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Han pasado seis años desde que Juan Esteban Constaín publicó Álvaro: su vida y su siglo, un libro en el que narra su relación con la obra del líder conservador y explora su vida y legado. Por estos días se publicó Revolución en América, un ensayo escrito por el político asesinado hace 30 años y que ahora vuelve a salir a la luz, precisamente con un prólogo hecho por Constaín.
“Yo nací en un hogar liberal, tan liberal que me dejaron ser admirador de Álvaro Gómez”, ha dicho varias veces Constaín, quien en su libro, entre otras cosas, explica que “Álvaro Gómez era un esteta. Era un artista. Habría querido ser pintor o escultor, pero como era hijo de Laureano Gómez tuvo que dedicarse al periodismo y a la política. Aun así, siempre conservó una dimensión estética que lo llevaba a explicarlo todo desde allí”.
¿Por qué Álvaro Gómez Hurtado fue Álvaro Gómez Hurtado? Es decir, ¿cuáles fueron las razones o hechos que edificaron su figura en la política?
Creo que fueron varios hechos. El primero, y el más importante sin duda, fue haber sido hijo de Laureano Gómez, su heredero político para bien y para mal, porque eso marcó su destino. También influyó el momento en el que nació, poco después de la revolución bolchevique, en ese cruce de caminos de las formas de totalitarismo que surgieron en Europa tras la Primera Guerra Mundial. Para Álvaro Gómez, el comunismo fue su “compañero de vida”, como él decía. De ahí su necesidad de conocer y desmenuzar esa ideología para poder combatirla y refutarla desde el conocimiento, y no —como ocurre tantas veces hoy— desde los prejuicios y la ignorancia.
Álvaro Gómez Hurtado fue un personaje que despertó admiración incluso en sus contrarios, algo que quizá no es tan usual en estos tiempos. ¿Por qué dice que logró ser un símbolo de respeto, pese a las marcadas diferencias entre liberales y conservadores?
Precisamente por eso: Gómez era un político de oficio, pero también un pensador, un hombre obsesionado con entender y explicar el mundo en el que vivía, su pasado, sus conflictos y tensiones. Por lo general, todos los debates que daba los daba con altura, en el plano de las ideas, con lealtad y respeto hacia sus interlocutores y contradictores, que por eso lo respetaban y valoraban también. Baste pensar en sus encuentros y desencuentros con Alfonso López Michelsen o con Carlos Lleras Restrepo: eran confrontaciones ideológicas muy duras, pero todas en el territorio del pensamiento, no este espectáculo de ahora de influencers que quieren ser políticos y políticos que quieren ser influencers.
Gómez Hurtado defendía la idea de una “revolución sin destruir”. Esta, entre otras ideas, lo hacía “subversivo” en medio de los conservadores. ¿Qué puede contarnos de esa faceta, tal vez “rebelde”?
Era, en efecto, un inconforme, un rebelde por naturaleza. Toda su vida lo fue, porque además era un romántico, en el sentido más profundo y noble del término, el que arraiga en la historia del pensamiento y la cultura desde finales del siglo XVIII. Ahí hay una paradoja, claro: Gómez era la encarnación del establecimiento colombiano, una de sus figuras más emblemáticas y polémicas; y al mismo tiempo, uno de sus críticos más lúcidos y radicales. Fue un impugnador sistemático de sus falacias y sus mitos, de su mediocridad y su devoción por la pequeñez. Creía que el progreso sí era posible, que una sociedad podía librarse del subdesarrollo y del destino de la miseria.
Usted ha afirmado que lo que lo terminó de conectar con Gómez Hurtado fue el libro Revolución en América. ¿Por qué es tan importante este texto en su obra y pensamiento?
Es un ensayo magnífico, hijo de su tiempo, por supuesto. Pero no solo está muy bien escrito, sino que además ofrece una aproximación profunda y variada —desde sus fuentes— al problema de las raíces históricas de América Latina. Me gusta mucho que no es una monserga hispanófila con ese tono altisonante tan en boga entre los conservadores del mundo hispánico (a ambos lados del Atlántico) en los siglos XIX y XX, sino una reflexión seria y erudita sobre nuestra identidad. La Revolución en América es uno de los mejores ensayos escritos en nuestra lengua sobre ese tema, con los prejuicios propios de su autor, obvio, pero con una solvencia intelectual y literaria admirable.
¿Qué cree que sigue vigente del legado de Gómez Hurtado para la política y la sociedad colombiana?
Sigue vigente su obsesión por el progreso y por encontrar un camino que permita renunciar a la miseria y al atraso, por no aceptar que ese es un destino irreversible. Y sigue vigente lo que más me conmueve e interesa de su figura: la idea de que la política no tiene sentido sin una dimensión estética y filosófica, sin las grandes ideas sobre el mundo y la sociedad que sirven para intentar cambiarla. Eso aplica no solo a Álvaro Gómez, sino también a muchos líderes de su época, tanto liberales como conservadores: gente que entendía la política, más allá de sus defectos, desde el concepto del bien común; personas para las cuales el rigor de las ideas era fundamental a la hora de pensar el poder. Esa tradición, por desgracia, desapareció. Ya lo digo: si los estadistas quieren ser influencers y viceversa, quedamos a merced de los likes y de la funesta viralidad.
¿Por qué seguirá siendo importante evocar la figura de Gómez Hurtado? ¿Qué debería recuperar de él quien se dedica a la política?Es importante porque su biografía y su figura sirven para pensar el siglo XX colombiano con sus luces y sombras, sus tragedias y conflictos. También por la evolución intelectual de un político que, en su juventud, fue sectario y radical —como tantos en aquel tiempo de guerra civil no declarada entre liberales y conservadores, lo que la historiografía llama con mayúsculas La Violencia—, y que luego maduró hacia formas de diálogo y consenso muy profundas, como se vio en el proceso constituyente de 1991, impensable sin su nombre y su figura.
Ahí hay una gran lección, porque Colombia vuelve a caer en el desfiladero del sectarismo —lo que Aníbal Galindo llamaba en el siglo XIX la “religión de partido”—, y esa forma de locura colectiva, esa entrega al fanatismo, al mesianismo y a la ceguera, no produce aquí sino sangre y muertos.
