Yo hablo de lo que vive oculto o encriptado sobre estas superficies que se llenan de colores y grafías, y que consiguen traducir el sentir de los corazones, de sus habitantes y sus viandantes.
Yo hablo de lo que la gente rumia en sus caminos y en sus rutas hacia la rutina. Del destino mayor de sus asuntos, del destino final de sus propósitos. De sus deberes y sus pasiones, de sus anhelos y sus frustraciones. De todo eso que se agolpa en los paraderos de los autobuses y en las estaciones de los trenes y colectivos. De lo que hierve entre los vagones atestados de afanes y premuras. De los olores y dolores del día a día.
Hoy, en los muros del mundo, cada cerebro del diletante, del pasajero, del obrero, del estudiante, del transeúnte, reclama una explicación a su destino, y grita sus “porqués” para mantenerse vivo huyéndole al caos y a la tragedia.
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No hablo del apocalipsis. Hablo del arte popular, del arte callejero, del grafiti. Y no voy a cuestionar ni a detenerme en la confusión por lo polisémico del vocablo, según el idioma de cada país. La aceptación o institucionalización del arte callejero (sea street art, urban art, public art, etc), ha pasado por un difícil proceso de nomenclatura o caracterización y/o reconocimiento formal: la caverna, el muro o la pared “limpia” han servido como lienzo de las más diversas manifestaciones producto de las emociones a través de los tiempos. La discusión sobre sus pertinencias es poco recomendable por el juego engañoso de la semántica y la autonomía que reclaman las artes liberales.
Un grueso público, por cuenta de sus limitadas posibilidades, ha encontrado como único espacio o escenario de expresión: la calle.
Una inmensa pared, espacio silencioso, apagado, padeciendo el mutismo del cemento, pareciera condenada al anonimato por la arquitectónica de la ciudad moderna, si no fuera porque el arte público la incorpora a las dinámicas de la urbe, y le sirve de límite al trepidar de los afanes citadinos.
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Las ciudades desbordadas de gritos e hirvientes de mensajes sociales, contrastan con los artificios y el deslumbramiento del neón en sus gigantescos mensajes decorativos y mercantilistas.
Ya no es el objetivo individual buscando cultivar su persona, su gusto o su estética en los inicios del grafiti. Este arte callejero ha avanzado sobre lo superfluo y se concentra en lo estético, lo ético y lo poético como un objeto social.
Reivindica la raza, la paz, la equidad, la convivencia. Visibiliza la pobreza, la exclusión, el racismo. Denuncia la segregación, la exclusión, el capitalismo salvaje, las tiranías, las violencias, los regímenes totalitarios.
Y esto está ocurriendo en la calle, no en las salas de los museos o en los espacios cerrados y exclusivos de los dueños de la “cultura” y el establecimiento. Está sucediendo en un lugar común o comunitario, compartido por quienes se hallan en la convivencia, en la aceptación y el reconocimiento de la alteridad, en el espacio público, en la ciudad que es el punto de encuentros y desencuentros por antonomasia.
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El arte de la calle es reconocido hoy como una revelación a partir de la creación individual o colectiva en la vía pública, como una manifestación artística que conecta con el ciudadano, y que comporta, o no, la interpretación de un sentir o la visibilización de un mensaje para todos, y no solo para unos legos de salón y de academia, estratificados, categorizados y en general privilegiados.
El arte urbano, emparentado y hermanado con el grafiti, comparten los muros, comparten sus grafías (formas de representar) y la posibilidad de ser más perdurables en los lienzos de cemento, pero no necesariamente comparten sus contenidos o sus objetos artísticos. Como lo dije antes, tienen objetivos diferentes y respetables. Quizás por esto se califica al grafiti de “vandálico”.
Ambos llegan a un inmenso público que envidiarían artistas, pintores y escritores del establecimiento. Pero el uno define un momento histórico de la sociedad y el otro se queda entre los recovecos de una búsqueda, a veces incierta y casi siempre, dramáticamente personal y subjetiva.
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La ilegalidad, el vandalismo, lo subversivo, lo “marginal”, lo clandestino, todo lo que quieran, no obstante, este arte público, como el arte de la academia, es un espacio común que se crea involuntariamente entre el productor y el espectador para decidir si la complejidad de la experiencia compartida, entre uno y otro, es compatible. El arte no puede ser solamente el resultado del encuentro de colores y pinceles. El lienzo, y en este caso, las paredes, son el lugar en donde deben encontrarse las emociones, la experiencia, la experticia y la intencionalidad del autor por transmitir sus pasiones, sus interpretaciones y sus convicciones en la ruta de la comunicación más allá de lo ordinario o convencionalmente transmisible.
Escuchar (mirar) las paredes, es una indagación de lo que nos acompaña en el deambular cotidiano por una ciudad de amores, de odios y perdones. Es la aceptación de las emociones de una sociedad que intenta su redención después de años de tragedias y frustraciones. De intentos y de atentados por hacer que el cóncavo y el convexo ajusten su medida a la convivencia y al encuentro como un imperativo de la comunión humana en el amor, en las pasiones y en la conciencia de padecer el tiempo. De estar signados por lo efímero y por la, irremediablemente, transitoriedad de la vida.
*Carlos Arturo Arbeláez Cano (Manizales, 1953). Ha publicado Cuento, poesía, crónica periodística y ensayo. Libros: Aconteceres y Nostalgias: poemas extraviados, 2017. Apuntes críticos sobre una Colombia desdibujada: ensayos callejeros, 2019. Paisaje para funámbulos: poemas de la pandemia, 2020. Transiciones y Transgresiones: poemas rutinarios, 2020. Hablan los muros: poema y resistencia, 2021 (Inédito).
Ingeniero y Geógrafo. Se desempeñó en la función pública, la empresa privada y la docencia.
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