Los motivos para este camino de vida tan temprano tuvieron que ver con mis padres y su lógica de consumo. Grandes pensadores ellos, sin más, orientaron sus recursos a la canasta básica familiar. No formé parte entonces del club de las Barbies, y todavía formo parte del grupo de las glotonas. Esas son las mías. Toda esta introducción para decir que, pese a la historia de rechazo, hoy voy a ir a ver Barbie con mi hija. Esta será entonces una columna escrita en dos tiempos.
Antes
Barbie, la original, era una muñeca costosa para la época. Me imagino que aún lo es. Lo otro eran imitaciones como “La Babie”. Una sola letra de diferencia, y toda una estrategia china para burlar la exclusión: se les hundían las tetas, las rodillas; después de algunos usos eran tuertas (se les borraban los ojos); la alopecia era una realidad inevitable... Seamos honestos: era mejor no ser una Barbie de imitación, o asumir que era un transformer. Otra vez, seamos honestos: no tener Barbie de Mattel no era ser un outsider sino un excluido, en castizo. No podía jugar ahí. Carolina -que además tenía unos cuadernos impecables- tenía la Barbie, la casa, el carro y el marido, Ken. Pocas tenían el kit completo porque resultaba muy costoso tener marido. Y casa. Y aún lo es. El debate sobre si Ken era un accesorio, un objeto de lujo, y de si no tener Ken era también una frustración que cargar a cuestas, un juego incompleto, vino después, y no para mí.
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Mi rechazo a Barbie, debo reconocer, ha hecho parte de mi formación tanto como mi rechazo a Mario Benedetti. Su cursilería, todo rosita, su sonrisita eterna -me refiero a Barbie-, su modelo de belleza tan lejano, su edulcorada compostura resultan chocantes, fastidiosas. Mi estrategia de asumir la exclusión fue jugar policías y ladrones, y aún sigo haciéndolo. Y de Ken mejor ni hablar.
Después
Barbie no es lo que yo pensaba. Yo creo que ninguno. Y es que esta Barbie no es la de mi generación, o no es la del estereotipo clásico. Esta Barbie da cuenta de muchos más estereotipos: los reproduce, los actualiza, y también juega con ellos a veces de manera burlona y crítica. Esta Barbie vive en su propio mundo, sin disensos, sin conflicto: playa, brisa, mar, empleos, reconocimientos y trofeos. Hay quienes lo consideran deseable: el autoritarismo rosa tiene su fanaticada. También el gris.
A su vez, su mundo está inmerso en uno que oficia como real, pero que, al final, es tan simplista y clichetudo como el fantasioso. Lo interesante del caso es que las apariencias engañan: Barbie no es boba y Ken tampoco... Barbie no quiere ser Barbie. Y Ken solo quiere ser Ken.
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La película de Barbie es divertida porque invierte los estereotipos y el reflejo -para un buen entendedor- deja ver lo ridículos que somos. Para mí ese es su mayor acierto: mostrar lo usual, limitante y opresivo de los estereotipos, más allá de los colores y los discursos con los que estén investidos. Es la realidad: aprehendemos por estereotipos y ahí suele acabarse la película.
Lastimosamente de paso, Barbie (la de la pantalla) plantea la reivindicación a la mujer no extra-ordinaria, a la que nadie pone atención -también en la película-, y además, a la sexualidad en otra solitaria escena. Final y gran giro, por cierto.
Sin embargo, Barbie es solo una película. No es una revolución cultural ni un hito. Sin exageraciones, por favor. Barbie, la película, tan solo plantea un juego interesante, un juego del que somos sus muñecos y sobre el que bien se puede reflexionar o terminar cantando que estamos en un Barbie world. Fantastic.
Una conclusión no muy Barbie para rematar: Amo a Ken.
Pd. Estoy en tregua con el fulano... Benedetti.