Alejo Carpentier: narrar desde adentro
Hace 40 años, murió el escritor cubano, Alejo Carpentier.
Manuela Cano Pulido
Lo entendió cuando estaba lejos de su país. Alejo Carpentier comprendió en el exilio, que aquello que tanto buscaban los artistas europeos en sus más profundas fantasías, estaba en cada una de las esquinas de su continente. Se expresaba en las caóticas capitales latinoamericanas, en su manera de hacer política, de relacionarse. Estaba en el llano, en la selva, en las montañas, en los océanos, estaba impregnado en cada una de sus células. Y así en Los pasos perdidos escribiría: “un día los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que en cada caracol manchado era, desde siempre, un poema”.
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Lo entendió cuando estaba lejos de su país. Alejo Carpentier comprendió en el exilio, que aquello que tanto buscaban los artistas europeos en sus más profundas fantasías, estaba en cada una de las esquinas de su continente. Se expresaba en las caóticas capitales latinoamericanas, en su manera de hacer política, de relacionarse. Estaba en el llano, en la selva, en las montañas, en los océanos, estaba impregnado en cada una de sus células. Y así en Los pasos perdidos escribiría: “un día los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que en cada caracol manchado era, desde siempre, un poema”.
También desde la nostalgia de quien se va de su hogar, descubrió que la realidad de su isla era más inverosímil que el sueño más absurdo. Y en Francia, a miles de kilómetros de su Cuba querida, rodeado de artistas surrealistas que inventaban mundos increíbles, Carpentier supo que su continente era tan irreal como maravilloso, y que su tarea como escritor era encontrar las palabras para poder narrarlo, desde adentro. Con esa idea en mente regresaría a la Habana, aún cuando el dictador que tanto lo había perseguido siguiera en el poder.
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Mucho se ha hablado sobre el lugar de nacimiento de Alejo Carpentier, pero en realidad, eso poco importa. Algunos aseguran que Lausana, Suiza, fue el lugar donde el escritor dio su primer respiro el 26 de diciembre de 1904. Otros y hasta él mismo, garantizan que la Habana lo vio nacer. Lo cierto es que Carpentier siempre se sintió profundamente latinoamericano. América Latina lo fue todo para el escritor: le dio su idioma, su ímpetu político, y una realidad tan particular que plasmarla en palabras fue su gran hazaña.
Como la de la región, la historia de vida de Carpentier fue producto del mestizaje. De la unión entre diferentes culturas, a veces un tanto discordantes. Su propio nacimiento fue el resultado de una fusión extraña entre lo francés de su papá y lo ruso de su madre. De allí en adelante, su vida se vería determinada por elementos disímiles que se le irían sumando para formar su singular esencia.
Las fusiones eran tan evidentes en Carpentier que permearon desde lo más sencillo hasta lo más complejo, desde su manera de hablar hasta su concepción del mundo. Bastaba solo con escucharlo pronunciar una sola frase para entrever su herencia francesa, pues él mismo se burlaba de ese acento que lo dotaba de unas “erres” que tildaba de deficientes. Esta particularidad provenía de un bilingüismo precoz, en el que el francés y el español entraban siempre en disputa.
Sin embargo, el francés era una obligación para la interacción con su padre y luego una herramienta en su prolongada estancia en París. En cambio, el castellano era más que un idioma para él. Se convertiría en su manera de conectarse con su contexto, con sus compatriotas cubanos, para debatir ideas y sobre todo para escribir. Él mismo afirmaría en una entrevista en 1977 que “para escribir jamás renunciaré al castellano, cubano soy y como cubano, como americano, mi idioma es el castellano y con ese idioma tengo que comunicarme con mis compatriotas y con la gente que siente como yo”.
Era un amante del castellano, admiraba su belleza y su versatilidad. Decía que este era uno de los muchos tesoros que había dejado el cruce de culturas del que era producto, y así, lo defendía hasta el cansancio. Afirmaba que la fuerza de la literatura española y de la latinoamericana se encontraba precisamente allí, en ese mestizaje. Este lo dotaba de una riqueza que no poseía ningún idioma y con él se podía hacer magia. Era tan mágico que permitía que los escritores latinoamericanos se apropiaran del castellano para escribir sobre su continente como nunca nadie antes lo había hecho.
Carpentier veía que su deber no solo como escritor, sino como ciudadano, era comprender a su país desde sus entrañas, desde todas sus complejidades y poderlo expresar por medio de su prosa. Estaba convencido de que desde allí debía partir todo su conocimiento del mundo y decía: “cubano primero, latinoamericano después y luego universal”. Por eso, estudiaba su isla y a América Latina, y era consciente de que en ella confluían diferentes tiempos en un mismo espacio, que recorriendo su territorio se podía viajar desde la Modernidad hasta el Paleolítico, propio de esos parajes desconocidos y casi deshabitados. Comprendía que por sus venas corría sangre indígena, negra, mulata, mestiza y que eso la hacía única en todo sentido. Escuchaba con cuidado su latir y sabía que este agrupaba ritmos diversos, propios, importados, adoptados y sincréticos.
Así pues, creía que él como escritor latinoamericano debía hacer lo que en su tiempo había hecho José Martí en la política, pero esta vez desde las letras. Admiraba que Martí hubiera comprendido su tierra, para luego plantear cómo se debía gobernar, y resaltaba escritos como ese que daría a conocer en 1891 y decía: “Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyès no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que entender que para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino de qué elementos está hecho su país”.
Y Carpentier comprendería bien ese mensaje. Se preocupó por entender los elementos más diversos de su país y de su región, los estudió a profundidad, les dedicó horas y páginas enteras. Entendió que estos viven por su mestizaje y así, hasta ese 24 de abril de 1980 en que su corazón dejó de latir, se dedicaría a relatar América Latina con una sensibilidad del lenguaje que le permitiría mostrar todo lo maravilloso que constituía a su continente.