Agustín Tosco: la voz de los sin voz

Comenzó ayer, oficialmente, el VIII Congreso Internacional de la Lengua en la ciudad de Córdoba, con discursos del presidente de Argentina y el rey de España.

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FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
28 de marzo de 2019 - 02:00 a. m.
Agustín Tosco, referente del Cordobazo, ocurrido el 29 de mayo de 1969. / Archivo particular
Agustín Tosco, referente del Cordobazo, ocurrido el 29 de mayo de 1969. / Archivo particular
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Como si hubieran llegado de repente todas las palabras, las añejas, las nuevas, las mentirosas, las oficiales y las marginales, algunas de las calles y avenidas de Córdoba amanecieron ayer con las paredes y los muros pintados, repletos de carteles, con frases que contradecían lo que estaba escrito en los monumentos a José de San Martín, a Hipólito Irigoyen o a los soldados que combatieron en las Malvinas, y con un extendido rumor a rebeldía, a viejas historias de antiguos personajes de pasadas luchas que se regaba por bares, cafés y salones universitarios.

Mientras distintas y estridentes caravanas policiales escoltaban al rey Felipe de España, al presidente de Argentina, Mauricio Macri, y a los altos ejecutivos de los diversos institutos de la lengua de España y América, dos muchachos de pelo largo, de jeans gastados y camisetas negras que decían “Las palabras son mis armas”, alzaban la voz en una esquina de las calles Irigoyen y Vélez Sarsfield, y la alzaban para declamar, para gritar sus versos al paso, como los llamaban, y para hacer de esos versos su única arma.

Alzaban la voz para que su voz se oyera por toda la ciudad, aunque supieran muy bien que no se iba a oír más allá de unos cuantos metros, y miraban hacia la estatua de Agustín Tosco, y unos metros más lejos, hacia el boulevard San Juan, donde casi cincuenta años atrás el ejército mató a un obrero automotor llamado Máximo Mena durante las primeras horas del 29 de mayo, cuando varios miles de obreros y sindicalistas, apoyados por los estudiantes, se tomaron la ciudad y sacaron a las carreras al ejército.

Tosco, el hombre de la estatua frente al Patio Olmos, fue uno de los protagonistas esenciales de aquella jornada a la que la historia llamó el Cordobazo. Como lo describiría varios años más tarde don Osvaldo Bayer, “Tosco no era antiperonista, era antiburócrata. Un enemigo acérrimo de la burocracia sindical. Porque justamente allí, para él, estaba el cáncer del movimiento obrero: la falta de democracia de base, el caudillismo, la prebenda, el acomodo, en fin, la corrupción”.

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Le decían el “Gringo” por sus ojos claros y sus facciones, y así, como el Gringo, lo presentó en una obra musical el pasado lunes en la noche el dramaturgo Hernán Espinoza como parte del “Festival de la palabra”. El Gringo Tosco nació en 1930, en un pueblito de la provincia de Córdoba llamado Moldes. Vivió de niño en casas de piso de tierra apisonada y se dedicó desde los pastizales que rodeaban la tierra apisonada a contar las estrellas y a leer, y a seguir leyendo, y a escribir y a pensar, hasta que se fue a Córdoba a estudiar y a trabajar.

La historia lo recordaría como lo describió Bayer luego de una película que Adrián Jaime hizo sobre él, Tosco, el grito de piedra: “Tosco en las calles del Cordobazo, Tosco en las asambleas obreras, Tosco en los actos con miles de obreros y estudiantes. Su palabra. Un país para todos, con pan para todos, con techo para todos, con escuelas para todos. Y fundamentalmente con trabajo para todos, y allí, los obreros, sí el trabajo, pero también cultura, y las horas de descanso para la cultura, jugar con sus niños, el amor con sus mujeres. Agustín Tosco, cariñosamente ‘el Gringo’. Querido para siempre, para siempre en el recuerdo”.

Fue aprendiz de electricista y electricista, y luego técnico en electricidad. Jamás dejó de trabajar con sus manos, ni siquiera cuando era secretario adjunto de la CGT (Confederación General de Trabajadores). Primero era obrero, solía decir. Luego, dirigente, porque el mayor honor era ser representante de los trabajadores. Cuando fue dirigente, cuando supo que tanta gente de las bases obreras dependía de él y estaba en prisión por los sucesos del Cordobazo, le dijo que no a una opción de escapatoria, pues sabía que si lograba huir, tendría que irse a la clandestinidad, y desde la clandestinidad no podría serle útil a nadie.

Igual, tuvo que “volverse clandestino” apenas salió de prisión, pues desde el gobierno de Alejandro Lanusse habían emitido órdenes no oficiales de captura sobre él. Si Tosco desaparecía, decían los altos mandos militares, desaparecería el sindicalismo en Córdoba y en gran parte de la Argentina. Y se esfumó. Fue de casa en casa, de campo en campo, de pueblo en pueblo, soportando unos dolores de cabeza que cada vez eran más fuertes, atendido por amigos y gente de los sindicatos, hasta que a finales de 1975 la radio dio la noticia de que había fallecido.

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Por la radio se enteró su esposa, Nelly, y por medio de ella, su hijo, Héctor Agustín Tosco, un niño de menos de diez años que tiempo atrás, cuando su padre estaba preso en la cárcel de Rawson, había dicho para un programa de televisión que cuando lo viera le diría que cuando fuera grande, él quería ser sindicalista. Por la radio se enteraron sus compañeros de lucha y el pueblo y quienes lo admiraban y quienes no, y por la radio informaron que su funeral sería la semana siguiente y recorrería las principales calles de la ciudad de Córdoba.

La semana siguiente su cuerpo fue llevado y acompañado y seguido por decenas de miles de trabajadores y estudiantes que cantaban en contra del gobierno, del sistema, del imperialismo, de la represión, y ondeaban pañuelos, banderas argentinas y sindicales, y alzaban los puños. De repente, todo se transformó. La gente empezó a correr y a buscar un lugar donde refugiarse, a gritar y a mirar hacia los tejados de los edificios, desde donde varios hombres disparaban a mansalva. La mujer de Tosco soltó el ataúd con el cuerpo de su marido y se metió como pudo al cementerio municipal.

Se escondió en una tumba y aguardó ahí toda la noche y parte de la mañana que le siguió, y luego, cuando salió, con los días, los meses y los años, se fue dando cuenta de que la voz de Agustín Tosco, la voz de los sin voz, era de piedra y atravesaba la historia.

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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