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[Opinión] ¿Qué es la teoría del decrecimiento y por qué tiene sentido?

El pánico ante la propuesta de que otros países decrezcan sus economías responde a una mala cobertura mediática. Sin embargo, la propuesta consiste en consumir mejor y de manera sostenible.

Miguel Gomis Balestreri*
06 de septiembre de 2022 - 10:27 p. m.
Irene Vélez Torres, ministra de minas, propuso pedir a los demás países que apliquen la tesis del decrecimiento económico.
Irene Vélez Torres, ministra de minas, propuso pedir a los demás países que apliquen la tesis del decrecimiento económico.
Foto: Archivo particular

La polémica por las palabras de la ministra Irene Vélez sobre el decrecimiento es bienvenida. Pone sobre la mesa una visión que escapa a la oposición izquierda/derecha. Al tiempo, evidencia el dogmatismo de los economistas que han regido las políticas públicas de Colombia y, paralelamente, deja latente el desconocimiento sobre la propuesta. La prensa ha mostrado que el país gusta opinar sin conocer; valorar sin examinar. Muchos han intervenido de manera irresponsable, manipulando a la opinión pública desvergonzadamente y dejando entender que la propuesta es absurda, sin sustento científico y peligrosa. El decrecimiento es todo lo contrario: es lógico, tiene sustento científico y nos ayudaría a vivir mejor. No es ser más pobres, es tener una vida más satisfactoria, alegre, sin quitar a los demás esa misma opción. Dicho corto, es otra cara del “vivir sabroso” de Francia Márquez.

La teoría del decrecimiento es plural y multidisciplinar; es una visión compleja con reflexiones sociales, económicas y filosóficas. Propone un revuelco válido, complejo y serio a la mentalidad occidental. Se sustenta en muchos aportes, algunos antiguos como la crítica a la técnica de Jacques Ellul, la sospecha hacia las instituciones de Ivan Illich así como la simplicidad voluntaria del budismo o cristianismo (vivir con menos pero con más sentido). Sin embargo, hay tres pilares intelectuales: primero está la bioeconomía de Georgescu-Roegen (1971), uno de los economistas más brillantes del siglo XX que criticó las perspectivas de la economía dominante (neoclásica) que rigen el planeta. Esta se parecería más a un credo que a una ciencia: liga el progreso al crecimiento material, infravalora el deterioro ambiental y mide mal nuestro bienestar mediante el PIB. La bioeconomía ataca dos de sus axiomas: 1) no puede haber crecimiento infinito en un mundo finito; 2) los seres humanos no solo se rigen por la maximización de sus intereses.

El segundo pilar es el informe “Los límites del crecimiento” (1972) que anunciaba acertadamente la trayectoria de la crisis ecológica y predecía un colapso en el siglo XXI en caso de no rectificar nuestro modelo socioeconómico. En tercer lugar, está la crítica a la inopia imaginativa e intelectual que ha inducido el capitalismo. Para ello, la teoría del decrecimiento ataca diversas falacias vehiculadas que hoy día creemos irrefutables: la satisfacción vital no tiene por qué provenir del consumo; no siempre más es mejor; la tecnología y la técnica no siempre pueden salvarnos de nuestros errores; no estamos en esta tierra para trabajar/producir; compartir puede ser más divertido que consumir.

El decrecimiento es tan complejo como se quiera, pero se puede resumir fácilmente: consumir menos y mejor para vivir bien. ¿De verdad necesitamos todo lo que compramos? El decrecimiento puede ser selectivo y no forzosamente induce a que todos consuman menos, pues la prioridad está primero en los países más industrializados. Sin embargo, la idea es que todos consuman diferente. ¿Qué propone en lo concreto este enfoque? Dejar de perseguir el crecimiento del PIB como objetivo político, medir la riqueza integrando el daño ecológico, repartir mejor el trabajo para tener menos desempleo, aumentar las horas de ocio, fabricar objetos que duren más, relocalizar las industrias cerca del consumidor, repensar la agricultura para que sea de cercanía y de temporada, reducir distancias de transporte entre hogar y trabajo, etc. ¿Tan utópico es decir que preferimos trabajar menos, comer mejor y disfrutar más tiempo con amigos o en familia? Llevamos 200 años pensando que sí y es hora de revertir el lavado de cerebro global.

Estas propuestas son posibles en cualquier contexto, inclusive más en un país como Colombia que cuenta con gran diversidad de recursos, pisos térmicos, numerosa mano de obra y, sobre todo, frustración social. ¿Acaso alguien puede defender seriamente que seguir igual es conveniente? De hecho, el Papa Francisco adhiere al decrecimiento en su Laudato Si y por algo será. Es lógico para todos, pero el debate no es solo quiénes o cómo, sino cuándo.

Mientras el mundo está en un barco que se hunde, muchos académicos vemos el espectáculo advirtiendo del peligro. Los pasajeros ignoran las señales que creen venir de rabiosos que más vale ignorar. Es ilógico pensar que la civilización actual se puede perpetuar dañando sin fin el ecosistema. Los romanos, los mayas y los indígenas de Rapa Nui pensaron que serían el faro de la humanidad por siglos, pero colapsaron.

Los economistas tradicionales creen que somos racionales y desconfían en la capacidad altruista del ser humano. Los decrecentistas nos ven sentimentales y confían en su capacidad de cooperación. El lucro y el consumo son las herramientas de los primeros: nos quieren acumuladores. El tiempo libre, el regocijo de una aromática con plantas del huerto y la conversación entre amigos están con los segundos: nos quieren presentes y genuinos.

* Miguel Gomis Balestreri es latinoamericanista y doctor en Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente se desempeña como profesor de la facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Pontificia Universidad Javeriana. Ha trabajado como consultor y asesor para diversas entidades nacionales e internacionales en la región.

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Por Miguel Gomis Balestreri*

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