Esta producción es del National Theatre de Londres, pero es necesario hablar de otro teatro, también de Londres: el Old Vic. En la temporada de 1930-31 se puso en escena Antonio y Cleopatra, y en el papel de Antonio estaba John Gielgud, uno de los grandes del siglo XX y de la historia conocida, y, además, uno de los expertos en Shakespeare (aunque el desagradecido aseguraba que Shakespeare no era Shakespeare). Paradójicamente, por ese Antonio recibió malos comentarios. El argumento del crítico era que Gielgud se encontraba mejor con héroes con cerebro e ideas, que tenía talento para personajes con pensamientos sutiles y que su fuerte era la interpretación psicológica, pero que esta señora (Cleopatra) no le daba la oportunidad de hacerlo.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Empiezo por ahí porque muchos estudiosos del universo isabelino (Kott, Bloom, Bradley) coinciden en la fortaleza de este personaje femenino, ubican a Cleopatra por encima de todas las demás mujeres de Shakespeare, de tal modo que uno puede pensar que la culpa de no hacer un gran Antonio no era de Gielgud sino de Shakespeare por haber compuesto un personaje en el que la obra es de ella, y nunca de él. Según Harold Bloom, Antonio está menguado desde mucho antes de que se levante el telón, y ella no puede permitirse menguar. Llama a Cleopatra la primera celebridad del mundo, famosa y triunfante más allá de sus amantes, Pompeyo, César y Antonio, que, aunque también históricos, nunca del tamaño de ella.
El que tiene el reto de asumir esta versión contemporánea de Antonio en la puesta del National Theatre (ya lo había hecho Anthony Hopkins) es Ralph Fiennes (de Shakespeare tenía un Hamlet en teatro en 1995, por el que recibió un Tony, y un Coriolano en cine, del cual fue director y productor, y por el que fue candidato al oso de oro en Berlín). Fiennes se decide por un Marco Antonio sin los tradicionales gritos de sus antecesores, asume su cansancio y su edad (así como su angustia por ello), y su conciencia de que ya no tiene las destrezas del guerrero que fue. La fortaleza que sí no ha menguado es la de la pasión y el amor. No necesariamente por su esposa. Eso también lo tiene claro.
Lo notable de Fiennes está ahí. Como si pusiera en práctica la lección de que un personaje con fragilidades y abismos y quiebres es más interesante que el que insiste en investirse de poderío. Por ahí ataca, y se llena de herramientas para construir un Antonio con vergüenza por sus derrotas, que aprovecha su declive. No intenta hacer un emperador, hace un hombre que no tiene control sobre su inevitable descenso. A ningún otro le ha sonado mejor el texto “Dios nos castiga haciéndonos adorar nuestros errores”.
El director Simon Godwin, con apenas 41 años, ya ha dirigido con el Almeida, el Old Vic, la Royal Shakespeare Company, y cinco veces con el National Theatre (no lo digo con odio ni con envidia, ¿o sí?). Decide hacer una versión contemporánea en lo espacial, en lo temporal y en lo estructural. Comienza por el final, o sea con una Cleopatra ya muerta (no se puede catalogar esto como spoiler porque ya todos sabían el final de ella), y un Octavio ordenando que sea enterrada junto a Antonio. Después comienza a contar lo que pasó.
El decir versión contemporánea es extraño. Esta obra siempre ha sido contemporánea. Las capas que constituyen el personaje de Cleopatra, hecho por la británica de raíces nigerianas Sophie Okonedo, pertenecen a una estructura de vanguardia que ha sido explorada por los grandes renovadores de la dramaturgia. Cleopatra actúa (hablo del personaje, no de la actriz. Obvio, Okonedo tiene un personaje que a su vez hace un personaje. Muchos), todo el tiempo mide, calibra, cuida, prepara sus desmayos, anuncia que va a representar un dolor de amor frente a otros. Además de actriz es una estratega dramatúrgica que logra tener y retener a quien quiere. Todo está preparado, hasta su muerte. Y tan bien que es inmortal.
La gracia de Cleopatra es tal que ahí radica su belleza, es tan poderosa como Lear cuando dice: “¿Cuánto me quieren? Si me aman verdaderamente digan cuánto”. La imagen mítica de la seductora con líneas gruesas en los ojos y con un séquito de eunucos pasa a un segundo plano, aquí eso no es relevante, ella hechiza por ser divertida; tales rasgos los explota Okonedo, sabe manejar la ironía y sabe cómo construir la reina de la burla, o si no vean cuando el mensajero trae la noticia del matrimonio de su amado. Un ejemplo de majestad.
El primero que hizo de Antonio, en los inicios del siglo XVII, fue evidentemente Richard Burbage, el legendario actor de Shakespeare. No sabemos quién hizo Cleopatra. Estamos seguros de que no fue una actriz, los personajes femeninos los hacían hombres (para algunos el origen del término drag: “dressed as a girl”), y es difícil imaginar cómo se desataría todo el poder seductor. Una teoría es el sonido. Bernard Shaw dice que en el duelo de Cleopatra por la muerte de Antonio, el sonido de las palabras es más valioso que el sentido. Allá cada uno si quiere creerlo. Yo no estoy de acuerdo (menos viniendo de alguien que odiaba a Shakespeare). Prefiero pensar en el drama, en la capacidad de mantener una tensión tal que, aun mintiendo, no perdamos la atención por aquello que sucederá. Por eso esa Cleopatra y su manera de relacionarse era tan bien elaborada que podía ser hecha por un hombre.
A fin de cuentas, asistimos a una historia de amor que dentro del universo shakesperiano, y a mi entender, es la más madura. Dos adultos queriéndose a su modo durante diez años. Ella de sus 29 a sus 39, y él de sus 43 a sus 53. Así como se quisieron se murieron, por decisión no por arrebato.
Celebridades.