Una clase de feminismo(s) con Magdalena León

A la profesora, socióloga y feminista se le otorgó el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional por sus aportes a la conquista de derechos para las mujeres en Colombia y América Latina

Helena Calle
25 de septiembre de 2018 - 10:10 p. m.
A la profesora se le otorgó el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional por sus aportes a la sociología y a la conquista de derechos para las mujeres en Colombia.  / Óscar Pérez
A la profesora se le otorgó el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional por sus aportes a la sociología y a la conquista de derechos para las mujeres en Colombia. / Óscar Pérez

La casa de la profesora Magdalena León, en un rincón del barrio Usaquén, está llena de aves del paraíso, anturios y azucenas. “Qué logro hermoso, te abrazamos desde lejos” dice una de las tarjetas. El whatsapp le estalla con mensajes desde Asia y África, el teléfono no para de sonar, su correo es una lista interminable de felicitaciones que habrá que leer después.

La semana pasada se paró ante el Auditorio Leon de Greiff a leer un discurso que decía: “no hay un campo de la actividad humana que no haya sido en algún momento un ámbito de disputa de los estudios de género”. Suena como una persona sensata y supongo que lo es porque la Universidad Nacional le acaba de otorgar el Doctorado Honoris Causa, uno de los reconocimientos más importantes que puede recibir un investigador en Colombia.

Se lo han dado a hombres ilustres como el poeta Juan Manuel Roca, al fallecido genetista Emilio Yunis, a Noam Chomsky, al senador Mockus. La semana pasada fue el turno de Magdalena, que entró a engrosar el modesto 11% de mujeres que han recibido la distinción en los 150 años de supervivencia de la Nacional. Ninguna de ellas aparece en una búsqueda rápida de Google.

Magdalena, que tiene más de 40 años como investigadora en el campo de mujer y género, 10 libros y 70 artículos publicados, también es bajo perfil y así está bien para ella, pero siento que hay algo que se nos olvida a las feministas de veintitantos. Se nos pasa que las mujeres colombianas podemos votar desde 1954, pero que apenas hasta 1988 a las mujeres se le escrituraron las tierras a su nombre y al de su marido. La tierra ya no era solo propiedad del "jefe del hogar". Se nos olvida que gracias a la garra de otras mujeres somos más que “la señora de” ante la ley.

¿De quiénes son las manos que han amasado este mundo para que nosotras, las del siglo XIX, seamos más plenas? Son demasiadas para nombrarlas a todas, así que hablemos de una. Hablemos de la profe Magdalena.

En su historia, como la cuenta, pareciera que no hubiese dificultad. Habla como esas mujeres que siempre se han sabido inteligentes y terriblemente tercas.

Cuando era estudiante de economía de la Nacional, entrando en los sesenta, fue reclutada por Orlando Fals Borda, Camilo Torres y Virginia Gutiérrez para hacer parte de la primera promoción de sociología de la Universidad Nacional. Cuando se graduó, en 1963, era raro descreer de la idea de que la felicidad venía con marido, hijitos y la casa (aunque tiene compañero, hijas y una perrita, y no por eso es menos crítica).

Fue a la Universidad de Wisconsin, en Estados Unidos, y se topó con La mística de la feminidad,de Betty Friedan, La dialéctica del sexo: Caso para una revolución feminista, de Shulamith Firestone, Engels revisitado, de Karen Sacks, tantas otras más autoras, las agitadoras de la época.

“Yo no había oído eso nunca. Nunca me lo habían dicho en una clase, ni lo encontraba en referencias bibliográficas. Yo veía la sociedad dividida en grupos diferenciados por clases y ya. La división del trabajo por sexo no ofrecía igualdad de oportunidades a hombres y mujeres, y de eso era lo que estaban hablando las feministas que leía, era lo que pasaba en las vidas de mis amigas, en las de las mujeres con las que hacía trabajo de campo”, recuerda.

No es que se haya inventado el feminismo en Colombia. Ni más faltaba. Pero lo que sí hizo fue introducir en la academia y en las políticas públicas palabras como “género”, hoy tan peligrosa para algunos.

Cuando volvió a Colombia, se topó con que, a ojos del DANE, apenas el 4% de las mujeres rurales trabajaba, “y qué risa, dígame si usted ha visto a una mujer campesina sentada a las tres de la tarde tomando tecito. En mis años de investigación no he visto a la primera”.

Con la Asociación Colombiana para el Estudio de la Población (ACEP) hicieron una especie de encuesta nacional alternativa, en principio sólo en las ciudades, y publicaron en 1977 un libro de tapa azul que se llamó La mujer y el desarrollo en Colombia. “Se reconoce como el trabajo que inauguró, desde una perspectiva nacional, el tema de mujer y desarrollo en el país, tanto por su incidencia en el ámbito académico como por su impacto en la formulación de las políticas públicas”, escribió la socióloga Lya Vásquez en un perfil que le hizo a Magdalena, en 2003.

Luego, le metieron a lo rural. Documentaron las vidas de las mujeres en minifundios de Santander, en latifundios de la Costa Atlántica, en campos algodoneros del Tolima y en las zonas cafeteras de de Antioquia. La conclusión fue que las mujeres campesinas también aportan al sistema del capital, y por lo mismo, debían ser beneficiarias directas de lo que éste ofrece: salud, educación, tierra, propiedades, herencias. No subsidiarias del trabajo de sus padres, esposos o hermanos.

“Hicimos una veintena de seminarios por todo Colombia, hacíamos las reuniones para hablar sobre el papel de las mujeres rurales. Primero solo nos mandaban a las mejoradoras del hogar, que eran las personas, mujeres en su mayoría, que iban a hogares campesinos a decir cómo bañar a los niños, como conservar la comida y así. Claro, era un “tema de mujeres”. Eventualmente empezamos a reunirnos con las y los tomadores de decisiones”, recuerda.

Después hizo una de las investigaciones que, hasta el día de hoy, se reconoce como una de las columnas vertebrales de la ley que otorgó seguridad social a las trabajadoras domésticas en Colombia, en el 87. “La fuerza de trabajo doméstico se entendió como aquel que se realiza en el hogar para mantener y reproducir la fuerza de trabajo afuera de la casa”, escribió en el texto que rodó por Bogotá, Bucaramanga, Medellín, Cali y Barranquilla.

No se olvidó de mandar el sablazo porque claro, no era solo que a las trabajadoras domésticas no les pagaran. El asunto era reconocer que parte de la liberación femenina de mujeres clase media fue a costa de otras mujeres, más pobres y vulnerables. La liberación de las que salieron a trabajar con sus power suits al mundo reservado para los hombres, dependió (o depende) en cierta medida de esas otras, “las domésticas”, que quedan al cuidado de la casa. Aún así, ninguna se zafó del todo de las tareas del hogar que siguen reservándonos a nosotras, las mujeres. 

“Piensa en todo ese trabajo que sostiene el mundo. Ese es el trabajo del cuidado, que lo hacen enfermeras o madres comunitarias, por decirte un par. Ahora es remunerado, pero para la época fue la primera política pública del cuidado, un trabajo que, culturalmente, es casi que exclusivamente para las mujeres”.

La cosa ha evolucionado en los últimos años, y desde 2010, 17 países de América Latina miden la economía del cuidado para que se reconozca su aporte a las naciones. Colombia fue el primero en hacerlo gracias a una ley que pasó la ex senadora Cecilia López, y según las cuentas del DANE, el trabajo del cuidado realizado en su aplastante mayoría por mujeres representó el 19% del PIB para 2016. “Pero a mí no me vaya a achacar esos logros, que esos son colectivos y son el esfuerzo de las compañeras”, dice.

Qué obvio suena todo esto, y sin embargo, pocas y pocos se hacían estas preguntas en esa época. Pero poco a poco el discurso fue calando. En 1984 se creó la Asociación Nacional de Mujeres Indígenas y Campesinas, ANMUCIC, que todavía sigue viva, y en 1988, Colombia reconoció por primera vez el derecho de las mujeres que las tierras que otorgaba el estado fueran tituladas conjuntamente.

Magdalena donó 3.500 libros para crear el primer fondo de documentación sobre mujer y género, fundó junto a otras profesoras la Escuela de Estudios de Género, publicó junto a la investigadora Carmen Deere un libro muy premiado que comparó el efecto de las reformas rurales y agrarias para las mujeres de 12 países de América Latina, fue profesora de la Nacional por más de 20 años, crió a sus dos hijas junto a su compañero, se volvió feminista sin tener que anunciarse así. 

“Al feminismo le están pasando cosas preciosas con los movimientos de mujeres, tanto en la academia como en el activismo. Estamos asistiendo a un cambio personal que se multiplica más allá de grupos y marchas. Mira, hay un slogan que me gusta: La democracia en la calle, en la casa y en la cama. Esto quiere decir que las decisiones que nos permite tomar la democracia, de puertas para afuera, también funcionan para adentro. Las decisiones íntimas, como ser madre o no serlo, como quedarte en la casa o no, también hacen parte de la democracia. Yo quise ser mamá y lo fui y la que no quiera serlo pues no debería serlo. Ese poder de agencia es empoderamiento”.  

-¿Y cómo define usted a una mujer empoderada?

“Eso no tiene fórmula y depende de la vida de cada mujer. Una es ministra, la otra es ama de casa, ambas están capacitadas políticamente para pensarse el lugar en el que están paradas. Empoderarse no solo tiene que ver con unas mejores condiciones laborales, o con tener autonomía económica. Va más allá, creo. Es aquello que tengo porque las circunstancias me llevaron a adquirirlo y puedo aplicarlo en mis relaciones internas y privadas y en la sociedad”.

La escucho, y la leo, y pienso que es bonito acordarse de vez en cuando de las que nos abrieron las puertas.

Por Helena Calle

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