Alfredo Molano Bravo, maestro de vida y escritura
Al cumplirse un año de su muerte, un escritor revisa, a partir de su libro póstumo, la obra del escritor que fue cronista y columnista de este diario.
Julio Olaciregui * / Especial para El Espectador
Desde 1970 en Medellín, en el campus de la Universidad de Antioquia, Alfredo Molano Bravo —Molano, como le decíamos— nos marcó con su pasión vital, sus búsquedas, su compromiso social, su manera de ser y hablar y hasta con sus pintas de prerrevolucionario, de teórico muy serio con chivera, chaqueta de cuero y blue jeans.
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Desde 1970 en Medellín, en el campus de la Universidad de Antioquia, Alfredo Molano Bravo —Molano, como le decíamos— nos marcó con su pasión vital, sus búsquedas, su compromiso social, su manera de ser y hablar y hasta con sus pintas de prerrevolucionario, de teórico muy serio con chivera, chaqueta de cuero y blue jeans.
Debía andar por los 35 años, en medio del camino de su vida, y en cada curso nos explicaba la historia del pensamiento social, despertando inquietudes y vocaciones de lucha y rebeldía entre sus alumnos de la Facultad de Sociología. “Estudiábamos cómo hacer la revolución en Colombia”, como dice él que lo hacía cuando estuvo en la Escuela de Altos Estudios de París, tres o cuatro años después (1975-1977). (Más de la vida de Alfredo Molano Bravo).
En Medellín, uno de nuestros compañeros, Jairo Solano Alonso —hoy en día un gran historiador—, plasmaba en sus canciones nuestros fervientes deseos de quitarnos “la basura del cerebro” y de “construir un mundo mejor”. Bullía en el campus esa misma efervescencia que Molano evoca en su propia vida, cuando era estudiante en la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Bogotá en los años 60.
“Lo que en las aulas oíamos, en los prados digeríamos y en la 26 o en la 45, a piedra, defendimos”, diría al recibir el doctorado honoris causa que le otorgó su querida universidad el 26 de septiembre de 2014, refiriéndose a las luchas estudiantiles de su generación “contra el Frente Nacional, contra la agresión norteamericana a Cuba, contra el asalto a Marquetalia”.
“El tiempo vuela ligero”, como canta Totó la Momposina, y en 1991, en la librería Cumbia de Montparnasse —la Colombie á Paris— encontré un libro de Molano, Aguas arriba: entre la coca y el oro, con prólogo del historiador Jorge Orlando Melo, quien destaca sus “peculiares procedimientos literarios” para contarnos “la historia de esas zonas de violencia y esperanza en que se han convertido las áreas de colonización en Colombia”. Fue el primer libro que leí de él. Cuenta el viaje que realizó a la comisaría del Guainía en junio de 1988. Me transportó a ese espacio ignoto para mí, abrió mis fronteras, me hizo añorar el gran país, allá a lo lejos. Melo añadía que ese libro se alejaba “tanto del reportaje periodístico, hecho con maestría en Colombia por Germán Castro Caycedo o Gabriel García Márquez (…), como del trabajo sociológico académico y convencional”.
Uno de sus narradores, Chispas, el cabo, cuenta entre otras cosas la historia de una misionera de origen alemán, Sophia Muller, “una mona que llegó a estas selvas siendo todavía bonita y que hoy vive ya gecha en Puerto Ayacucho (…) Sophia comenzó a vivir con los indios, conociéndoles sus costumbres y su psicología, y aprendió los 41 dialectos que hablaban. Andaba sola en curiara (una canoa pequeña) por los ríos y los caños. Poco a poco fue traduciendo a sus lenguas la Biblia y a volverse su diosa”. ¿Este personaje daría para una novela estilo En el corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, o para tremenda película, pensé y tuve oportunidad de decírselo cuando me lo encontré, en enero de 2017, en una calle de Cartagena durante el Hay Festival, donde participaba en una charla con Ricardo Silva Romero y Mario Jursich sobre historia de Colombia.
Seguro debía estar acostumbrado a que lo abordaran en una acera y le dijeran: “Oiga, profesor Molano, yo fui alumno suyo en la Universidad de Antioquia en los años 70”, como le dije esa vez al verlo caminar solo por las calles de la ciudad amurallada. Iba para su hotel y me dijo: “Camine, acompáñeme un rato”. Sonrió con picardía al recordar el fin de la aventura de Sophia Muller en la selva. Esa noche andaba solo, tranquilo. Años atrás lo había visto una vez en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá, acompañado por un muchacho fornido, de mochila arhuaca, que me pareció era su escolta. Supe que había tenido que exiliarse en Barcelona ante las amenazas de los paramilitares.
Hablamos de un amigo común, Francisco “Pacho” Correa, también sociólogo de la Universidad Nacional, quien había estado como él en la Sierra Nevada y en la Amazonia. Eran de la misma generación. Su fallecimiento, en 2009, lo tomó por sorpresa. Lo echaba mucho de menos, dijo. Le recordé que en 1996 ya nos habíamos encontrado en Bogotá el día que se definieron los Premios Nacionales de Colcultura. Él fue jurado en la modalidad Literatura oral y yo en el concurso de Cuento.
El arte de ser abuelo
Cartas a Antonia, su libro póstumo, publicado a comienzos de agosto, me hizo recordar el libro de poemas El arte de ser abuelo, de Víctor Hugo, escrito por el gran escritor francés en homenaje a sus nietos Georges y Jeanne, cuya educación asumió en los primeros años de vida de los niños.
Como dice su hijo, Alfredo Molano Jimeno, en el prólogo: “De todos sus libros es el más profundo, autobiográfico y universal”. En esos textos habla de su infancia y su adolescencia en el campo, en El Líbano (Cundinamarca). Son cuentos hermosos llenos de paisajes, sueños, caballos, lobos, miedos, remordimientos. Y también evoca personajes como el Tigre Molano, guerrillero liberal en la Guerra de los Mil Días.
Es magistral la forma como le cuenta a su nieta episodios de la historia nacional, algunas veces —por ejemplo la época del “monstruo” Laureano Gómez y el golpe militar de Rojas Pinilla— relacionándolos con hechos de su propia vida, como cuando su perrita Sonia se ahorcó. Llama la atención el estilo de su escritura, sobria y precisa, sencilla y elocuente a la vez, poética y llena de detalles. Se nota que a Molano le apasionaba escribir. Se concentra mucho en sacar lecciones de su infancia, lo que aprendió, para poder pasarle el dato a su nieta. “Cuando yo era niño como tú y ya casi dejaba de serlo, mi abuela, que era muy callada, me dijo un día mirando que yo me robaba un cigarrillo de mi abuelo: ‘no te madures biche, tiempo tendrás de ser mayor’”.
Habla sobre todo de la larga historia de injusticias y despojos de tierras a indios y afrodescendientes y comparte lo mucho que sabe de la geografía colombiana. Se refiere a la marihuana y a la cocaína y a las guerras que estallaron por el control de esta última droga. “Todos metidos en la guerra. Horrible, mi amor, una historia terrible”.
Molano se dio cuenta, desde que estaba en el bachillerato, que le gustaba mucho escribir. “Un afortunado día escribir se me volvió obligatorio, incluso apasionante”. En la Universidad Nacional tuvo compañeros de cafetería que se fueron al monte, “conocidos que murieron para que nosotros no muriéramos (…) Muchachos tan generosos como los que después me encontré en las costas del Guayabero (…) Fue entonces cuando comencé a escribir sobre ellos y sobre su gente. Escribí deslumbrado, alucinado. No paraba de escribir sobre un país que no se conocía, y de conocerlo, por supuesto”.
A partir de junio de 2019 comenzó a llevar un diario sobre su estado de salud y sobre “las vueltas, citas, dudas”, incertidumbres y miedos que lo acosaban. Escribió para aclarar las ideas y para darse ánimo. “Frente al abanico de riesgos, necesito entregarme al destino sin resistir; es decir, sin llantos ni lamentos”. Sus reflexiones ante la posibilidad inminente de su desaparición son de una gran lucidez y ecuanimidad, pese a “los perros del miedo”. Seguirá leyendo y escribiendo hasta el final. Contemplando la naturaleza y luchando contra el ego “para despejar el camino, entre laberintos y tentaciones de ser eternos, que lleva a la esencia”. El canto del gallo, mirando al cielo, enérgico, le daba optimismo. Su imaginación y su trabajo como miembro de la Comisión de la Verdad lo sacaban a veces del laberinto de la enfermedad y lo revitalizaban. “El Llano me ayudó a cambiar de horizonte, de clima, de tema y estuve tranquilo (…) El único recurso para entretenerme fue pensar en los enredos de la Comisión y en escenas eróticas aplazadas, reinventadas, inventadas”.
Leer esos textos —sentir su voluntad de escribir cada día— nos comunica la grandeza de alma y la sensibilidad de este hombre que, como lo dice su nieta Antonia, “ha recorrido a pata todo el país ayudando a poblaciones enteras, a campesinos, a niños, desmintiendo a los mentirosos y cooperando cada día con la mejoría del país (…) la gente lo quiere, lo ama, lo admira”. Hay en las últimas páginas del profesor Molano grandes enseñanzas y pensamientos que lo equiparan a un pensador como Michel de Montaigne, preparándose a perder la existencia. En su ensayo De la experiencia, el filósofo francés del siglo XVI decía: “Ahora que advierto la mía de duración tan breve, quiero amplificarla en peso, quiero detener la rapidez de su huida (…) A medida que la posesión del vivir es más corta, me resulta necesario convertirla en más profunda y más plena”.
Cartas a Antonia termina con las palabras que pronunció al recibir el doctorado honoris causa que le otorgó la Universidad Nacional y con su texto Escribir, vivir, que redactó para agradecer el Premio Simón Bolívar a vida y obra de un periodista, el 4 de noviembre de 2016. Citaré algunas frases que señalan el camino a seguir para todos aquellos que amamos la vida y la escritura: “Escuchar es limpiar lo que me distancia del vecino o del afuerano, que es lo mismo que me distancia de mí. El camino, pues, da la vuelta”.
“La verdadera relación con otro ser humano es jubilosa porque ha logrado romper la trinchera del miedo (…) ¿Cómo seguir aislado cuando uno conoce al vecino y sabe, además, que vive tan solo como uno? Más aún: ¿cómo no comunicarle que uno existe? ¿Cómo no mandarle un papelito diciéndole: aquí estoy? Eso es escribir. Se tiene miedo de escribir porque se tiene miedo de escuchar, porque se tiene miedo de vivir”.
“La creación esconde la utopía, la aspiración a un mundo nuevo y distinto que puede ser tanto más real cuanto más simple (…) La creación es el movimiento de la vida. Por eso todo esfuerzo encaminado a conocer debe aspirar a crear, no a descubrir. Crear es, al fin y al cabo, un acto ético”.
* Escritor. Su más reciente novela es Pechiche naturae (Collage Editores).