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España ha entrado en una crisis constitucional. La decisión del gobierno nacionalista de Cataluña de realizar elecciones anticipadas en noviembre, que en la práctica equivalen a un referendo en torno a la independencia, ha abierto las puertas para su separación. La decisión, a su vez, impulsaría a los separatistas vascos, que están casi empatados con los nacionalistas tradicionales en las elecciones de gobiernos regionales que se celebrarán el próximo mes, luego de que aquellos hubieran ganado la mayor cantidad de curules para el País Vasco en las elecciones locales del año pasado y en las generales.
A medida que una España atrapada en la crisis económica intenta superar una inclemente recesión, ahora debe contemplar la posibilidad real de que su Estado plurinacional, que reemplazó la sofocantemente centralista dictadura de Franco con gobiernos regionales primitivos, se deshaga.
La crisis de la Eurozona, que ha dado al traste con gobiernos a lo largo y ancho de la periferia europea, ahora amenaza la supervivencia de un Estado-nación. Las fracturas norte-sur dentro de la Unión Europea (UE) están dándose dentro de sus estados miembros.
Cuando la Unión Soviética y algunos de sus estados satélites se separaron al final de la Guerra Fría, los líderes de la UE en su totalidad consideraron que este ejercicio del derecho democrático a la autodeterminación era algo positivo. Sin embargo, la idea de que el separatismo infiltrara las sólidas estructuras de Europa occidental era una idea ajena a pesar de las frecuentes tensiones interregionales.
Éstas son una característica recurrente en, por ejemplo, Italia y Bélgica, entre un norte más próspero y un sur relativamente menos acaudalado. En España, donde, por una mezcla de razones económicas, históricas y culturales, la revolución industrial comenzó primero entre los vascos y los catalanes —gentes con un profundo sentido de identidad lingüística y nacional—, la “cuestión nacional” siempre está viva.
La transición pos-Franco hacia la democracia resolvió esto restaurando los antiguos derechos a lo que el neologismo constitucional llama “nacionalidades históricas” —en esencia los vascos y los catalanes—, y lo disimuló otorgándoles derechos de autogobierno a regiones que nunca habían buscado la autonomía.
Pero la crisis económica ha exhibido de forma inmisericorde la incontinencia financiera de algunos de estos feudos, como Valencia, controlada por el Partido Popular de Mariano Rajoy, el presidente de España. Cataluña, que representa una quinta parte de la producción económica de España, también está profundamente endeudada. Su gobierno nacionalista, liderado por Artur Mas, fue elegido para asegurar el mismo derecho de los vascos, que cobran sus propios impuestos.
Rajoy, quien hace parte del gobierno de centro derecha del PP, que parece querer utilizar la crisis para recentralizar a España, rechazó esta semana la propuesta. La mayoría de los catalanes sienten que Madrid toma demasiado de los ingresos locales para redistribuir en otras regiones.
El clamor de independencia es ahora generalizado. El punto de giro se dio cuando la Corte Constitucional en Madrid, a petición del PP, tumbó unas ampliaciones al autogobierno catalán que fueron aprobadas democráticamente. El tema no es sólo de dinero, pero la austeridad es políticamente tóxica e intrínsecamente centrífuga.
Esto tampoco es, como argumentan algunos observadores, un ejemplo clásico de cómo la integración de la UE disuelve la cohesión nacional en estados menos que homogéneos. La causa más directa de las políticas de identidad en España fue el despiadado intento de Franco de eliminar la identidad vasca y catalana. La membresía en la UE, en cambio, esparció riqueza por España, aunque desigualmente, por primera vez en la historia.
Pero ese modelo parece que se agotó, y Rajoy y Mas se han atrincherado en esquinas irreconciliables. ¿Hay salida?
Felipe González, el ex primer ministro socialista y figura emblemática (aunque manchada) de la transición democrática, dijo la semana pasada que la constitución debía remodelarse de forma más federalista. El rey Juan Carlos, cuya imagen también ha sido afectada por controversias, revivió el espíritu de esa transición la semana pasada, invocando tácitamente los pactos nacionales que hicieron posible la democracia.
Un posible camino sería combinar estas ideas: un nuevo pacto de todos los partidos, que incluya a los vascos y catalanes, para confrontar la emergencia económica y reformar la constitución con una visión más federal. Pero el punto del federalismo es tratar de esparcir la prosperidad y minimizar la inequidad regional. No es claro que todos los actores de este drama lo comprendan.