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Allen Ginsberg: el poeta del aullido obsceno

La llamada "Generación Beat" de la literatura en Estados Unidos, y el valor de romper con un arte que escondía la realidad marginal y el relato de personajes que vivían al margen de las buenas costumbres.

Fernando Araújo Vélez

23 de julio de 2019 - 02:53 p. m.
Allen Ginsberg (1926-1997), poeta y referente de la Generación Beat. / Ilustración: Tania Bernal
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Él mismo escribió en un inconcluso poema de los 80, diez años antes de su muerte, que era, o había sido, un “Poeta, pero asqueado de escribir sobre mí mismo / Homosexual, modelo para la juventud notable por una pareja estable, pero separado del compañero y ahora preocupado por la falta de amor quién me cuidará en la senilidad de mi lecho de muerte / Profesional de la literatura pero casi no leo ya no tengo más paciencia / Manifestante pacifista pero cobarde y aburrido de enfrentarme a la izquierda / pero desconfío del comunismo y las revoluciones incluyendo la americana / antiburgués pero quiero una casa y jardín y automóvil”. Sus decenas de miles de lectores-seguidores, sin embargo, preferían considerarlo El poeta. Allen Ginsberg representaba lo que ellos deseaban, y lo imitaban a su manera, y lo leían, le escribían profundas y sensibles cartas, lo buscaban, lo necesitaban. Ginsberg era lo liberador.

Había comenzado a serlo el 7 de octubre de 1956 en San Francisco, cuando leyó por vez primera su poema “Howl” (El aullido), ante sus amigos Kerouac, Corso, Cassady, y frente a cientos de jóvenes que necesitaban quitarse y arrojar sus yesos a una cloaca. “Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo, hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con el estrellado dínamo de la maquinaria nocturna, que pobres y harapientos y ojerosos y drogados pasaron la noche fumando en la oscuridad sobrenatural de apartamentos de agua fría, flotando sobre las cimas de las ciudades contemplando jazz, que desnudaron sus cerebros ante el cielo bajo el El y vieron ángeles mahometanos tambaleándose sobre techos iluminados, (…).

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Ginsberg cortaba. El Ginsberg que escribía cortaba, hería, echaba los pedazos de los viejos manuales por los ventanales de las oficinas, de las viejas y estratificadas oficinas, y se dejaba llevar, protegido por el otro Ginsberg, el sensato, que iba detrás, siempre detrás, pasándole la escoba a lo que sobraba, corrigiendo, editando, puliendo, y haciendo ver natural que el poeta omitiera las comas que los demás decían que debían ir, o que se saltara las normas básicas de la gramática. Su estilo era un mensaje en sí mismo, el mensaje de empezar como si no hubiera nada sobre la faz de la tierra, como si nada se hubiera escrito antes, y sus palabras, unos cuantos gramos de droga, rebelarse, luchar, no dar nada por sentado, controvertir. Sus palabras eran la pólvora, la obscenidad por la cual lo llevaron a juicio un año después, en tiempos del macartismo en los Estados Unidos, del bueno, bueno, y de los malos, malos, del poder capitalista y las tradiciones contra la amenaza del comunismo, de los mandamientos heredados contra las nuevas morales.

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Allen Ginsberg gritó. Les gritó a los norteamericanos en sus caras un largo poema que era un aullido, y los hizo verse desnudos frente a un espejo que reflejaba miseria, hastío, repulsión, inhibición, mentira. Los hizo ver y padecer, y los volvió cómplices de quienes “pasaron por las universidades con radiantes ojos imperturbables alucinando Arkansas y tragedia en la luz de Blake entre los maestros de la guerra, que fueron expulsados de las academias por locos y por publicar odas obscenas en las ventanas de la calavera, que se acurrucaron en ropa interior en habitaciones sin afeitar, quemando su dinero en papeleras y escuchando al Terror a través del muro, que fueron arrestados por sus barbas púbicas regresando por Laredo con un cinturón de marihuana hacia Nueva York, que comieron fuego en hoteles de pintura o bebieron trementina en Paradise Alley, muerte, o sometieron sus torsos a un purgatorio noche tras noche, con sueños, con drogas, con pesadillas que despiertan, alcohol y verga y bailes sin fin, (...)”

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Por eso el juicio. Que hubiera regado su “Aullido” de semen, vaginas y penes era simplemente un pretexto. Lo enjuiciaron por vomitar sobre una sociedad que se creía impoluta, que quería serlo a costa de poetas como Ginsberg, de los irredentos que no sabían cómo amoldarse a lo establecido en su ausencia después de la guerra y, sobre todo, a costa de sí misma. Lo juzgaron por haberse quitado la máscara de lo políticamente correcto y por habérsela quitado a unos cuantos, y lo hicieron personajes del establecimiento, acostumbrados al establecimiento y guardianes del establecimiento, que pretendieron hacer encajar un poema en las leyes de lo prohibido y lo permitido. Ginsberg tuvo que hablar y habló de su infancia en el juicio. Que había tenido que acompañar desde los seis años a su madre a un hospital psiquiátrico una y otra vez, que había asistido a su lobotomía, que había debido soportar sus cambios de personalidad y que olvidara, incluso, que se llamaba Naomi Ginsberg. Que su padre, Louis, lo había educado dentro de los cánones de la poesía tradicional casi desde su nacimiento, en 1926, y que él ni siquiera había querido que leyera su “Aullido”.

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“Aullido” lo publicaron sus amigos, “Mis amigos son unos atorrantes, se exhiben sin pudor, beben a morros”, como cantaría años más tarde Juan Manuel Serrat. A ellos los trató de santos en unos párrafos de su poema. El santo Kerouac, el santo Burroughs, el santo Cassady. Cuando estuvo en la calle, hasta las calles se transformaron, y el poema empezó a taladrar las mentes y las manos de los jóvenes y de los no tan jóvenes, que estaban hastiados de lo mismo, por lo mismo, con lo mismo. Los ilustrados, los críticos, se rasgaban las vestiduras porque, decían, “Aullido” no tenía mérito literario alguno. Era, aseguraban, una simple bomba cuyos efectos no durarían más de unos meses. El arte era otra cosa. La literatura era otra cosa, afirmaban. Cuando el poema trascendió, unos desdijeron lo que habían dicho, y otros, los más dignos, dieron media vuelta y se encerraron en sus torres de marfil para no ver, para no querer ver que la sociedad empezaba a cambiar, y con ella, la literatura, o eso que ellos habían llamado literatura.

 

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Por Fernando Araújo Vélez

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