueño. De ese peso viven muchos: el Gobierno que cobra impuestos, el proveedor que vende más, el trabajador que recibe su salario. El dueño es el último en la fila.
Esta historia no empezó con un negocio, sino con una vida: llegar a Cali, dejar el campo… ¿Cómo fue eso para usted?
Allá en Granada había amor, pero no había dinero. Aprendimos que había dos cosas que no podían faltar: respeto y trabajo. A los 18 años me vine a Cali porque mi hermano José Raúl ya estaba acá. Me dijo: “Si quiere estudiar o salir adelante, véngase”. Me monté en ese bus sin saber que ese viaje me iba a cambiar la vida.
¿Y cómo se volvió familia y después empresa?
Primero fue trabajo en las galerías de Santa Elena y La Floresta. Después un granero en 1986. Todo a mano, sin contratos, solo palabra. En 1992, el 31 de octubre, abrimos el primer Super Inter en Siloé. Yo era la hermana que ayudaba, pero terminé en cuentas, selección de personal, nómina... y más adelante en lo que hoy llaman gestión humana. No porque estudié eso, sino porque entendí que la empresa crece cuando crece la gente.
Al conocer la manera como se organizaban para los negocios, ¿se podría decir que eran como un trinche
[Risas] Sí... Porque ellos empujaban desde afuera: traían mercancía, soñaban. Y yo sujetaba desde adentro: que nada se cayera, que todo cuadrara. Si ellos eran las puntas del trinche, yo era el mango. Uno sin el otro no servía.
Hasta que llegó el momento de vender. ¿Cómo fue la llegada del Grupo Éxito?
En 2014, no compraron solo locales. Vieron algo más: que éramos fuertes en frescos (frutas, verduras, carnes) y teníamos control. Ellos eran grandes en músculo comercial, pero querían entender nuestra cultura, cómo manejábamos la pérdida baja, la compra directa, el contacto con el barrio. Vendimos, y sí, dolió. Uno siente que entrega más que un negocio. Pero también fue orgullo: lo hicimos bien.
¿Qué quedó después de vender?
Lo más bonito: el legado no se acabó. Mis hijas lo entendieron sin discursos. Melissa está al frente de La Montaña, con su esposo, y allá veo reflejado lo que tanto repetimos: orden, respeto y rigor. Marcela está en el América de Cali, donde aplica que el fútbol no solo se gana con goles, sino con estructura y gestión. (No heredaron cargos, heredaron una forma de mirar el mundo: sin miedo al trabajo, sin vergüenza de empezar desde abajo).
Y lo mejor de todo, después de venderle al Grupo Éxito, luego de tantos años de trabajo, pude acabar mi bachillerato.
¿Cuál capítulo del libro la conmueve?
“La maestra escasez”. Es el segundo capítulo. Hablo de cómo la escasez enseña más que la abundancia. Crecí sin lujos. Mi mamá, Laurentina Gómez, me enseñó a valorar más la abundancia del amor que la escasez del dinero.
Si tuviera que definir la felicidad en una frase, ¿cuál sería?
Trabajar en lo que se ama y tener una familia que se apasione por el mismo sueño.
¿Y emprender?
Es sacar la palabra “miedo” del diccionario. Casi todas las grandes historias tuvieron caídas. Lo importante es pararse, nadie se cansará de decirlo.
¿Cómo se imagina en el futuro?
En cinco años, quiero seguir ayudando a emprendedores y transmitirles todo lo que he aprendido. En diez, en San Andrés, tranquila, atendiendo como en su casa a todos los amigos que me visiten.