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Recientemente, conocí un colegio en Boston, Estados Unidos, que es un ejemplo inspirador de inclusión educativa y, al mismo tiempo, se destaca por su alto desempeño académico. Se trata de un colegio en concesión: se financia con recursos públicos, pero es administrado con la flexibilidad y los estándares de gestión de una institución privada.
Cada asignatura en cada grado escolar tiene definidas habilidades y contenidos que los estudiantes deben adquirir. Los docentes diseñan las actividades y evaluaciones para garantizar el desarrollo de las competencias mínimas requeridas. En un mismo salón pueden estar estudiantes con síndrome de Down, con trastorno por déficit de atención e hiperactividad, en silla de ruedas, con autismo, mutismo selectivo o sin ninguna necesidad especial. Desde el inicio del año escolar, cada docente cuenta con una ficha detallada que le indica las características y necesidades específicas de cada estudiante.
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El colegio realiza dos tipos de ajustes pedagógicos para garantizar una educación incluyente: modificaciones y acomodaciones. Las primeras implican adaptar los contenidos, el formato de las evaluaciones o el tiempo disponible para realizar una tarea o examen. Las segundas consisten en otorgar apoyos adicionales, como recursos técnicos, adecuaciones en la infraestructura o la presencia de para-profesionales, adultos responsables de acompañar permanentemente a un estudiante y asistirlo en aquellas tareas que no puede realizar por sí mismo.
Por ejemplo, en una clase cuyo objetivo es aprender a argumentar mediante la elaboración de un ensayo, si un estudiante tiene dificultades para leer cinco páginas seguidas y subrayar los argumentos principales, una acomodación puede ser presentar el texto con imágenes, aumentar el tamaño de la letra o destacar los párrafos en colores. En cambio, una modificación sería reemplazar el texto escrito por una charla TED y pedir al estudiante que identifique los argumentos allí expuestos.
Este enfoque educativo reconoce que lo importante no es tanto el contenido específico, sino la adquisición de las competencias clave. La meta de aprendizaje es la misma para todos los estudiantes, pero la ruta para alcanzarla se adapta a sus características y necesidades individuales.
Eso sí: este modelo requiere personal altamente capacitado y recursos suficientes. En este colegio, que atiende a 700 estudiantes, trabajan 100 educadores, incluyendo para-profesionales y docentes sustitutos. Siempre hay adultos disponibles: en los salones, pasillos, canchas, comedor y entradas. Ningún estudiante queda sin supervisión. En contraste, en Colombia, en el sector oficial hay en promedio un docente por cada 40 estudiantes. La diferencia es abismal.
Además, en este colegio de Boston hay una comunicación constante con las familias. Los y las docentes envían casi a diario mensajes personalizados sobre el progreso de cada estudiante. Esto permite alinear los esfuerzos entre escuela y hogar: reforzar en casa lo aprendido en clase, y viceversa. Los mensajes que recibe el niño o la niña de los adultos a su alrededor son coherentes y consistentes.
Por el contrario, cuando en el colegio se promueve, por ejemplo, la idea de que no se debe usar el celular durante el estudio o que sí es posible leer 15 páginas sin distraerse, pero en casa se permite hacer tareas viendo TikTok o se repite que “ese niño no puede concentrarse nunca”, se genera una contradicción que debilita la estructura formativa. Sin coherencia, no hay transformación.
En Colombia, la oferta educativa está profundamente segregada. Quienes tienen recursos acceden a colegios privados; los demás, a colegios públicos. Los estudiantes con capacidades excepcionales, en el mejor de los casos, asisten a instituciones especializadas; lo mismo ocurre con aquellos con discapacidades físicas o cognitivas. Así, los colegios terminan agrupando estudiantes con características relativamente homogéneas, separados por clase social, habilidades, o condiciones de salud.
Pero la educación debe ser inclusiva, si queremos formar personas empáticas y respetuosas de la diferencia. Una sociedad incluyente comienza en el aula. Convivir en la etapa escolar con personas diversas permite desarrollar habilidades sociales, reducir prejuicios y promover una ciudadanía justa, solidaria y democrática. Invertir en inclusión no es un lujo ni una utopía. Es una necesidad urgente si queremos que la educación contribuya de verdad a cerrar brechas y construir un país más equitativo.
*Decana de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Universidad Javeriana
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