“Alberto Aguirre es, geográficamente, un oasis adonde hemos arrimado una generación de escritores antioqueños a escamparnos del desierto, a preguntar por un camino. Nadie volvió a partir de ese oasis con sed, porque el corazón de este hombre, su amistad, su talento, hacen un poco de faro en la soledad espiritual de Medellín”, dijo el poeta y escritor nadaísta Gonzalo Arango, en la década de los 60, en un reportaje para la revista Cromos.
Lo conoció en los años más oscuros de su juventud cuando su porvenir era el suicidio. “Él me pagaba el bus y me rescataba de la cárcel cuando me metían por turbar el orden moral y laborioso de la Villa de la Candelaria”, recuerda. Arango fue uno entre tantos intelectuales y artistas que compartieron con Aguirre en las espontáneas tertulias que se formaban a su alrededor, en los tradicionales cafés de Medellín. Eran amigos que hablaban de libros, de mundos y de versos.
“Su pasión arde por dentro como los volcanes”, escribió el nadaísta. Nacido en Girardota el 19 de diciembre de 1926, Alberto Aguirre Ceballos tenía un espíritu inconformista, rebelde y audaz. Cuando su familia se trasladó a Medellín, se obsesionó por el cine viendo películas de vaqueros en el Teatro Junín cuando tenía 10 años. En la década de los 50 se unió al Cine Club, donde escudriñaba las escenas y analizaba a los personajes para develar su contexto histórico y político.
“El Cine Club no es para ver cine, es para aprender a ver cine”, le dijo Aguirre al arzobispo de Medellín, Joaquín García Benítez, cuando la Iglesia consiguió cerrar las puertas de club. Terco y persuasivo logró reabrirlo en 1956 con la proyección de una película prohibida en el país: Senso, de Luciano Visconti.
Terminó de estudiar Derecho cuando tenía 20 años. Tres años después ya era Juez del Trabajo, se convirtió en magistrado del Tribunal Superior de Medellín, a los 30 y durante siete años fue profesor de cátedra de Derecho Laboral en la Universidad de Medellín. Pudo haber tenido una carrera brillante, pero se dedicó a hacer libros.
“Él fue un gran editor, un gran librero, un excelente fotógrafo, un periodista lúcido y feroz, y para mí el mejor de los amigos”, apunta el escritor Héctor Abad Faciolince, quien dedicó el último poema de su libro Testamento involuntario al recién fallecido, Alberto Aguirre. “Sé que sigo viviendo por güevón y porque no me atrevo a quitarme la vida”, le dijo alguna vez.
La Librería Aguirre fue la la librería mas importante de Medellín a partir de los años 60 . Importó por primera vez en la ciudad literatura marxista y obras de Jean Paul Sartre, Albert Camus, Henry Miller, entre otros.
“Los libros de arte, las últimas traducciones venidas de Buenos Aires, México o Barcelona, y las revistas más novedosas se volvían objetos preciados, fetiches en manos de los pocos iconoclastas, cosmopolitas y rebeldes con causa en relación con una sociedad pacata y enclaustrada en el más recalcitrante conservadurismo”, dice Augusto Escobar Mesa, de la Universidad de Antioquia.
Allí fundó “Editorial Aguirre” donde publicó Obras Completas, de León de Greiff; la primera edición de El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez; la novela de Arturo Echeverri Mejía, Marea de ratas , y el libro de Fernando González, El libro de los viajes y la obra de las presencias.
“De El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, obtuve en 1960 los derechos para su publicación cuando aún no era un escritor conocido y había publicado sólo La hojarasca en una edición modesta. En función de librero, distribuidor y editor, distribuí por todo el país la obra y logré vender por ahí 450, regalé 100 o 200 y el resto los vendí como saldo a cincuenta centavos a un tipo que se los llevó a su pueblo para envolver cominos”, cuenta en una entrevista hablando sobre la difícil labor editorial en los años 50 y 60.
Su formación como abogado la puso al servicio del periodismo. En sus ácidas columnas denunció la ausencia y las irregularidades del Estado y de sus instituciones. Informó a los lectores sobre la desvergüenza de la clase dirigente, las injusticias, la miseria y el abandono del pueblo colombiano.
Tuvo gran reconocimiento por su columna “Cuadro”, que ocupó espacio en El Mundo, luego en El Colombiano y en la revista Cromos. “Es este un país criminoso, vale decir, cubierto por el crimen, bañado en el crimen. Esta circunstancia produce, como es natural en el ciudadano del común, una gran inseguridad. Se hace particular mención del homicidio, pues los delitos de sangre causan mayor espanto, pero también abunda la demás panoplia de los delitos: contra el patrimonio, contra la buena fe, y demás” escribió en su última columna “País criminoso”, publicada en Cromos el 9 de febrero de 2009.
Rechazó siempre los homenajes porque decía que eran “un pedestal que prefigura el rigor mortis”. En su propio obituario escrito para la edición 79 de la revista Soho, Aguirre recuerda la máxima de Jardiel Poncela: “Los muertos, por mal que lo hayan hecho, siempre salen en hombros”.