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La historia de Inés, de las heridas que le infligen sus seres queridos, de su descubrimiento de los lados oscuros de la condición humana, es el asunto de la novela de la bogotana que se lee con deleite por su interesante manejo del lenguaje.
Hasta ahora se la conocía a usted como poeta y cronista. ¿Qué elementos de estos dos géneros han alimentado su escritura novelesca?
La poesía fue la primera forma mediante la cual me acerqué a la escritura creativa. Dentro de mis proyectos periodísticos y de prosa siempre ha habido un interés por escribir de manera sensorial, creando atmósferas a partir de imágenes y ritmo y eso es una lección aprendida de la poesía. La historia de Animales del fin del mundo, por ejemplo, necesitaba una voz narrativa que se apoyara en la poesía para poder hacer los diferentes desdoblamientos con los que juega el recuerdo. La voz de una adulta que cuenta su infancia puede ser bastante chata y aburrida si no se recurre a diferentes maneras de experimentar eso que se está narrando. Ese, por ejemplo, es uno de los aciertos que encontró la novelista y también poeta Piedad Bonnett. Ella menciona que Animales del fin del mundo cuenta con un lenguaje metafórico, profuso y deliberadamente artificioso que salva a la novela de caer en el lugar común.
La infancia de Inés, la protagonista narradora de Animales del fin del mundo, es contada con lirismo crudo. ¿Cómo encontró el tono de su libro para evitar los tópicos de la infancia novelada?
Creo que ahí hay que hacer una distinción importante, pues las novelas escritas sobre la infancia generalmente son desgarradoras. Pienso en Lo que no aprendí, de Margarita García Robayo; Papi, de Rita Indiana, en donde el tema de la infancia se trata desde una mirada sensible que no idealiza este período. Hay una cita de Flannery O’Connor que dice: “Cualquiera que haya sobrevivido su infancia tiene información suficiente sobre la vida para el resto de sus días”, que me parece que es muy acertada a la hora de hablar de la infancia. Existe un lugar común y es pensar que la infancia es una época idílica y que se debe resguardar a los niños de las cosas terribles del mundo, sin reparar que las dinámicas familiares o escolares muchas veces están llenas de tristeza y crueldad. Recuerdo que alguna vez Yolanda Reyes comentó en su columna de prensa que la infancia es un momento lleno de secretos a voces, pues los adultos quieren silenciar el lado más duro de la vida para resguardar a los niños, como si esa censura sirviera de algo a la hora de enfrentar el mundo; y que es la literatura la que les da voz a esos agujeros negros. La idea que está latente detrás de este Animales del fin del mundo es hacer el ejercicio inverso: ¿qué pasa cuando una niña no tiene más remedio sino nombrar ese universo difícil y cruel que subyace detrás de algunas emociones humanas, para poder entender su propio mundo?
¿Cuáles fueron los principales retos que enfrentó a la hora de escribir “Animales del fin del mundo”?
Creo que uno de los retos más grandes fue lograr la voz narrativa de la novela. Por un lado, porque al tratarse de un relato de infancia, uno de los primeros impulsos fue el de intentar hacer la voz de una niña y rápidamente me di cuenta de las dificultades de esto. La protagonista de la historia tiene 6 años, aún no sabe leer ni escribir, y traducir este momento de la vida a lenguaje narrativo sin caer en ingenuidades y lugares comunes es imposible. Por esto opté por construir una voz adulta que recuerda ese momento y tuve que pensar en estrategias narrativas para dejarle claro al lector que esto hace parte del ámbito de la memoria, que lo que se está narrando es poroso y cambiante. Otro de los retos que encontré fue pasar de las lógicas de la poesía a las lógicas de la narrativa. En mi escritura siempre había pensado en imágenes y en atmósferas, no en clímax y desarrollo de una trama, y tuve que recurrir a muchos amigos escritores y editores para que me ayudaran a darle forma a la novela, a encontrar qué era exactamente eso que quería contar.
En líneas generales, ¿cuáles son las herramientas que le aporta a un escritor el hecho de cursar un posgrado en Escrituras Creativas? ¿Qué le dio a usted esa experiencia?
Creo que hay una visión equivocada sobre los cursos de escritura creativa y es que estos brindan “herramientas” para aprender a escribir, como si la escritura fuera un ámbito que le compete más a la carpintería o a la técnica. Un buen curso de escrituras creativas está diseñado para reflexionar sobre escritura y sobre el proyecto de cada uno de los miembros del taller, por medio de la lectura cuidadosa del trabajo del otro. En ese sentido, esta experiencia me dejó, primero que todo, la oportunidad de tener el tiempo y el espacio de dedicarme enteramente a la escritura, pues cursé ese posgrado con una beca y creo que ese es un privilegio imposible de repetir; un grupo de colegas hispanohablantes con los que pude pensar y repensar la escritura; y un montón de libros pertenecientes a otras tradiciones literarias latinoamericanas que hacían parte de las bibliotecas de mis compañeros, escritores de los que jamás había oído hablar y que enriquecieron muchísimo mi propia biblioteca.