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“Hace 20 años había una pelea en el mundo de internet, que se sentía sobre todo en Estados Unidos. Por un lado, teníamos tecnología que permitía compartir y generar acceso a contenido como nunca antes habíamos visto. Y, a la par, había una explosión legal para controlar estos alcances. Y aunque la tecnología estaba ganando algunas batallas, muchos creíamos que el lado legal iba a terminar ganando la guerra”.
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Las palabras son de Lawrence Lessig, un profesor de derecho norteamericano, de voz amable y maneras dulces, quien quizá sea una de las personas que más profundamente ha impactado el desarrollo de la red y, con ella, de una porción nada despreciable de la cultura.
Su contribución al desarrollo de internet no reside tanto en el lado técnico de la ecuación, sino en el diseño de un sistema (y un movimiento) para distribuir contenido en internet que, lejos de la visión de los bufetes de abogados, tomara los mejores principios de la red, como el acto de compartir.
Siguiendo un poco las leyes de la termodinámica, Creative Commons nació hace 20 años como una alternativa, opuesta en algunos sentidos, complementaria en muchos otros, a los alcances, posibilidades, histerias y desmanes de la forma clásica de entender y aplicar el derecho de autor, principalmente entornos digitales.
Para ese momento, servicios como Napster eran una de las presencias más populares en internet y millones de usuarios intercambiaban todo tipo de información a lo largo y ancho de la web.
Si bien el espíritu mismo que impulsó la creación de la red es el de compartir conocimiento, las redes P2P (el protocolo usado por Napster) permitieron esto en una escala y con una velocidad sin precedentes: transmisión de información a escala global sin necesidad de un intermediario.
No a todos les pareció que esta fuera una gran idea. Fueron los días de Metallica vs. Napster, enmarcados en un falso dilema entre internet o la supervivencia de la cultura. La música y los libros siguieron existiendo. Cambiaron los modelos de negocio, que no es poca cosa. Pero el mundo siguió girando.
“Lo que algunos de nosotros pensamos en ese momento, en un sótano de la Universidad de Stanford, es que podíamos crear una alternativa en esa guerra: un sistema en el que no todas las cajas estuvieran marcadas con no, sino algunas con sí. Lo que decíamos es que ‘yo soy el creador de esta obra y permito que la puedas compartir para que otros encuentren inspiración en ella, construyan algo sobre sus bases. No queríamos apuntar con el dedo acusador a nadie. No se trataba de decirles a los músicos ‘tienes que abrir tu trabajo”. No era de señalar. Solo queríamos ofrecer una opción”, contó Lessig durante un evento por el aniversario del movimiento.
Los Commons, como se les conoce popularmente, se alejan del derecho de autor y el copyright, asuntos que van más de la mano de cercar el contenido, y se pegan más a la lógica de la web, pues parten de la base de compartir. Pero todo esto otorgando un sustento legal y válido para protección de la comunidad. Y esta fue una de las grandes innovaciones de la visión de Lessig y compañía.
Creative Commons ofrece una serie de licencias que restringen o permiten ciertos temas (modificaciones, usos comerciales), pero siempre partiendo de la idea de que la obra puede rotar. Todo sin tener que pasar por un abogado ni una sociedad colectiva, sin burocracias intermedias. Internet.
El trabajo de Lessig y la organización detrás de los Commons han permitido la libre circulación de más 2.000 millones de obras a escala global y miles de sitios web han adoptado las licencias dentro de su modelo de negocios. Todo esto ha despertado un movimiento en el que se redefine el papel del conocimiento y la cultura en la era digital.
“Cuando Creative Commons nació y comenzamos los lanzamientos de los capítulos locales por países encontramos que esto resonaba con muchos públicos, habíamos encontrado un punto común con miles de personas. Sí, hay gente que quiere total control sobre su obra, pero hay muchos otros que quieren compartir, construir y aprender con y de los demás. Nos dimos cuenta de que somos, como humanidad, mejores de lo que parecemos y encontramos que, debajo de la capa de maldad de internet, hay bien”.
Aunque quizá puedan ser leídas desde la esquina de la ingenuidad, las palabras de Lessig resuenan con poder en una época en la que las grandes corporaciones de internet, con nombres como Facebook a la cabeza, “se inclinan una y otra vez hacia la maximización de sus ingresos y lejos de hacerles bien a sus usuarios, esparciendo el mal y el daño a cualquier lado a donde van. ¿Por qué? Porque esto genera dinero”, dice el académico, quien hoy es profesor de derecho de Harvard, así como el director del Centro de Ética de esta universidad.
La adopción de licencias abiertas para textos educativos les ha ahorrado US$200 millones a estudiantes y padres en todo el mundo. La Unión Europea, así como más de 18 países, han adoptado políticas de educación que incluyen recursos educativos abiertos (en muchos casos bajo licencias CC) a niveles nacional o regional. Más de 200 millones de piezas de contenido con Commons se encuentran alojadas en plataformas como Youtube, Wikipedia, Vimeo, Medium o el Archivo de Internet, entre otras.
Los Commons han probado ser mucho más que buenas intenciones. Pero puede que su gran carga de profundidad sea, justamente, la visión que proponen sobre internet, la cultura y sobre nosotros mismos.
En una entrevista pasada, Ryan Merkley, quien fue CEO de la organización entre 2014 y 2019 (y continúa siendo parte de su consejo director), aseguraba que “una de las falacias más comunes es que debemos escoger entre actos de individualismo y otros de beneficio colectivo. Los dos son necesarios y deben coexistir. Compartir es una parte fundamental de lo que nos define como sociedad y como humanos. El flujo de conocimiento es esencial para solucionar los problemas de nuestro mundo, para volverlo un lugar más accesible, equitativo e innovador”.
