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Fallamos todos cuando el gatillo lo aprieta un menor

“Ese joven que disparó no llegó solo a ese momento. Es el resultado de años de abandono, de falta de oportunidades reales, de un sistema educativo que muchas veces no logra formar en valores ni generar esperanza”.

Luz Karime Abadía*

11 de junio de 2025 - 09:00 p. m.
Opinión
Foto: El Espectador
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Colombia se estremeció con una noticia que duele y que debería avergonzarnos como sociedad: el presunto responsable del disparo contra un candidato presidencial sería un menor de edad. Más allá de las investigaciones judiciales que deben avanzar con rigor y respeto por el debido proceso, hay una verdad dolorosa que ya no podemos eludir: fallamos como sociedad cuando un adolescente, que debería estar recibiendo buena formación, aprendiendo a imaginar su futuro, termina empuñando un arma y atentando contra la democracia.

No se trata solo de un hecho criminal, sino de una profunda evidencia del colapso de múltiples redes de protección. Es triste y también preocupante que una familia falle en su tarea de cuidado, orientación y formación. Pero lo que no puede fallar, bajo ningún pretexto, es el Estado. Porque el Estado es el último garante de la infancia, y porque cuando todas las demás redes fallan, es el Estado el que debe sostener, proteger y ofrecer alternativas.

Ese joven no llegó solo a ese momento. Es el resultado de años de abandono, de falta de oportunidades reales, de un sistema educativo que muchas veces no logra formar en valores ni generar esperanza. Una formación de calidad, una de verdad, es aquella que no solo enseña matemáticas y ciencias, sino que educa para la vida. Que da herramientas para discernir entre lo bueno y lo malo. Que forma ciudadanos, no solo trabajadores. Que cultiva el pensamiento crítico, la empatía, y la resolución pacífica de conflictos. Que ayuda a cada joven a encontrar un propósito y a construir un proyecto de vida digno.

Una educación así no se improvisa. Se construye con voluntad política, inversión sostenida, formación docente y políticas públicas que reconozcan que en cada niño(a) hay un ciudadano en potencia, no un voto, no una estadística, no un problema a contener.

Pero mientras el sistema educativo intenta —muchas veces en condiciones precarias— sostener esa promesa, tenemos otro frente de deterioro: la polarización. Cuando figuras públicas usan sus redes sociales y discursos para lanzar ataques personales, emplear lenguaje violento y deslegitimar a quienes piensan distinto no solo es éticamente cuestionable: es peligrosamente formativo. Porque los jóvenes —que aún están construyendo su criterio, su marco moral, su idea de país— aprenden también por imitación. Y en una cultura donde el lenguaje violento se normaliza, el paso a la violencia física se acorta.

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Un menor que dispara no aprendió eso en el aula. Lo aprendió en la calle, en el abandono. El lenguaje es performativo: lo que se dice importa, y más aún cuando lo dicen líderes. Porque las palabras no solo comunican, también legitiman, modelan y movilizan. Y si bien toda figura pública tiene una responsabilidad frente a la sociedad, esa responsabilidad es aún mayor en el caso de los gobernantes. No solo porque administran recursos públicos o porque fueron elegidos en las urnas, sino porque tienen, por mandato constitucional, el deber de velar por el bienestar de los ciudadanos, de garantizar sus derechos y de gobernar para todos, incluso —y especialmente— para quienes no piensan como ellos. Gobernar con ejemplo no es un cliché, es una responsabilidad ineludible. Cuando un líder político usa el lenguaje para dividir, estigmatizar o incitar, está incumpliendo esa obligación y poniendo en riesgo la convivencia y la democrática.

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Los líderes también modelan comportamientos, encarnan valores, marcan los límites de lo aceptable. Por eso, toda figura pública debe tener un comportamiento ejemplar. No por moralismo, sino porque en sus palabras y comportamiento se educa o se corrompe.

Hoy más que nunca necesitamos referentes que dignifiquen la palabra, que entiendan el poder que tienen y lo usen para construir, no para dividir. Necesitamos que los jóvenes no encuentren modelos de éxito en la violencia, sino en el conocimiento, la ética, la esperanza y la dignidad.

Que el gatillo lo haya apretado un menor es un síntoma, no una anécdota. Es la muestra de un Estado que ha dejado huecos donde debía haber presencia, y de una sociedad que no ha sabido proteger a sus niños y niñas. Corregirlo requiere más que indignación: exige acción decidida, y, sobre todo, una educación que sea verdadera promesa de futuro.

*Decana de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Universidad Javeriana

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Por Luz Karime Abadía*

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