La noción de dolor se relativiza: basta tener 15 años, la edad de Ana Frank cuando murió infectada de tifus, para ser un veterano de la tristeza. A mitad de su adolescencia, la niña que quería entregar sus esfuerzos a las palabras vio que la vida, a veces, no consiste en caerse y levantarse: puede ser una caída sin concesiones. La crisis del 29 borró el negocio de la familia: un banco. Cuando gateaba, los miembros de la SA, las tropas de asalto del partido nazi, patrullaban las calles de Fráncfort. “La sangre judía debe salpicar la navaja…”, coreaban al unísono. (Ver especial de la Feria del Libro de Bogotá)
Ante el clima de tensión, la familia Frank decidió huir a Ámsterdam. Esa melancolía del migrante se multiplicó al pasar dos años y medio ocultándose en el ático de la empresa de su padre. Pero lo oscuro pare luz y eso la consolaba: “Mientras otros muestran su heroísmo en la guerra o frente a los alemanes, nuestros protectores lo hacen con su buen ánimo y el cariño que nos demuestran”, dice una de sus notas escrita el 28 de enero de 1944, que cuelga en uno de los pendones de la exposición.
Una réplica del diario, acaso el más popular del siglo XX, con 30 millones de ejemplares vendidos en más de 60 lenguas, reposa en una vitrina. Las adolescentes de colegio, con los ojos enterrados en el cristal, tal vez entiendan que sufrir no es sólo una manera de padecer el mundo, sino que es una escuela para la escritura. ¿Qué puede aportar esta exposición itinerante sobre la vida de Ana Frank, de la que durante 72 años se han producido cientos de obras de teatro, películas e incluso videojuegos? Si el método del periodista Gay Talese es clavar sobre un panel sus primeros borradores para leerlos a la distancia, a través de binoculares, y así tener un rompecabezas completo de la historia, la exhibición sobre Ana Frank permite escarbar el dolor y los destellos de luz episodio por episodio, desgarro tras desgarro. La unión de fotografía, texto, video y un modelo a escala del edificio del escondite entrega a los estudiantes que visitan la muestra las fichas para armar la historia del Holocausto a través de un rostro. Sentir el descalabro. Algo que el papel, por sí solo, quizá no lograría.