En la casa de Alberto Casas Santamaría hay mucho de todo. Muchos libros, desbordados en estantes y esquinas, y muchas meninas, en todos los tamaños y colores, apiladas como si se hubiesen multiplicado con la paciencia de los años. Todo parece querer decir que a este hombre nada le ha parecido menor, nada le ha resultado indiferente. Ha vivido interesado en todo lo que la vida ofrece, y sabe que ese apetito se lo debe al arte, que desde niño lo cautivó y lo atrapó para siempre.
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De su infancia en La Candelaria conserva la memoria intacta: las calles empedradas, el eco de las campanas y el rumor de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Allí el abuelo lo llevaba de la mano entre teatros y conciertos, y así aprendió que la cultura podía ser un destino. En un rincón de la pared de su casa todavía cuelgan fichas de colores, borradores y papeles que le recuerdan al niño que fue: uno que aprendió a enunciarse en medio del corazón de la ciudad, donde todo era arte, ruido y palabra.
Ese niño, fascinado por los retratos y por la música, se transformó en un hombre alto y de porte elegante. “Parece un conde”, dijo alguien que lo vio caminar. Y en efecto, hay en su figura algo señorial, no tanto por linaje como por la dignidad con la que carga el tiempo. Casas se mueve entre disciplinas como quien cambia de escenario: fue político, ministro, diplomático, periodista y coleccionista. Pero, en el fondo, siempre fue el mismo: un narrador de memorias que entendió que la cultura es el lenguaje secreto que nos une en medio de la división.
Aunque el público lo conoció en los pasillos del poder, nunca dejó de sentir que lo esencial estaba en el arte. Estudió derecho en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, pero pronto la vida política lo llamó. Fue concejal de Bogotá a una edad temprana, luego diputado a la Asamblea de Cundinamarca, representante a la Cámara y senador de la República. Su carrera creció a la par que el país atravesaba convulsiones políticas y sociales.
Más tarde ocupó ministerios claves: primero el de Comunicaciones, y después, bajo el gobierno de Andrés Pastrana, el de Cultura. En la diplomacia fue embajador en Venezuela, México y Serbia, además de representante en organismos internacionales. Su paso por esos cargos le dio perspectiva: aprendió que un país no se entiende solo desde las leyes o las fronteras, sino desde la manera como canta, escribe, pinta o recuerda.
Casas suele repetir una idea que lo ha acompañado siempre: el Ministerio de Cultura debería ser, en realidad, un Ministerio de la Paz. Porque en Colombia, dice, donde todo nos divide, la cultura nos junta. Esa convicción no es un eslogan, sino una certeza nacida de la experiencia. Vio en su paso por el Estado las limitaciones presupuestales, la dificultad de llegar a los territorios, la necesidad de que el sector privado se involucre. Pero también comprobó que, allí donde llegaba un libro, una obra de teatro o un mural, había comunidad y reconciliación.
En “Memorias de un pesimista”, libro que publicó años atrás, trazó con sinceridad sus diagnósticos sobre el país: la polarización histórica, la incapacidad del Estado para castigar la corrupción y la desigualdad persistente. Pero en ese mismo texto late su fe en la cultura como tabla de salvación. No porque resuelva mágicamente los conflictos, sino porque ofrece un espacio común en medio de la fragmentación.
¿Qué lugar le da a la cultura en los procesos de paz?“El Ministerio de Cultura debería ser el Ministerio de la Paz, porque la cultura puede ocupar los espacios que la polarización y la división nos han quitado”.
Alberto Casas Santamaría
También fue hombre de medios. Su voz se volvió familiar en la radio: formó parte de La FM y de W Radio, trabajó en noticieros, escribió en revistas y dejó columnas de opinión en periódicos nacionales. En esos espacios, Casas se ejercitó como cronista del presente: supo leer la temperatura del país, denunciar la corrupción, advertir sobre la polarización y, sobre todo, recordar que la cultura no es un adorno, sino un tejido que sostiene.
Pero detrás de las condecoraciones y de las formalidades, Casas nunca dejó de ser el niño curioso de La Candelaria. Su amor por el arte se expresa en pequeños gestos: el disfrute de un retrato bien hecho, la fascinación por las meninas que decoran su casa y la devoción por la obra de Santiago Cárdenas. En su colección hay un paraguas colgado en la eternidad de un lienzo y un tablero borrado que parecen hablar del paso del tiempo.
Familia, refugio y ternura
Lo que más lo enorgullece, sin embargo, no son los cargos ni los reconocimientos. Son sus dos hijas y sus cinco nietas. Habla de ellas con la emoción de quien se sabe acompañado. Con humor dice que odia a los hombres, porque él es el único en la casa y no quiere que otro venga a lastimarles el corazón. Esa broma esconde la ternura de un abuelo que encontró en su clan femenino un sentido definitivo.
Su primera esposa, Ellen Riegner, fotógrafa, dejó en él un amor especial por la imagen. Una de sus hijas dirige la galería Casas Riegner, un espacio de referencia en el arte contemporáneo latinoamericano; la otra se mueve en la moda y la cocina creativa. Junto con ellas, Casas ha tejido un hogar donde la cultura no es discurso académico ni política pública, sino respiración diaria. En la galería, en la mesa familiar o en las risas de las nietas la vida se funde con el arte.
En la intimidad de su hogar, Casas encuentra el verdadero reconocimiento. Rodeado de meninas, de cuadros, de retratos, de libros, de recuerdos, agradece lo vivido. Dice que se considera “humildemente exitoso”. No por la política ni por la diplomacia, sino porque siente que ha hecho lo que quiso, lo que debía y lo que pudo.
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Este 20 de septiembre el Museo de Arte Moderno de Bogotá le otorgará el premio Mambo a la Filantropía en las Artes. Cuando lo anunciaron, Casas volvió a sentir la emoción del niño que entró por primera vez al Teatro Colón de la mano de su padre. “Ya había recibido condecoraciones de Colombia, de México y de Venezuela. Pero este, por su relación con el arte, me produce una emoción distinta”, confesó.
Ese galardón no solo honra su trayectoria, sino que resume una vida consagrada a la cultura en sus distintas formas: como funcionario, como periodista, como coleccionista, como padre y abuelo.