El Magazín Cultural

Hace sesenta años comenzó la tragedia

Y el peligro continúa. La imprudencia, la solidaridad y la curiosidad suministraron medio centenar de víctimas. “No hacían al advertirles el peligro”, dice el Padre Giraldo. Alirio y Licirio Caro, los niños sobrevivientes.

Gabriel García Márquez, 1954
23 de marzo de 2011 - 03:33 a. m.

El lunes 12 de julio, un poco antes de las siete de la mañana, los niños Jorge Alirio y Licirio Caro, de once y ocho años, salieron a cortar leña. Era un trabajo que realizaban tres veces por semana, con un pequeño machete de cachas de cuero, gastado por el uso, después de tomar el desayuno en compañía de su padre, el arenero Guillermo Caro Gallego, de 45 años. Vivían, con su madre y cuatro hermanos más, en una casa situada junto a la quebrada de “El Espadero”, que despeña a siete kilómetros de Medellín por la carretera de Río Negro. Aquel día, sin embargo, Jorge Alirio y Licirio no desayunaron con su padre, pues este salió más temprano de ordinario hacia “La Iguana”, una quebrada al otro lado de la ciudad (10 kilómetros aproximadamente), donde Caro extraía arena para la venta en terrenos de Luis Enrique Burgos, a quien pagaba, $10 semanales por derecho de explotación.

Los niños se dirigieron por la carretera hacia la tienda de Media Luna, que da su nombre a todo el sector, porque suponían que por aquellos lados no había llovido la noche anterior y podía encontrar madera seca. Pero no se habían alejado un kilómetro de su casa (la tienda de Media Luna está a cinco), cuando Jorge Alirio sintió un ruido, “como unos caballos”, y vio que por la falta de la montaña rodaba un pequeño alud en dirección a la casa de sus padres.

“Corrimos para avisar – dice Jorge Alirio, el mayor y más locuaz de los niños-, pero entonces vimos que venía otro volcán, más grande que el de antes, y nos caían piedras y los palos en la carretera”. Los niños se echaron a tierra hasta cuando cesó la avalancha. Un minuto después no encontraron un solo rastro de la casa.

Primer saldo: cinco

Sepultados por el alud quedaron: María Caro, la madre, que cuando sus hijos mayores la vieron por última vez, “iba a lavar”; Amparo, de 9, que estaba barriendo; Solange, de 5; Cielo, de 2, que acababa de levantarse, y Argemiro, de 8 meses, que aún no había despertado. Un poco más abajo de ese lugar, el agricultor Alberto Rincón trabajaba su tierra sin haberse enterado de lo ocurrido, cuando los dos niños, todavía ofuscados por la primera impresión, fueron a pedirle “que nos ayudara a desenterrar la casa”. Rincón, ignorante de la magnitud de la tragedia, le respondió, según dicen los niños: “ahora estoy ocupado y no puedo sacar el rato”.

Un teatro: el de los acontecimientos

Cuando en la estación de bomberos se recibió, a las 9, un telefonoma de la Secretaría de Gobierno solicitando envío de personal para el rescate, la noticia se extendía por la ciudad. Los habitantes del pintoresco y tortuoso barrio de Las Estancias, que parece un pesebre de navidad, con sus casas, empotradas en la montaña, se dirigían en masa al lugar de la catástrofe, saltando cercados para abreviar la distancia. Por la carretera llegaban familias del barrio Echavarría (para empleados de Coltejer, según dice la gigantesca valla de cemento armado), a tres kilómetros del lugar del derrumbe. Allí iba la familia del ciclista Ramón Hoyos. En ese momento ocurría un nuevo deslizamiento, de menores proporciones, que era el tercero en el mismo sitio: ingenieros y geólogos aseguran que hace 50 ó 60 años, antes que se construyera la carretera a Ríonegro, debió registrarse allí un primer deslizamiento de grandes proporciones. Desde entonces estaba agrietado el terreno, enteramente desarborizado, y por las grietas se infiltraban las aguas acequia sin revestir que hay desde hace mucho tiempo en el sitio de los derrumbes. Prácticamente hace 60 años comenzó a generarse la tragedia.

Una compañía de 24 bomberos inició, a las 9:15, las labores de salvamento, luchando no solo contra los naturales inconvenientes, sino con la imprudente generosidad de la multitud, cada vez más numerosa y desorganizada, que trataba de intervenir en la azarosa tarea. Una cuadrilla de trabajadores agrícolas removía la tierra, sin atender al peligro de nuevos deslizamientos originados por la violenta remoción, o al destrozar con las cuchillas de acero los cadáveres sepultados. Se trataba de rescatar los cuerpos, aún contra la amenaza de nuevos deslizamientos, y para conseguirlo estaban allí una compañía de bomberos, la casi totalidad de los habitantes de Las Estancias y el barrio Echavarría; viajeros de Medellín con destino a Ríonegro y viajeros de Rionegro con destino a Medellín, que se detenían a cooperar con el rescate, o simplemente a mirar, a pesar de que el tránsito no estaba interrumpido.

El último que lo supo

Desde las 11, las emisoras de Medellín confirmaron lo que ya circulaba por toda la ciudad como un insistente rumor. A las 12 se cerraron las oficinas y multitud de empleados, en lugar de dirigirse a sus casas, se orientaron hacia la carretera de Ríonegro en toda clase de vehículos. Si en ese momento hubiera ocurrido un nuevo deslizamiento, sobre una apretada y desprevenida muchedumbre de empleados, estudiantes, obreros, campesinos, comerciantes y curiosos, sin profesión conocida, las víctimas habrían pasado de un millar. Un poco después de las 12, al otro extremo de la ciudad, alguien que los areneros no pudieron identificar, llegó a la quebrada donde trabajaba Guillermo Caro Gallego y le dijo “que se fuera urgentemente, porque el radio había dicho que su casa se estaba cayendo”.

Diez kilómetros buscando la muerte

A los 45 años de edad Guillermo Caro Gallego llevaba 12 de ser arenero, ganaba $60 semanales vendiendo a $7 el metro cúbico de arena. Con $120 mensuales sostenía su mujer y a seis hijos, y había logrado construir una casa en terreno alquilado, con la esperanza de adquirirlo más tarde. Jorge Alirio y Licirio, los dos mayores y únicos sobrevivientes, fueron matriculados el año pasado en la escuela pública de Las Estancias, a cuatro kilómetros de su casa, pero se retiraron antes de terminar el curso “porque mi papá no podía sostenernos”, según dice Licirio.

En esas circunstancias Guillermo Caro era el arenero típico, entre los 60 areneros de la playa de Burgos que a las 2 de la tarde del 12 de julio consiguieron que no se les cobrara derecho de playa durante el tiempo que emplearan en el rescate de los cadáveres. Caro había estado en el lugar de la tragedia, había pensado que los 300 voluntarios que trataban de remover la tierra eran insuficientes, y regresó a la Iguana a solicitar el auxilio de sus compañeros. Todos accedieron, menos uno, “porque el sábado me había tomado un purgante”. 18 no regresaron jamás, entre ellos una mujer: Isabel Salazar, arenera que vivía en Las Nieves con su madre y tres hijos.

Libertad de imprudencia

A las 4 de la tarde, los bomberos habían logrado detener los derrumbes. Una apreciable cantidad de tierra había sido removida, pero no se había localizado una teja, ni un solo objeto doméstico ni un solo rastro de la casa de Guillermo Caro. Fastidiados con la monotonía y la esterilidad del espectáculo, la mayoría de los curiosos regresaban a Medellín. Pero otros, que aún no habían estado allí se dirigían a la Media Luna. Cuatro estudiantes que conversaban en Junín, oyeron hablar de la tragedia y se fueron a verla en el automóvil de uno de ellos. Los estudiantes eran: Juan Ignacio Ángel, de 22 años, estudiante de economía; Hernando Calle, de odontología; Carlos Gabriel Obregón y Jaime Uribe. Cuando llegaron a la quebrada de El Espadero, no eran ellos los únicos estudiantes: estaban también los niños de Las Estancias, que salían de la escuela y se dirigían directamente al lugar del derrumbe.

Cuando el cura párroco de Las Estancias, Octavio Giraldo, vio pasar a los niños por la puerta de la casa cural, les previno del peligro que afrontaban. “No hacían caso”, dice el padre Giraldo, un antioqueño joven, inteligente y cordial, que durante toda la tarde estuvo tratando de persuadir a sus feligreses. Sin embargo, hasta la propia sobrina del párroco, apremiada por la curiosidad, consiguió la licencia de su tío para presenciar el rescate de las víctimas.

El último segundo

La única prevención que recibieron los habitantes de Medellín fue la del padre Giraldo. No hubo ninguna medida oficial, y si el número de víctimas no fue mayor, se debió a que, con la caída del sol, los curiosos perdieron el interés. Empezó a trabajarse con pesimismo: en ocho horas de heroicos esfuerzos no se había logrado rescatar el par de zapatos nuevos que Jorge Alirio Caro recibió dos meses antes como regalo de cumpleaños, y que la mañana anterior había dejado junto a la cama, cuando regresó de la iglesia.

En vista de que estaba oscureciendo, de que no pasaba nada y de que todo el mundo se iba, Yolanda Moreno decidió regresar a su casa de Las Estancias con sus hermanos menores: Orlando, de 10 años, Luz Stella, de 12. En ese momento vio llegar a Francisco Antonio Hernández, el lechero de su barrio, que acababa de encerrar las vacas en la haciendo de Jaime Arango, y se disponía a participar en el rescate. Eran las seis y diez minutos de la tarde y amenazaba lluvia.

Yolanda Moreno tomó de la mano a sus hermanos, se abrió paso a través de una multitud disminuida ya a 200 personas y se dirigió a su casa por entre el barrizal formado en la carretera por el agua de los bomberos y la tierra removida. Salía del centro de los derrumbes cuando “pasó un terremoto” que le arrebató de las manos a los niños, los arrastró, los devoró en una fracción de segundo mientras ella, misteriosamente paralizada e intacta, se sentía azotada por una tremenda explosión de lodo.

… Hasta un conejo

“Se oía con un montón de radios mal sintonizados”, dice el director de los bomberos de Medellín, Efraín Betancourt. Un grupo de 50 personas que se había colocado en una cornisa rocosa de la montaña, vio descender sobre sus cabezas un gigantesco alud que arrasaba la vegetación y estremecía el ámbito con su fuerza desbocada. En medio de la confusión y el pánico muchos vieron caer la primera víctima: el bombero Leonardo Urrego, con la columna vertebral destrozada por una roca. Sus 23 compañeros se tendieron en tierra, instintivamente, y sólo cinco sufrieron lesiones leves. Impulsados por la confusión y el desconcierto, el medio centenar de curiosos de la cornisa rocosa se dividió en dos grupos: uno corrió hacia la izquierda, otro hacia la derecha. Si en vez de hacer eso hubieran permanecido inmóviles, muy probablemente se habrían salvado, porque un poco antes de llegar a la cornisa el alud se bifurcó. Una sola de sus vertientes sepultó, en una grieta situada al borde de la carretera, un nidal de 27 personas apelotonadas. Las cosas ocurrieron con tal rapidez, que dos días más tarde el secretario de Obras Públicas del municipio, doctor Javier Mora, rescató de entre los escombros el cadáver de un conejo.

Pánico

600.000 metros cúbicos de tierra descendieron violentamente sobre la multitud, lo que, en peso aproximado, era como si dos Capitolios nacionales se hubieran precipitado montaña abajo. El tremendo vendaval ocasionado por la conmoción impidió que muchos pudieran ponerse a salvo. A varias cuadras del lugar de los hechos, los postes y cables del telégrafo quedaron cubiertos de lodo, hierba y desperdicios de la catástrofe. El puentecillo de la quebrada de El Espadero, sobre la carretera, fue bloqueado por el alud, y atascadas siete personas debajo de él. Juan Ignacio Ángel, el estudiante de economía que se encontraba en la cornisa, corrió hacia abajo, precedido de una muchacha, aproximadamente de 14 años, y un niño de 10. Sus compañeros, Carlos Gabriel Obregón y Fernando Calle, corrieron en sentido contrario. El primero, sepultado a medias, murió por asfixia. El segundo, que era asmático, se detuvo jadeante, y dijo: “No puedo más”. Nunca volvió a saberse de él.

Dos minutos después del fin

“Cuando corría hacia abajo, con la muchacha y el niño –ha contado Luis Ignacio Ángel- encontré un barranco grande. Los tres nos tiramos al suelo”. El niño no volvió a levantarse jamás, la muchacha,  que Ángel no identificó entre los cadáveres rescatados, se incorporó un momento, pero volvió a tenderse dando gritos desesperados, cuando vio que saltaba tierra por encima del barranco. Una avalancha de lodo se destrozó sobre ellos, Ángel trató de correr nuevamente, pero sus piernas estaban paralizadas. El lodo subió de nivel en un segundo hasta el pecho del estudiante, que logró librar su brazo derecho. En esa posición  permaneció hasta que cesaron los ruidos atronadores, y sintió en sus piernas en el fondo de aquel denso e impenetrable mar de lodo la mano de la muchacha que al principio se aferraba a él con fuerza desesperada, que luego lo arañaba, y que finalmente, en contracciones cada vez más débiles, se desasió de sus tobillos.

Cuando el padre Giraldo conoció la noticia estaba oscureciendo. Eran las seis y veinte. Cinco minutos antes su sobrina había regresado a casa.

 

Por Gabriel García Márquez, 1954

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar