CAPÍTULO II
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El maestro
“El oficio que enseñarle quiero, es vivir. Convengo en que, cuando salga de mis manos, no será ni magistrado, ni militar, ni clérigo; será, sí, primero, hombre, todo cuanto debe ser un hombre, y sabrá serlo, si fuere necesario, tan bien como el más aventajado; en balde la fortuna le mudará de lugar, que siempre él se encontrará en el suyo”: Juan Jacobo Rousseau.
Un carácter como el del joven Bolívar, seguro de merecérselo todo, estaba expuesto a recibir de la vida una amarga lección, antes de que su alma fuera lo suficientemente recia para que el choque no minara las bases mismas de su optimismo. Para fortuna suya, cuando su madre y familiares miraban con alarma la inutilidad de los esfuerzos de los distintos preceptores a quienes habían confiado la tarea de comenzar su educación, espontáneamente se produjo el acercamiento del niño al hombre destinado a guiarlo con singular maestría en tiempos tan decisivos.
Entre los dependientes que ayudaban a don Feliciano Palacios a administrar la cuantiosa fortuna de la familia, figuraba con el cargo de escribiente don Simón Carreño, tratado por los Palacios con especiales consideraciones por su ilustración poco común. En la correspondencia de don Feliciano con su hermano Esteban, quien vivía en Madrid, se encuentran solicitudes para el envío de libros españoles y franceses con destino a Carreño.
Era don Simón Carreño un hombre prematuramente cínico por las amargas desgracias de su existencia. Desventurado desde su más tierna infancia, sus penas resonaron sobre su personalidad, propicia por herencia al desequilibrio, ahogando en ella toda semilla de alegría o de confianza. Su mala suerte fue dejando en él la convicción de que todo era falso en la vida; que la bondad, la virtud y el amor habían sido destruidos para siempre por los malos instintos de los hombres. La orientación de su alma por estas tenebrosas direcciones encontró ambiente propicio en aquellos tiempos, que, por ser de crisis para un sistema social, inclinaban a los hombres, y especialmente los desventurados, a atribuir sus penas a la organización política o a las costumbres de la época. Su vida se desenvolvió sin afectos y sin otros objetivos que su propia amargura y sus profundos odios, uno de los cuales le llevó a abandonar el apellido Carreño, sustituyéndolo por Rodríguez.
Pero un día, viajando por Francia, encontró un libro que habría de cambiar totalmente el rumbo de su existencia: el Emilio de Juan Jacobo Rousseau. En sus magistrales páginas adivinó dónde empiezan los caminos que en la vida conducen al dolor y dónde los que en ella llevan a la felicidad. Su alma triste entrevió un objetivo para su inútil y pesada existencia: librar a otros de una mala educación; educar hombres para la felicidad, en cambio de harapos humanos destinados, como él, al dolor y al fracaso. Nada tiene, pues, de extraño que en medio de las dificultades de su vida se encuentren por aquellos tiempos las huellas de sus esfuerzos por obtener de las autoridades españolas un cambio en los sistemas de enseñanza. De ellos constituye destacado ejemplo su memorial al Ayuntamiento de Caracas, que tituló: Reflexiones sobre los defectos que vician la escuela de primeras letras de Caracas y medio de lograr su reforma por un nuevo establecimiento.
Nunca logró don Simón, sin embargo, que se le tomara en serio por las autoridades. Sus extravagancias y su lenguaje, que a fuerza de ser franco resultaba en la mayoría de los casos inconveniente, se encargaron de cerrarle todas las puertas. Como fruto de sus numerosas decepciones, Rodríguez no tardó en reducir sus aspiraciones a encontrar un niño no maleado todavía por una defectuosa educación, para aplicar en él la pedagogía descrita por Rousseau en el Emilio. Y tal fue la oportunidad que le proporcionó su carácter de dependiente de los Palacios. Su proximidad a todos los miembros de la familia y la frecuencia de sus visitas, en ejercicio de sus funciones, a la casa de doña Concepción le permitieron, sin quererlo ni proponérselo, acercarse inesperadamente al niño que serviría de Emilio a este Rousseau americano: Simón Bolívar.
Las relaciones entre los dos se facilitaron desde un principio, pues la naturaleza de la pedagogía rusoniana, tan cara a Rodríguez, constituía el mejor sistema para acercarse al alma altiva del pequeño Bolívar. Uno de sus postulados fundamentales consistía, precisamente, en no atosigar a los niños de conocimientos intelectuales —de matemáticas, idiomas, religión, etc.—, en dejarlos los primeros años de la vida entregados a sus propios impulsos para que esos impulsos se fueran adaptando naturalmente al medio ambiente, sin otras correcciones que las impuestas por ese mismo medio. “El espíritu de estas reglas —escribía Rousseau— es dejar a los niños más verdadera libertad y menos imperio, permitirles que hagan más por sí propios, y exijan menos de los demás. Acostumbrándose así desde muy niños a regular sus deseos con sus fuerzas, poco sentirán la privación de lo que no está en sus manos conseguir”.
En virtud de estos principios, don Simón poco habló al niño de las complicadas asignaturas que habían tratado de enseñarle sus eruditos maestros; más bien le interrogó sobre los juegos y deportes que le gustaban, sobre sus paseos, camaradas y diversiones, a todo lo cual él respondió con entusiasmo, creándose así entre los dos una sencilla amistad, que el tiempo fue transformando en sólido y recíproco afecto. No en vano Rousseau, el ídolo de este extraño mentor, había escrito en su Emilio: “Ejercitad su cuerpo, sus órganos, sus sentidos, sus fuerzas; pero mantened ociosa su alma cuanto más tiempo fuere posible”.
El hombre, esencialmente, es un compuesto de deseos y de facultades para satisfacerlos. Pero en él, a diferencia de los animales, el equilibrio entre los primeros y las segundas no se realiza automáticamente y siempre existe la posibilidad de que tal acoplamiento entre los unos y las otras no se produzca y se presenten entonces peligrosos desequilibrios de la personalidad. La educación ha sido, en la historia humana, el procedimiento escogido para lograr, con más o menos éxito, este equilibrio.
Para el efecto se han empleado varios sistemas. El más acostumbrado ha sido disminuir por procedimientos de índole espiritual los deseos, para que en todos los casos, por escasas que sean las facultades, las potencias del individuo puedan obtener lo que en esta forma parca se ambiciona. Como este sistema ha tenido el inconveniente de no desarrollar debidamente las aptitudes del sujeto, se ha utilizado también el procedimiento contrario, destinado a desenvolver hasta el máximo las facultades del hombre, con la esperanza de que ellas, por grandes que sean sus deseos, puedan procurarle su satisfacción, aunque subsista el peligro descrito por Rousseau: “Si a la par crecieran nuestros deseos más que nuestras facultades nos tornaríamos más infelices”.
Fundado en el reconocimiento de estos hechos, el filósofo ginebrino llegó a concluir que la solución para ese problema fundamental de la vida humana estaba en procurar el desarrollo de las facultades del individuo sometiéndolo a vivir cerca de la naturaleza, para que el contacto continuo con ella estimulara, por una parte, el crecimiento espontáneo de sus facultades, y fijara, por la otra, en forma natural, límites a los deseos y anhelos del individuo.
“Mantened al niño —escribía Rousseau— en la sola dependencia de las cosas, y en los progresos de su educación seguiréis el orden de la naturaleza. Nunca presentéis a sus livianas voluntariedades obstáculos que no sean físicos, ni castigos que no procedan de sus mismas acciones; sin prohibirle que haga daño, basta con estorbárselo. En vez de los preceptos de la ley, no debe seguir más que las lecciones de la experiencia o de la impotencia. Nada otorguéis a sus deseos porque lo pida, sino porque lo necesite; ni sepa, cuando obra él, qué cosa es obediencia, ni cuando por él obran, qué cosa es imperio. Reconozca igualmente su libertad en sus acciones que en las vuestras. Suplid la fuerza que le falta, justamente cuando fuere necesario para que sea libre, no imperioso; y aspire, recibiendo nuestros servicios, hechos con cierto género de desdén, a que llegue el tiempo que pueda no necesitarles y tenga la honra de servirse de sí propio…”.
Cuando cansados sus familiares de ensayar con el joven Bolívar preceptores y maestros resolvieron confiárselo a Rodríguez, sin vacilaciones inició éste su tarea, apartándolo de todo trabajo intelectual y procurando mantenerlo en contacto permanente con la naturaleza en cotidianas excursiones por los campos, durante las cuales le explicaba las más sencillas leyes naturales, le enseñaba a orientarse y lo sometía a recios ejercicios físicos para templar su cuerpo en duras y prolongadas faenas. “Es necesario —le decía hablando como Rousseau— que para obedecerle al alma sea vigoroso el cuerpo”.
Nada podía ser más agradable para el pequeño, porque este género de vida le mantenía en contacto con fenómenos nuevos y le permitía desenvolver las fuerzas de esa naturaleza suya, hiperactiva por herencia, que necesitaba de continuo movimiento para librarse del exceso de energías y buscar el equilibrio funcional. La convivencia con Rodríguez hizo nacer en su alma juvenil admiración sin límites por su extraño maestro, y su voluntad soberbia, que había desesperado a todos sus preceptores, perdió sus aristas agudas y se acomodó con gusto a sus deseos, para sorpresa y satisfacción de sus familiares. Tal era el curso de la vida de Simón Bolívar cuando murió doña Concepción, dejándolo huérfano a los nueve años, y, por voluntad de su abuelo y tutor, bajo la cercana vigilancia de Rodríguez. Éste abandonó entonces sus ocupaciones y se dedicó de lleno a su infantil discípulo. Convencido de la necesidad de mantenerlo cerca de la naturaleza, lo llevó a la hacienda de San Mateo donde habría de transcurrir una de las etapas más decisivas de la vida de Bolívar. Allí, con frecuencia le hacía levantarse al amanecer y luego emprendían prolongadas excursiones, durante las cuales tomaban muy poca alimentación. En los descansos obligados hablaba a su discípulo de los peligros de la naturaleza, de las reglas elementales de la higiene y le avanzaba conceptos sobre la libertad, los derechos del hombre, o le leía trozos de las Vidas paralelas de Plutarco, para estimular, con el ejemplo de la vida de los grandes hombres, los instintos de superación del niño. Además, para completar su educación, y asesorado por los peones de la hacienda, le enseñó a montar a caballo, a manejar el lazo y a nadar. En estas actividades, Rodríguez no tardó en apreciar cómo la seguridad en sí mismo, que se revelaba en el carácter del niño, le facilitaba extraordinariamente todo aprendizaje, pues ella daba a sus acciones esa espontaneidad tan parecida a los actos instintivos. Si los mimos de la negra Hipólita en su infancia comunicaron seguridad y ambición a su alma, la educación de Rodríguez desarrolló sus capacidades hasta el límite que le permitiría afrontar con éxito, en el futuro, las demandas de su espíritu ambicioso de realizar grandes empresas.
Este género de vida, sin embargo, no duró mucho tiempo. Hacia 1797 se descubrió en Caracas una conspiración contra el Estado, y la participación de Rodríguez en ella le obligó a salir del país, como fue el deseo de las autoridades españolas. La custodia del joven Bolívar vuelve entonces a manos de sus tíos, quienes no tardan en advertir en su carácter aristas agudas que les dificultan el ejercicio de su autoridad. Surgen entre tíos y sobrino permanentes antagonismos, frecuentemente terminados en violentas escenas, que dejan para siempre en el alma de Bolívar, por su misma continuidad y aspereza, además de marcada antipatía por algunos miembros de su familia, una extremada susceptibilidad ante las apreciaciones de los demás sobre su conducta, susceptibilidad que le llevará con el tiempo a dar exagerada importancia a la opinión de las gentes y a sufrir increíblemente por cualquier crítica. Perú de Lacroix, quien lo conoció ya en su madurez, decía de él: “Es amante de la discusión; domina en ella por la superioridad de su espíritu; pero se muestra demasiado absoluto y no es bastante tolerante con los que le contradicen (…) La crítica de sus hechos le irrita; la calumnia contra su persona le afecta vivamente, y nadie es más amante de su reputación que el Libertador de la suya”.
Deseosos don Feliciano y don Carlos Palacios de librarse de las molestias que les aparejaba la proximidad de su sobrino y resueltos también a domar su acerada voluntad, le hicieron ingresar en las Milicias de los Valles de Aragua, cuerpo aristocrático fundado por don Juan Bolívar. Esta primera etapa de su vida militar se desliza tranquilamente. La fortaleza física adquirida durante el tiempo en que estuvo dirigido por Rodríguez le facilita extraordinariamente sus tareas, y rápidos progresos en la carrera de las armas le colocan pronto, a pesar de su corta edad, a la cabeza de sus compañeros, aunque su carácter altivo y dominante le torna incómodo para sus superiores, quienes sólo lo toleran por la idoneidad con que ejecuta las misiones que le encomiendan. Un año después, el joven recibe el grado de subteniente y abandona el Regimiento para encaminarse a Caracas a lucir su lujoso uniforme de oficial.
El género de vida que ha llevado ha hecho de él hombre tempranamente. Su cuerpo es pequeño pero bien constituido, resistente y musculoso. En su rostro de líneas muy definidas, largas y a veces duras, se distingue su sonrisa siempre simpática, que deja entrever sus dientes blanquísimos, su frente amplia, sobre la cual caen algunos rizos de su rebelde cabellera, y sus ojos negros y profundos, cuya mirada, a veces imperiosa y en otras de suavidad insinuante, da carácter singular a su persona.
A partir de este momento, el joven Bolívar comienza su vida social, su contacto con el extenso círculo de relaciones de su familia. En esta nueva fase de su existencia realiza inolvidables descubrimientos, porque en ella tiene la oportunidad de conocer los móviles, grandes y pequeños, que en la vida ordinaria guían la actividad de los hombres. Envidias, resistencias, disimulos, pueriles vanidades, todo ese subfondo de hilos ocultos que, bajo las apariencias de la cordialidad o las buenas maneras, tejen la trama de la convivencia humana, van emergiendo ante sus ojos un tanto sorprendidos y dejando en su espíritu esas rasgaduras que tarde o temprano ensombrecen el panorama optimista de la juventud.
Las pasiones que configuraban su personalidad eran demasiado volcánicas para que en el primer contacto con su medio social pudiera limitarse a mirarlo como espectador; por el contrario, ellas muy pronto le impondrían un papel de actor en él, y con esa impetuosidad que constituía una de las modalidades de su temperamento no tardará en mezclarse en su trama, hasta que, herido inesperadamente, verá emerger entre las tenues neblinas de sus ideales juveniles las duras rocas de la realidad.
Las viejas crónicas nos hablan, sin abundar en detalles, del idilio de Bolívar con una de las hermanas Aristeguieta y de la rápida terminación de sus relaciones con esta joven que le ganaba en edad y en experiencia. Ellas nos permiten presentir la huella de uno de esos fracasos sentimentales, tan frecuentes cuando entran en contacto almas que ya han alcanzado un ponderado equilibrio entre lo que piden a la realidad y lo que confían a los sueños, con aquellas otras que, a fuerza de ignorar la realidad, la embellecen demasiado.
En este primer idilio, el joven Bolívar va a actuar tal como se lo pedía su naturaleza, inclinada hacia un profundo sentimentalismo; en esa hora triunfaban en él esas ansias de dulzura en las cuales las fuerzas del instinto, al encontrarse con las costumbres e ideales de su época, se habían refugiado vacilantes. Por eso la orientación de su personalidad hacia el amor se presenta acompañada de un huracanado romanticismo.
Su idilio con esta joven, cuya belleza destacan las crónicas, se termina dolorosamente para él, pues, conducido por corrientes de ensueño, falta en esta ocasión a su ademán de enamorado esa llamada inequívoca al instinto, sin la cual la personalidad afectiva de la mujer permanece indiferente. Con el transcurso de los días se hace más notorio el contraste entre la simpatía que les acercó en el primer momento y la dificultad de sus relaciones posteriores, en las cuales parece interponerse un vacío que ninguno de los dos acierta a llenar. Las preferencias que por otros no tarda en demostrar la joven ponen término a estas relaciones, que sólo existieron en las apariencias. Comienza así para el joven una dolorosa inquisición sobre las razones de su fracaso. Su alma optimista ha sufrido su primera herida y de su dolor emergen espontáneamente las primeras dudas sobre sí. Entonces hacen crisis en su espíritu las fuerzas sentimentales cuya exuberancia le había conducido a este corto espejismo de amor, y una tremenda obsesión de placeres, de aventuras, de vida intensa le domina. Todo quiere saborearlo pero nada le detiene mucho tiempo, y su sensualidad tempestuosa, en rebelión contra todo sentimentalismo, se desencadena, llevándole a extremos que hacen más ásperas sus relaciones con sus tíos y a altivas reivindicaciones de una libertad a la que se cree con derecho, pues para ejercerla cuenta con sus propios bienes.
Don Feliciano y don Carlos resuelven entonces acceder a antiguas peticiones suyas y enviarlo a España, recomendándoselo a don Esteban Palacios, residente en Madrid. Don Carlos toma las providencias para asegurarle el envío a la península de una pensión que le permita mantenerse allí, sin lujos desde luego, pues tanto él como don Feliciano consideraban necesario medir los gastos, para ellos ya excesivos, de su alegre sobrino. “Es necesario contenerlo —le escribía don Carlos a Esteban—, como te he dicho; lo uno, porque se enseñará a gastar sin regla ni economía, y lo otro, porque no tiene tanto caudal como se imagina él y aun tú mismo, que no tienes conocimiento de él… Pero como quiera que tú eres un hombre que por tu situación te debe faltar el tiempo, por mucho que lo aproveches, es necesario que por atender a él no perjudiques a tus intereses; así es que es preciso hablarle gordo, o ponerlo en un colegio si no se porta con aquel juicio y aplicación que es debido…”.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Indalecio Liévano Aguirre (Bogotá, 1917-1982) estudió derecho y ciencias sociales y económicas. Su tesis de grado, presentada en 1944, fue una biografía de Rafael Núñez, la cual le mereció la alta distinción de pertenecer, a la edad de veintisiete años, a la Academia Colombiana de Historia como miembro correspondiente. Historiador, periodista y político liberal, su brillante trayectoria como diplomático lo llevó a presidir la Asamblea General de las Naciones Unidas.