Próspero Morales Pradilla fue una figura influyente para que Agustín, su hijo, se dedicara a la literatura. Próspero fue escritor, autor del libro “Los pecados de la mujer doble”, amigo de Guillermo Cano y el que decidió que, en su casa, en lugar de un televisor, solamente habría libros y libros, así que la única forma que encontró Agustín para distraerse y ocupar su tiempo fue leyendo las historias de los clásicos de la literatura, pero también se fue acercando a escritores más contemporáneos como Julio Cortázar o Gabriel García Márquez, para hablar de Latinoamérica.
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“Yo comencé con las ediciones para niños de los grandes clásicos: El Lazarillo de Tormes, David Copperfield, Los viajes de Gulliver, Las mil y una noches, toda esa época de la literatura antigua. Después seguí con los escritores decimonónicos, especialmente los rusos: Guerra y paz de Tolstói, Los hermanos Karamázov y El idiota de Dostoievski. Luego pasé a los franceses: Balzac, Flaubert… todos esos escritores del siglo XIX. También los ingleses, como Dickens (Oliver Twist, David Copperfield), y los irlandeses como Oscar Wilde. Ulises me lo leí —aunque ya es del siglo XX— y también En busca del tiempo perdido de Proust, que me gustó mucho. Y claro, también autores norteamericanos como William Faulkner, entre otros. Leí mucha literatura, precisamente porque mi padre me facilitó todo. Tenía una gran biblioteca, y yo iba y escarbaba ahí: había de todo, hasta libros de amor de Corín Tellado”, recordó Morales.
Artemisa, su nueva obra, dividida en dos libros -uno que sucede antes de Cristo y otro en la actualidad-, es una síntesis de varias novelas que ya había escrito antes y que también refleja el curso natural de una historia que se va escribiendo por sí misma, que va dictando los caminos y los destinos de sus personajes.
Artemisa ya nos lleva a hablar de la literatura antigua, de la Antigua Grecia. Quiero preguntarle por ese referente y por la mitología griega.
Yo quería buscar un sitio de la geografía donde se pudiera ubicar un imperio, y fue por los lados del Cáucaso. Por eso hay esas montañas altísimas que dan sobre el mar Caspio. Eso ahora es Daguestán, si no estoy mal. Nadie sabe que hubo algo ahí, entonces eso me permitió idear un imperio imaginario.
Pero no es mucho lo que tengo de mitología, es más bien caballería. Aunque en esa época no había caballos, mezclé todo: había caballería, las vestales de Roma… una mezcla de todo. Y lo puse ahí, hasta le puse al principio “decadencia”, hasta que se terminó el imperio. Ahí estaba ubicada la vida de Artemisa y del protagonista, el caballero templario.
¿Por qué dividir la novela en dos libros?
Porque la primera parte sucede en la antigüedad, cinco siglos antes de Cristo, y la segunda parte es la actualidad. Son los mismos personajes que reencarnan. En la primera parte, la protagonista era una sacerdotisa, vestal, bruja, hechicera, absolutamente divina. Y el caballero —Horacio de Molinar— era quien manejaba a los templarios, los que lograron sacar al imperio de una invasión. Gracias a la magia de Artemisa y a sus poderes, logra salvarlo.
Hay un romance fuerte entre ella y él. En la primera parte, ella sufre mucho de amor por él; en la segunda, él es quien sufre por ella, hasta llegar a una síntesis final bastante rara. En la segunda mitad, ella es una santera y él un periodista que ha pasado por la guerrilla. Hay de todo: violencia, amor, magia, esoterismo… mucho esoterismo.
Y eso también tiene que ver con mi generación, que vino después del boom latinoamericano. Fue una generación destinada a fracasar. Le explico: cuando una clase política es muy poderosa en una generación —como los Lleras o los Barcos—, la siguiente fracasa. Nadie de la mía llegó a ser “presidente de la república”, digamos. En cambio, mi generación, la que vino después del boom, no tenía tema. Éramos más bien internacionales, mochileros que íbamos por toda Europa. Solo ahora los jóvenes han comenzado a entender nuestra literatura. El “baby boom”, que es la generación que me sigue, ha tenido mucho éxito. La mía no, salvo ahora, de viejo, quizá.
Usted mencionaba lo del esoterismo. ¿Qué influencia e importancia tiene este elemento en su narrativa?
El esoterismo en mi generación, especialmente en mí, comenzó con un libro que se llamaba El retorno de los brujos, de Jacques Bergier y Louis Pauwels. Entre otras cosas, Bergier era tan genial que en la televisión francesa había un programa donde, si la Academia de Francia no podía responder una pregunta, y él sí, se ganaba un premio. Así de brillante era.
A partir de ese libro llegué a otros autores que investigaban sobre la antigüedad. Eso me fue llevando poco a poco al esoterismo. Leí La clave de Salomón, el Kybalión —conseguí una edición en Francia—, el Necronomicón, y muchos libros de hechicería.
Luego estudié la santería, tanto la cubana como la brasileña, el candomblé, todo eso. Me los leí porque hay partes de la segunda novela donde la protagonista es una santera.
¿Por qué también esa cercanía con la novela de caballería?
Porque me encantaban. ¿Sabe cómo nació el culto a la Virgen? En los siglos XII y XIII, los libros de caballería enloquecieron a la gente. El Quijote es precisamente una burla a eso. Antes de esa época, las mujeres no valían nada, eran simples reproductoras. Crearon la figura de la Virgen María para contrarrestar esos amores raros y sublimados de la caballería.
Yo me leí un montón de libros de caballería. También Robin Hood, y luego obras de fantasía como las de Julio Verne, Dumas padre, Nerval… todo eso me lo leí.
¿Cómo fue la construcción de los personajes, tanto de Artemisa como del señor Molinar? ¿Por qué y cómo pensar en la reencarnación de ellos?
Siempre he pensado que debe haber una especie de gran amor consustancial a toda relación de pareja en el mundo. Esos libros de amor que me leía de Corín Tellado me dieron herramientas para construir personajes masculinos y femeninos. Quise plasmar una relación de pareja que trascendiera las épocas. En el fondo, más allá de la violencia o la magia, la esencia es una relación de pareja que trasciende el espacio y el tiempo: una pareja eterna.
¿Por qué quiso usted abordar el amor de esa manera? ¿Por qué es tan importante construir una historia de amor?
Porque quería construir una historia de amor que trascendiera el tiempo. Eso sí fue premeditado. Los dos personajes se aman a través de las épocas, tormentosamente. En la primera parte ella sufre; en la segunda, él sufre. Y al final hay una epifanía que junta las dos novelas, hacia una relación de amor inmortal. Es algo esotérico, sí, pero también una búsqueda del amor perfecto. Y en esa búsqueda se llega al fondo de la condición humana: los odios, los rencores, el despecho… En la medida en que uno va profundizando, los personajes dejan de ser fabricados por uno: ellos lo fabrican a uno.
¿Y por qué considera al amor como un elemento importante dentro de la condición humana?
Porque posiblemente el amor es el silencio de Dios. El amor es una emanación de algo superior que no puede ser malo. Pero la contraparte del amor es el odio —no la indiferencia, porque la indiferencia es la muerte—. Entonces, a través de cómo los personajes se aman con todas sus dificultades, uno va entrando en la condición humana.
Uno de los puntos que me llamó la atención del libro, sobre todo en la primera parte, es el problema de Artemisa por ser mujer.
Las mujeres eran maltratadas en la Edad Media hasta que se cerraron los libros de caballería y se creó el culto a la Virgen en el Concilio de Nicea. En los primeros años del cristianismo la Virgen no existía. A partir de ahí, la mujer comenzó a ser importante, pero aún así fue maltratada hasta la época victoriana. Entonces, sí, quería hacer una crítica al maltrato femenino.
Quiero preguntarle por esta frase: “Para el caballero de Molinar es un imperioso deber hablarles a sus hombres, infundirles la certeza del éxito, la fe en la victoria y la confianza en sí mismos.” ¿Por qué esa importancia de la certeza del éxito?
Porque, quiera o no, uno también leyó libros de autoayuda. Eso ayudó mucho a la psicología personal. A uno le hacían bullying, uno no nació con defensas perfectas. Entonces leí bastantes libros de autoayuda. De ahí viene la importancia del liderazgo. Todo está mezclado: una novela es la vida.
Otra frase: “Los que son justos y buenos suelen ser unos arrogantes que hacen infelices a los demás con la ostentación de su valía; no hay canallada mayor que una persona justa.”
Eso es cierto. Yo sospecho mucho de la santidad. Por ejemplo, pongamos la monja esa famosa, la Madre Teresa de Calcuta: todo el mundo la ponía en un pedestal y era un monstruo. No hay nada que yo le tema más que a un santo o a una beata: algo detrás de eso siempre está el demonio.
También aparece el tema de la culpa, especialmente en relación con el amor. ¿Qué relación hay entre ambos?
La culpa está más en la condición humana. Uno es amo de lo que calla y esclavo de lo que dice. Donde hay amor, hay culpa, porque uno no es capaz de darlo todo. Y también se siente culpable de que el otro no lo quiera más. Incluso hay niños que se sienten culpables de la muerte de un padre. La culpa está metida en la condición humana.
Al principio del libro usted hace una especie de retrato sobre el poder. Me parece importante preguntarle cómo exploró ese concepto.
Primero, la persona que se cree capaz de mandar a otros ya es, para mí, un psicópata. ¿Por qué alguien nace con la idea de tener poder sobre los demás? El poder siempre está lleno de narcisismo, codicia y ganas de joder a los demás. El poderoso, generalmente, es un enfermo.
Hay un personaje en la novela, un senador corrupto, que retrata eso. En Colombia hubo muchos así, con urbanizaciones piratas y todo. Yo fui secretario del doctor Carlos Lleras Restrepo y estuve muy vinculado con el poder. Me di cuenta de que era una especie de realización psicopática. No hay amistad, ni lealtad, casi ni amor a los hijos. Es una clase de gente que busca el poder por sí mismo.
Como decía Maquiavelo: no hay nada más fácil para acceder al poder que un mediocre. El mediocre no se cuestiona. En cambio, una persona realmente inteligente se juzga permanentemente a sí misma. Algún día —como decía Marx— podrá haber un gobierno sin gobierno. Una utopía, sí, pero interesante. Hay que leer a Marx.