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Que sus uñas están opacas, que en unos años, pocos, empezarán a salirle pecas. De las manos pasa de nuevo al vacío. Recuerda a Emil Ciorán, porque el vacío va de la mano con Ciorán, porque con sus palabras, Ciorán decía que el único destino justo del hombre era el vacío. Sonríe porque está de acuerdo, y sonríe aún más porque ese destino de vacío que nos espera a todos es también su venganza contra algunos. El escritor sueña, imagina, crea, miente, escupe verdades, sus verdades, y por momentos, hasta se cree el cuento de que en realidad está creando un mundo a punta de palabras. Lo crea. Lo moldea. Se sienta en un parque dentro de su propia historia. Es personaje, es lector, es escritor, es transeúnte, asesino, mendigo, ladrón, santo y pecador.
El escritor se levanta. Camina. Se justifica. Dice que caminar le hace encontrar las palabras, pero es un pretexto. A veces las encuentra, a veces, no. Igual, camina. Se prepara un café, enciende un cigarrillo, mira por la ventana y ve gente. Gente y sus máscaras. Máscaras y mentiras. Recuerda a Óscar Wilde: “La forma objetiva es, en realidad, la más subjetiva. El hombre es menos él mismo cuando habla por cuenta propia. Denle una máscara y les dirá la verdad”, y a través de Wilde, a Yukio Mishima, que escribió “Confesiones de una máscara”, y con Mishima retorna a la mirada original, aquel instante en el que todo se inició, aquel segundo que fue el primer segundo, del primer minuto de un camino que lo llevó a escribir, sólo eso. Poco, nada, mucho, todo. Sólo eso. La mirada original fue una frase, o la imagen de la portada de un libro, o el creer que dentro de ese libro había vida, o una niña de ojos verdes que pasó tomada de la mano de su madre.
El café está listo, pero café sin cigarrillo no es café, por eso vuelve a fumar, muy a pesar de la tos y de los miles de millones de consejos de sus tías y sus sobrinos para que deje de fumar. Fuma, tose, canturrea a Serrat, “Enciento un cigarrillo y uno más, un día de estos he de plantearme muy seriamente dejar de fumar”, y entre las volutas del humo encuentra una frase y camina rápido y la escribe en una libreta para que no se le escape. Mientras la escribe y oye el trazo del lápiz sobre el papel, cree, o mejor dicho, está convencido de que nadie en la historia de la humanidad ha escrito algo parecido. Por un instante se siente pleno. Se siente único, inmortal. Vuelve a su cigarrillo y al café, ya medio frío, y piensa que su frase bien vale una celebración, una inmediata celebración de otro café y un cigarrillo más. Que la muerte me espere un rato más, dice, y cuenta las sílabas de lo que acaba de decir y repite lo que acaba de decir, lentamente, escuchando su voz, el color de su voz, la textura de su voz, aunque no pueda definir con claridad eso del color y la textura de las voces.
“Que la muerte me espere un rato más”, escribe en la misma libreta de antes, y sonríe, también como antes, pues ya tiene dos frases para celebrar, para ser inmortal. Estar escribiendo es lo que lo hace sentirse pleno. Humano, perro, gato, nube o marciano, no importa qué, pero pleno. Varias veces ha dicho que el estado ideal es estar en estado de escribir. Piensa en un gerundio, más allá de que tantos lo detesten, y de que tantos otros digan que lo detestan sin saber por qué. Sin embargo, el gerundio ahí no combina con nada. De cualquier manera, la idea es estar siempre y en presente en estado de escribir, con gerundio o sin gerundio. Ni publicar ni los premios ni los elogios son más emocionantes que descubrir una nueva frase, o un nuevo personaje, o que despertarse todas las mañanas con una razón para ir a escribir. Una novela inconclusa. Esa sería su idea de la felicidad, ahora que venden felicidades de todos los tipos, tamaños y colores, siempre a precios exorbitantes. La felicidad de la paz, de la fiesta, del baile, de la salud, de la tranquilidad, del éxito, del amor. Del habitar el mundo, como dicen tanto últimamente.
Quiere estar y vivir en estado de escribir. Buscar, escudriñar, preguntar, descubrir, y luego, escribir. A su manera. Sin manuales. No le encuentra sentido a escribir con palabras y giros de otros, pues a fin de cuentas, escribir es vivir. Y es salvarse y condenarse al mismo tiempo, pero con sus palabras. Con su ritmo. Lo más personal de alguien es la escritura, y así tiene que ser. Y de las frases más petulantes que hay, dice y repite, es la de aquellos que dicen y repiten “Se escribe así”. No hay un Dios de la escritura. La escritura está hecha de los escritores, y son los escritores, e incluso los hablantes, quienes han hecho la literatura. “No hay literatura, hay escritores. Y no hay Amor, hay amantes. Y no hay Justicia, hay justicieros”, escribe en su libreta y le da un puño a la mesa para reafirmarse, consciente de que entre sus tantas contradicciones, más de una vez les ha declarado la guerra a las seguridades, a la seguridad. “Porque la seguridad mata”, dice, y se levanta y pone a hacer más café, y en el camino a la cocina recuerda la gran frase que lo llevó a esa conclusión.
Estaba en Los hermanos Karamazov, o siempre pensó que estaba ahí, aunque no la hubiera vuelto a ver. Igual, uno de los hermanos le decía a otro que jamás le dijera a una mujer te amo. Cuando la leyó, dejó el libro, indignado, y se rió. Buscó a un amigo para que él también se riera de la frase. El amigo no se rió. Le dijo que la rumiaran, que si lo había escrito Dostoievski era por algo, que cada frase de aquellos viejos escritores era el producto de largos y profundos pensamientos, e incluso, de lecturas y de discusiones. Y pasaron años, muchos años, y él siguió con aquella frase. La descompuso, la compuso, la atravesó, hasta que comprendió que decirle alguien te amo era darle una seguridad, y que firmar un contrato de trabajo era un seguridad, y que obtener un título era una seguridad. Y continuó con la lista. La seguridad es el final de un viaje, murmura. La seguridad es llegar, y por llegar, perder la oportunidad de recorrer, de caminar. Es una suerte de comodidad, quedarse estancado con la falsa y efímera felicidad de haber conseguido una meta.
Él está seguro de que en la incertidumbre está la vida como vida, como vivencia, como vivir, y de que la incertidumbre es el seguro perfecto contra la seguridad. No obstante, se desespera por terminar sus textos. Está contaminado por el sistema de metas y triunfos. Por el acabar, pero más allá de la contaminación, se angustia por terminar pues siente una especie de superstición por el punto final, superstición y adoración, como si el punto final fuera algo así como la última palabra del mundo, como si con ese punto final le dijera, le arrojara a la humanidad su historia y se librara de ella, y de paso del mundo, y pudiera volver a comenzar otra vida, otra historia. Del punto final depende el cambiarse la máscara, y se muere por ponerse otras máscaras. Mentir de otras maneras. Con otro ritmo, una nueva piel, una renovada visión. Vuelve a fumar. Va a su habitación y arregla por millonésima vez en el día el cubrelecho. Que no le quede ni una arruga ni una partícula visible de materia. Luego alisa las almohadas y va al baño y se mira al espejo y se lava las manos.