
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En 2018 la política comercial de “Estados Unidos primero” del presidente Donald Trump se manifestó en su plenitud, y fue una imagen muy desagradable de contemplar. Además de aranceles a las importaciones de acero y aluminio desde Europa y otros países, Trump impuso gravámenes a 250.000 millones de dólares de importaciones desde China. A fines del año había aumentado los aranceles al 12% del total de las importaciones de Estados Unidos, lo que llevó a sus socios comerciales a gravar el 8% del total de las exportaciones estadounidenses en represalia.
El unilateralismo comercial de Trump no tiene precedentes en el período de posguerra, y por eso tomó a muchos por sorpresa. Al menos yo no me esperaba que cumpliera la mayoría de sus amenazas, dada la influencia de los intereses comerciales y financieros sobre la política comercial de Estados Unidos. Pero la situación cambia si el objetivo es China. La implacable estrategia de la administración Trump cuenta con el apoyo de una amplia coalición de grupos estadounidenses con una variedad de motivos de queja, que incluyen no sólo a grupos de presión tradicionalmente proteccionistas, sino también a grandes corporaciones que deploran las políticas industriales de China y a un aparato de seguridad nacional preocupado por la creciente huella geopolítica del país asiático. (Más Pensadores 2019: Revolución fintech).
El objetivo declarado de Trump es presionar a China para que ponga fin a prácticas comerciales “injustas”, por ejemplo subsidios a nuevas tecnologías y la obligación a las empresas extranjeras que ingresan al mercado chino de transferir tecnologías de su propiedad a empresas chinas. Hasta ahora no ha tenido mucho éxito, y es improbable que eso cambie. Es comprensible que el gobierno chino no se deje disuadir de perseguir sus propios objetivos de modernización industrial y desarrollo tecnológico.
Pero Trump consiguió anotarse una victoria superficial en 2018, al concluir la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN/NAFTA) con Canadá y México. Trump proclamó que la nueva versión del tratado (ahora bautizado Acuerdo Estados Unidos México Canadá, USMCA por la sigla en inglés) es “histórica”, que es “el tratado comercial más avanzado del mundo” y que es “un nuevo modelo para las relaciones comerciales de Estados Unidos”. En realidad, los cambios al acuerdo son relativamente menores, y componen una mezcla de avances y retrocesos. Sobre todo, exponen la incoherencia fundamental de la agenda general de comercio de Trump.
Por el lado de los avances, el nuevo acuerdo fortalece en cierta medida las normas ambientales y laborales, y limita la posibilidad de que inversores extranjeros demanden a los gobiernos locales en tribunales internacionales. Pero el impacto de estos cambios no está claro. Por ejemplo, los inversores todavía podrán plantear demandas conforme a las reglas del NAFTA original hasta tres años después de la entrada en vigor del USMCA. Como explica un sitio web especializado, “los inversores estadounidenses en México y en Canadá que tengan un reclamo potencial deberían considerar seriamente usar las protecciones del NAFTA mientras todavía pueden”.
Nominalmente Trump redujo las protecciones para las corporaciones estadounidenses en un área, pero las aumentó en otras. Para empezar, las normas de origen del nuevo acuerdo son mucho más restrictivas, de modo que una proporción mayor de los insumos automotrices tendrá que fabricarse en América del Norte para poder pedir exención de aranceles. Además, se ha impuesto por primera vez un piso salarial: en 2023, entre el 40 y el 45% de los componentes de autos y camiones tendrá que producirse con trabajadores que ganen al menos 16 dólares por hora. En la práctica, esta cláusula expulsa una buena parte de las cadenas de suministro fuera de México, donde los salarios son una pequeña fracción de ese piso.
Menos atención concitaron las nuevas protecciones otorgadas a las empresas farmacéuticas y tecnológicas con el pretexto de modernizar el acuerdo. Bajo el USMCA, Canadá y México tendrán que volver más restrictivas las condiciones de las patentes (incluidas las referidas a protección de datos de productos biofarmacéuticos) para ponerlas a la par de Estados Unidos. Y los gobiernos no podrán obligar a las empresas digitales a radicar centros de cómputo en el país anfitrión, ni interferir en la transferencia de datos e información personal a través de las fronteras.
El unilateralismo y el mercantilismo de Trump son malos para la economía mundial, pero no hay que exagerar los efectos perjudiciales de la estrategia de su gobierno. Si otros países no sobrerreaccionan (y hasta ahora, no lo han hecho), las consecuencias para el comercio mundial seguirán siendo manejables. Al fin y al cabo, la desaceleración del comercio global es anterior a Trump, y se origina en tendencias estructurales y tecnológicas en curso: una recomposición de la demanda global que reduce la demanda de bienes y aumenta la de servicios (menos transables); un mayor empleo de trabajadores cualificados en la producción fabril, que debilita los incentivos para trasladar producción al extranjero; la automatización y la consiguiente repatriación de cadenas de suministro; y la transición de China desde un modelo de crecimiento basado en las exportaciones a otro basado en la demanda interna. Colectivamente, es probable que estos cambios tengan más impacto en el comercio internacional que las bravatas de Trump.
El costo más profundo (y probablemente mayor) de las políticas comerciales de Trump es que nos distraerán de encarar las verdaderas falencias del régimen de comercio internacional. Como sucede siempre con Trump, el desafío es no perder de vista los motivos de queja reales de los que se aprovechó. Cuanto más escandalosas sean sus acciones, mayor el riesgo de que las élites políticas tradicionales cierren filas en torno del defectuoso ancien régime.
Recordemos que cuando Trump ganó la elección en noviembre de 2016, los tecnócratas del comercio y los burócratas internacionales respondieron reconociendo que la hiperglobalización dejó a mucha gente rezagada. Hubo un mea culpa y se reconoció la necesidad de mecanismos compensatorios más sólidos y otros paliativos. Pero después, prácticamente no se habló más de eso. Últimamente sólo se oye hablar de las virtudes del sistema de comercio multilateral liberal, y casi nada de los graves desequilibrios que creó.
Pero necesitamos con urgencia una nueva visión para el comercio mundial. Las reglas actuales no están a la altura del desafío de hacer lugar a países como China, cuyas prácticas económicas son muy diferentes a las de Estados Unidos o Europa. Además, el sistema actual no provee salvaguardas para mantener normas laborales estrictas en las economías avanzadas ni medidas adecuadas para evitar el arbitraje regulatorio e impositivo.
Las excentricidades de Trump nos plantean una falsa elección entre apoyar su estrategia o defender las reglas anteriores. Si realmente estamos decididos a asegurar que la globalización beneficie a todos, no le sigamos a Trump el juego.
* Autor de Straight Talk on Trade: Ideas for a Sane World Economy [Hablemos claro sobre el comercio internacional: ideas para una economía mundial sensata].
Copyright: Project Syndicate, 2018.
www.project-syndicate.org