Heridas en el cuerpo, cicatrices en el “alma”

Se afirma que lo que se haga o deje de hacer con un niño antes de los 5 años, marcará su vida definitivamente, para bien o para mal. Pero tal vez nunca nos han dicho por qué. Una investigación de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Externado de Colombia ofrece explicaciones sobre esta afirmación.

Juana Salamanca Uribe
07 de marzo de 2020 - 06:31 p. m.
De acuerdo a un estudio de la Universidad Externado, los menores maltratados en sus primeros años tienden a repetir los patrones de violencia en su adultez.  / Archivo El Espectador
De acuerdo a un estudio de la Universidad Externado, los menores maltratados en sus primeros años tienden a repetir los patrones de violencia en su adultez. / Archivo El Espectador

El estudio “Impacto del trauma complejo en la infancia sobre el neurodesarrollo y la cognición social”, adelantado por el área de Salud, Conocimiento Médico y Sociedad, del Centro de Investigaciones sobre Dinámica Social de la Universidad Externado, es un nuevo acercamiento a las implicaciones que tiene la vida de los niños menores de cinco años. En este trabajo, que estuvo acompañado de investigadores de la Universidad Nacional de Colombia,  utilizaron herramientas de la Neurociencia Social, una “transdisciplina” dedicada al estudio del cerebro social en interacción.  

Lo que plantean investigaciones en este campo es que los niños maltratados físicamente en sus primeros años parecen abocados a reproducir, en su vida adulta, patrones de comportamiento que se arraigan en su personalidad, como una cicatriz que surge como producto del maltrato. El investigador Juan Carlos Caicedo Mera, médico cirujano, doctor en Ciencias Biomédicas en el campo de Neurociencias, expone en esta entrevista los resultados de su trabajo.   

¿Qué estudia la neurociencia social?

Se trata de una “transdisciplina” surgida en los años 90, que empezó preguntándose por las funciones sociales del cerebro, pero desde una perspectiva individual. Hoy tratamos de entender la interacción misma entre dos o más personas, en una suerte de “danza de cerebros”, teniendo en cuenta que la especie humana se desarrolló para la relación con los demás. En toda interacción humana hay una retroalimentación de cerebros que se están descifrando, acoplándose en su funcionamiento y modelándose mutuamente. Por eso no es plausible estudiar lo social con modelos que observan solo al individuo.  

¿Cómo explica la relación entre el maltrato en la niñez y ciertos patrones de comportamiento en la adultez? 

Para estudiar la dimensión humana y social del cerebro, es preciso fijarse en las etapas tempranas de la vida. Ahí se estructuran los principales patrones de interacción social, que tienen que ver con las relaciones de apego que generó con los cuidadores primarios en los primeros 5 años.  En esa etapa tiene lugar una “programación”: la generación de unos “modelos operativos internos” que determinan cómo entender y establecer relaciones, con la pareja, con la familia, con los amigos, etc.  

El vínculo madre–hijo representa una interacción natural, codificada con gran riqueza por hormonas, neurotransmisores y áreas del cerebro. La emocionalidad de la madre afecta la organización del cerebro del niño, y los comportamientos del niño también regulan las emociones de la madre. Nuestro estudio se refiere a los efectos del estrés en el desarrollo, cómo se afecta la plasticidad del cerebro, su capacidad de organización y reorganización ante situaciones de adversidad recurrentes y sistemáticas. 

Entre las hormonas del estrés del ser humano están la adrenalina y el cortisol, producidas por la glándula suprarrenal. Cuando el organismo del niño detecta una situación amenazante, se activa un mecanismo que conecta los sistemas nervioso y endocrino y, al final se libera el cortisol. Esta sustancia afecta directamente las áreas de la emoción, de la memoria y de la planificación, o sea que se relaciona con la forma en que la persona reacciona y aprende de su entorno.  

Se ha demostrado que el ser humano y otras especies de mamíferos difícilmente logran activar el sistema de estrés cuando son muy pequeños. Lo habitual es estar en un mundo que los protege y le provee lo que necesita: un mundo que no requiere mayores alertas, representado, en gran parte, por la mamá o el cuidador primario. Pero si un niño empieza a advertir señales de agresión o de negligencia extrema, comienza a construir una interpretación de un mundo adverso y amenazante. 

Los estudios del apego hablan de la importancia del “cuidado” porque el humano es una especie altamente dependiente cuando nace. El contexto ideal es el del  apego seguro, cuando el cuidador es muy sensible a las necesidades del niño y actúa en consecuencia; así se desarrolla en el niño la confianza suficiente para expresar lo que siente y también para explorar el mundo. Los bajos niveles de hormonas de estrés que se producen no alcanzan a afectar negativamente su desarrollo cerebral. Se genera un patrón adaptativo según el cual el niño que fue cuidado, aprende el valor de cuidar.

Los estudios que usted cita hablan de otros tipos de apego, a parte del apego seguro…

En el caso del “apego inseguro ambivalente”, el infante percibe que recibe atención y protección, pero  de modo intermitente; es el caso de una mamá que tiene otras ocupaciones y debe cuidar a su hijo simultáneamente.  En ese escenario, el niño comienza a exagerar sus pedidos de atención, por ejemplo haciendo pataletas; es dependiente, celoso, posesivo e inseguros. En la adultez, tiende a repetir estas pautas, por ejemplo, con la pareja.  

¿Y el apego negativo?

Es cuando el niño no recibe la atención suficiente la mayor parte del tiempo. En muchos contextos, de manera paradójica, se definen como “niños juiciosos”. Pero lo que ocurre es que se cansan de llamar la atención sin resultados. Comprenden que no sirve llorar y optan por ahorrar energía. Este perfil se asocia con poca disposición o involucramiento afectivo en las relaciones que establece como adulto. El problema es que, en muchos contextos, este estilo de apego en la infancia es valorado culturalmente como algo deseable, por ejemplo, con ideas como que a los niños hay que dejarlos llorar para que aprendan a no llorar. En estos niños se va gestando una pérdida de confianza en el carácter protector de su entorno,  que luego puede manifestarse en la reproducción de la negligencia hacia el cuidado de los demás. 

Y, por último, el apego desorganizado…

En este, el cuidador traiciona su rol y se convierte en agresor: el padre que comete abuso sexual, la madre que genera maltrato físico, el encierro en un cuarto oscuro, los castigos físicos crueles y sistemáticos, la negligencia y abandono extremos.  En casos como estos, los niños desarrollan comportamientos “desorganizados” como paralizarse frente a los adultos de su entorno, generar pautas motoras repetitivas como el balanceo y la autosujeción, asociadas con la ansiedad. Este estilo de apego acarrea las peores consecuencias desde el punto de vista psicopatológico. Se ha relacionado, incluso, con el suicidio.  

En estos casos, el nivel de estrés es muy alto y persistente. El niño maltratado aprende que el mundo es adverso, y desarrolla pautas que lo conducen, por ejemplo, a reproducir la agresividad de su entorno.  Cuando un niño tiene una cicatriz por una herida que la mamá le hizo, esa cicatriz no es solo de la piel. Podría decirse que también es del alma. Hay algo mucho más profundo. La mamá que le dio la vida y lo alimenta, también es peligrosa.

¿Y qué ocurre con la palmada esporádica, tan arraigada en nuestra cultura?    

Aunque sea esporádico, el castigo físico es una fuente de estrés muy importante.  Aunque lo más seguro es que no configure el cuadro del “apego desorganizado” que es el caso más severo, tiene mucho que ver con el ‘apego ambivalente’: con un mensaje contradictorio del cuidador, difícil de descifrar para el niño. Si cambia su comportamiento como consecuencia de ese castigo será sólo por miedo a que se repita, no por un proceso de comprensión sobre las consecuencias de sus actos o sobre el respeto a ciertos valores o normas. 

¿Qué tienen que ver con todo esto las “señales inflamatorias” que usted menciona en su investigación? 

El estrés produce sustancias químicas en el cuerpo, algunas de tipo inflamatorio. Es un tema reciente de investigación: que la inflamación no es solamente un proceso biológico de defensa ante ciertos procesos; está relacionada con cambios a nivel psíquico y con tendencias de enfermedades graves a largo plazo.  Los niños maltratados tienen lo que algunos autores llaman un “ambiente inflamatorio”, un estado de inflamación persistente dado por señales químicas que viajan por la sangre e influencian todos los órganos, incluido el cerebro. Nuevamente, esto está directamente relacionado con el aumento de las hormonas de estrés. Desde el punto de vista poblacional, se ha encontrado que por este mecanismo hormonal e inflamatorio una persona que libera más cantidad de cortisol ante situaciones de castigo físico y maltrato recurrentes,  tiene mayor posibilidad de desarrollar cáncer, entre otras enfermedades.  Es un tema que despierta mucho interés entre los pediatras, porque ellos tienen la percepción de que muchos síntomas físicos en los niños tienen un trasfondo emocional. 

¿Cómo se ha llevado a cabo esta investigación?

En el área de Salud, Conocimiento Médico y Sociedad del Externado participan biólogos, médicos, expertos en Neurociencia social, psiquiatras, ingenieros biomédicos, psicólogos, neurólogos clínicos y filósofos experimentales, entre otros, para buscar respuestas desde perspectivas diversas. Con el apoyo del Laboratorio Interdisciplinar de Ciencias y Procesos Humanos LINCPH realizamos pruebas de desarrollo cognitivo y de cognición social en personas de distintas edades, sometidas o no a situaciones de maltrato.  Pruebas psicométricas estandarizadas, que incluyen, por ejemplo, la capacidad de entender emociones e intenciones de los otros en las expresiones del rostro, e incluso el nivel de “contagio emocional” cuando dos personas interactúan. Tenemos una tecnología reciente, un sistema inalámbrico y un software que permite monitorear los cambios de la actividad eléctrica cerebral simultáneamente entre dos o más personas, para medir, por ejemplo, el grado en que sus cerebros logran sincronizarse en una determinada interacción. 

Al mismo tiempo, contamos con el soporte académico para realizar análisis cualitativos a partir de  relatos de historia de vida, así como el análisis de sus estructuras lingüísticas. La línea que yo lidero se relaciona con la medición de hormonas. Hacemos mediciones en saliva de diferentes hormonas y sustancias asociadas al apego (como la oxitocina), al estrés (como el cortisol y la alfa amilasa) y a la dominancia social y los comportamientos agresivos (como la testosterona), entre otras.

En este estudio en particular, dedicado a entender las consecuencias del trauma en la infancia, analizamos una muestra de 50 niños institucionalizados de estrato socioeconómico uno, con historia de distintas formas de maltrato infantil, que están en el sistema de protección del ICBF. Al mismo tiempo creamos una muestra de control con niños del mismo estrato, las mismas edades y el mismo sexo, que no habían sufrido maltrato.    

Actualmente adelantamos pruebas con estos dos grupos, en campos como el desarrollo cognitivo en todas sus esferas, pero especialmente la  cognición social, el comportamiento altruista y el desarrollo psico-emocional. Los resultados son concluyentes: existen diferencias muy marcadas entre los dos grupos. Entre los niños maltratados, pese a que encontramos algunas áreas del desarrollo preservadas, identificamos otras que se ven altamente afectadas como la memoria, la fluidez verbal y el comportamiento altruista, además de muchos problemas de comportamiento como la agresividad, el aislamiento, la autoagresión y los síntomas ansiosos y depresivos.  

Otros investigadores que han estudiado este mundo del maltrato físico, han encontrado cómo los niños, al ser preguntados directamente, reportan emociones intensamente negativas mucho más allá del dolor físico; se sienten humillados, indefensos, con miedo. El castigo físico es una forma de imposición, un ejercicio desmedido del poder, con impactos claros en la vida futura. 

¿Entonces lo hecho, hecho está? ¿No existen posibilidades de que esas cicatrices se borren o se reduzcan?

Existe la posibilidad de un viraje en el curso vital y se pueden identificar en algunos individuos genes relacionados con mayores niveles de resiliencia: de capacidad para iniciar un nuevo desarrollo después de un trauma. Sin embargo, se requieren ambientes favorables que devuelvan la confianza en el entorno social: una familia adoptiva, un profesor, un amigo, una pareja, que sean capaces de ayudar a cambiar el ‘chip’, hasta el punto en que la persona, conscientemente, supere sus intensos conflictos emocionales y se proponga, por ejemplo, no repetir la historia del maltrato. 

Por Juana Salamanca Uribe

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