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“Aquella decisión de jugar siempre los de un aula frente a los de la otra generó, poco a poco, un historial de victorias, derrotas y afrentas y, por tanto, un nosotros y un ellos bien definidos”. Galder Reguera.
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Apostar es un verbo que se conjuga, como ninguno otro, en todos los idiomas. Ir, apostar, jugar, se dicen fácilmente con el sentido de competir. Siempre estamos apostando: al azar, a ganar, a la lotería, al chance, a tener la razón, a “la polla”, al partido, al Mundial. Somos jugadores por naturaleza, como sostiene Huizinga en su texto Homo ludens. Los apostadores hicieron su ingreso en el fútbol amateur, juvenil, infantil y de adultos. Después se hizo oficial: las apuestas estaban prohibidas en todos los deportes y, como por arte de magia, las apuestas, hoy, patrocinan el fútbol en todo el orbe.
¿Qué sucedió? Les hemos creído a los brujos, pitonisas, pulpos, gatos, perros y gallinas porque, antes de un partido, acudimos a esas fuerzas extraordinarias para que nos ayuden con el marcador de un partido. Oramos, rezamos, nos arrodillamos, nos echamos la bendición, la pedimos, pero, al final, unos ganan y otros pierden. El 90% de la publicidad en la transmisión de un partido de fútbol está patrocinado por las apuestas.
Este fenómeno de los apostadores le ha hecho mucho daño al fútbol porque los he visto en los torneos infantiles en los que se apuesta por el primer gol, si se hace con la cabeza, con el pie derecho, de penalti, quién hace el primer saque de banda y quién incurre de primero en un fuera de lugar.
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No hay fútbol posible si se mira con el ojo de los apostadores porque no ven el partido, están ocupados en ganar y ganar. Si miramos este aspecto en el fútbol profesional, el panorama se vuelve más oscuro porque hay empresas gigantes que han hecho sus apuestas por las apuestas y, cada vez más, aparecen grandes monopolios que comienzan sus ventas así: “¡Hagan sus apuestas!”. Juegos de azar, juegos de pensar, juegos de mesa, juegos de calle, siempre, siempre, estamos apostando, hasta en el lenguaje coloquial decimos habitualmente: “Apuesto a que sí. Apuesto a que no”.
Apostamos cuando jugamos una recochita, cuando queremos tener la razón, cuando jugamos con los abuelos y no con plata, sino con fríjoles o maíz. Hay domingos enteros en los que, en muchos hogares, se oye, como un taladro, el batir de unos dados que se tiran sobre un vidrio. El parqués es una forma de apostar, de ganar y perder y un pretexto para escuchar alegatos sobre trampas en el juego. Aunque no haya plata, es preciso apostar, es urgente ganar y, cuando hay plata de por medio, los seres humanos somos capaces de hacer lo que sea para obtener el dinero apostado.
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Rifas para conseguir el uniforme, rifas para recoger fondos para patrocinar a un deportista que no tiene dinero para viajar a otro país en representación del suyo. Recursos humanos para solventar miserias que se resolverían fácilmente si hubiera más equidad en el mundo deportivo. Hagan memoria porque, en la infancia, nuestros juegos se resolvían con apuestas. Apuesto a que sí. Las apuestas ingresaron al deporte y el deporte se volvió industria que no tiene límites. (Aumenta la ludopatía en el mundo entero). ¿Apostamos?