Un cuchicheo que no cesa. Leo por estos días la novela de Gary Stheyngart, Una súper triste historia de amor verdadero. Una novela que se construye desde la ciencia ficción. Una novela abismal dotada de una narrativa distópica que surge como respuesta contra los sistemas de gobiernos de carácter extremista, en palabras de Arendt, gobiernos totalitarios donde el control del poder lo contiene una minoría. Conforme uno avanza en la novela de Gary Stheyngart se va entregando a una embriaguez de palabras de una ciudad que se abre solo para quien sabe mirarla. Va cuajando una prosa que tiene una tensión de piel humana, delicada al tacto, pero áspera. Una novela que se adapta a la realidad de su propio tiempo. Es de una intensidad y de una comprensión que cortan el aliento. Algo así como un portazo.
El äppärat rige los espacios sociales de los personajes de Stheyngart. Un aparato que parece un teléfono inteligente que sabe todo acerca de la vida de los personajes. Basta introducir el nombre y el perfil se construye. Aparece la información personal, familia, preferencias sexuales y grado de follabilidad. Cada personaje tiene acceso a toda la información y puede, por ejemplo, revelar la ubicación del otro. Con todo, la vida en los entornos de Stheyngart dice sin tapujos lo que vivimos: un panorama donde nos rige y nos domina un algoritmo.
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Stheyngart al igual que Lipovetsky establece el cuerpo como un objeto de culto. Señala Lipovetsky que en el hombre posmoderno hay “una obsesión por la salud, por la línea, por la higiene; rituales de control y de mantenimiento”. Abramov, en Una súper triste historia de amor verdadero, escribe en su diario: “Un cuerpo pasable en un mundo en el que solo salen adelante los cuerpos increíbles.” Hay un narcisismo que se cuela en la sociedad. Las sociedades posmodernas se entregan a la imagen y a la alineación. Establecen patrones o conductas que deben ser seguidas. Abramov, en definitiva, se convierte en la imagen del consumo o como lo denominó Redeker: una imagen del entretenimiento.
Ahora bien, Stheyngart establece elementos subjetivos en sus personajes. Lenny, por ejemplo, no cree en las imágenes, en los templos, ni en las tradiciones. Vive en un presente. Huye de la obsolescencia. Opta por una infinitud, por una trascendencia, pero entiende su condición finita mientras es besado por Eunice. Allí se ve en el reflejo de un elefante del zoológico. La pasión se une al descubrimiento, a la sensación de que la vida es finita. El elefante, entonces, es el símbolo de aquella máxima borgiana que todo lo que empieza tiene el deber de terminar. “El elefante lo sabe. El elefante sabe que no hay nada después de esta vida y muy poco en ella.” Esta subjetividad de Lenny se desvanece porque hay una dominación tecnológica que revela lo íntimo. Una proyección donde se pierde la naturaleza y se democratiza el sujeto.
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Leer por estos días a Stheyngart, casualmente, permite pensar en los modelos de vida como una forma de resistencia que van al encuentro de modelos artificiales como la superación de la muerte o en nociones de Redeker, en una construcción de un Egoboy que se impulsa a través de un hedonismo o por la fuerza del ego. Son personajes que desean sobreponerse al tiempo a través de alternativas como los Servicios Poshumanos, que intentan borrar el rastro del tiempo en el cuerpo. El cuerpo, en definitiva, posee una textualidad tecnológica que se puede modificar. Establece una relación entre cuerpo y tecnología puesto que, volviendo a Redeker, el cuerpo es energía permanentemente conectada aunque muchas veces, como hoy por hoy, se haya desconectado de lo que es.
Si hay un rasgo infalible en la narrativa de Stheyngart es la suficiencia para retratarnos. Uno asiste a un relato que revela nuestra condición de seres superficiales. Todo se descubre, todo lo que parece natural es una creación artificial, todo lo que nos hace humanos es una suma de contradicciones. Un escritor que nos instala el porvenir en el presente.
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