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Así fue el robo del libro firmado por García Márquez al librero Álvaro Castillo

El nobel le había obsequiado esta primera edición de “Cien años de soledad” al librero. Pero, un día, le informaron que había desaparecido. Este es su relato de ese episodio.

Álvaro Castillo
13 de mayo de 2025 - 03:00 p. m.
El librero, bautizado por Gabriel García Márquez como ‘el librovejero’, había recibido esta pieza invaluable de parte del Nobel.
El librero, bautizado por Gabriel García Márquez como ‘el librovejero’, había recibido esta pieza invaluable de parte del Nobel.
Foto: Cortesía
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-Hermano… Se robaron su primera edición de Cien años de soledad…

Esto fue lo que me dijo la noche del 2 de mayo de 2015, David Roa, cuando me llamó al celular, pasadas las siete de la noche.

Guardé un silencio que me pareció que duró horas. Fueron unos segundos. Creo que lo único que le dije fue:

-No lo puedo creer…

Se conmemoraba el primer año de la muerte de Gabriel García Márquez. La Feria Internacional del Libro de Bogotá estuvo entonces dedicada a él. Había stand Macondo, librería Macondo. Todo giraba en torno suyo.

Ante el pedido de la ACLI (dirigida entonces por David) presté (sin cobro alguno) treinta y dos de mis primeras ediciones de Gabriel García Márquez para ser exhibidas. Durante días eran admiradas y visitadas. Muchas personas se tomaban fotos frente a ellas. Era, para muchos, la posibilidad de tener frente a sus ojos el recorrido bibliográfico por su obra. Una posibilidad de conocer y reconocerse.

Esa colección fue hecha libro a libro. Esperando pacientemente a que llegaran, a que fueran llegando. Con la certeza profunda de que iban a hacerlo. Cada uno tenía una historia que no comenzaba o terminaba conmigo. Más bien, seguía conmigo. Ese es uno de los prodigios de hacer una biblioteca. Los libros que van llegando traen su pasado, que se agrega a nuestro presente, para transformarse en un futuro. O algo parecido a esto.

Una biblioteca es un cuerpo destinado a dispersarse para reconstruirse de nuevo. Somos propietarios temporales de los libros. Lo único que podemos hacer para intentar permanecer en ellos, es añadirle algo nuestro a su cuerpo: una firma, una dedicatoria, una foto, una hoja, una flor, un comentario, una corrección… Así, cuando el libro cumpla con su destino con nosotros y pase al siguiente, seremos parte de él. Y su nuevo propietario temporal podrá preguntarse por esa huella e inventarse una historia.

Ese ejemplar de la primera edición de Cien años de soledad lo encontré en Montevideo (Uruguay) en el año 2006, una mañana, en alguna librería de la calle Tristán Narvaja. Me pidieron 7 dólares. Yo ofrecí 6. Recuerdo perfectamente ese momento. Al año siguiente, Gabriel García Márquez me la dedicó: “Para Álvaro Castillo, el librovejero, como siempre, y desde siempre, de su amigo Gabriel”. Con el nombre con que me bautizó en La Habana.

A partir del 3 de mayo mi vida se transformó literalmente en un infierno. El teléfono no cesaba de sonar, el asedio de la prensa era insoportable, las murmuraciones y miserias de algunos no faltaron. La única pregunta constante era:

-¿Cuánto vale el libro?

-El libro no tiene valor, fue la respuesta que siempre di.

Hasta la noche del 7 de mayo, literalmente no pude dormir. Estaba a punto de que me estallara la cabeza. Oía todo el tiempo sonar el teléfono.

La policía lo recuperó el 8 de mayo. La historia de este operativo es una novela rocambolesca. Tanto, que siempre he preferido no conocerla. En una tienda del barrio la Perseverancia (nunca se supo cuál) alguien la arrojó al verse “descubierto” por la policía.

Hasta aquí es donde yo quise y he querido saber. El resto del cuento no lo sé.

Hace unos días hice, por invitación de la Biblioteca Nacional, una visita guiada a la exposición dedicada a Gabriel García Márquez. En algún momento, cuando llegamos a mi libro (lo sigo llamando así), Hernán Darío Correa me pidió que contara la historia. Esta historia. Hice el cuento corto. Una muchacha me preguntó si no la iba a escribir.

Le dije que no. Que es una historia tan dolorosa, tan complicada, tan misteriosa que no me siento capaz de hacerlo. “Preferiría no hacerlo”. Y, además, como “todo se sabe”, debería contar cosas por las que no “vale la pena emborronar cuartillas”.

Esta es la primera y última vez que escribo algo al respecto.

Mi libro, mi colección, se los entregué a Colombia el 14 de mayo, porque, desde el momento en que un niño de un colegio, cuando me reconoció, me abrazó y me dijo:

-¿Usted es al que le robaron el libro? Lo siento mucho… Ojalá aparezca.

Ahí, en ese instante, me di cuenta de que no me habían robado a mí, sino a todos los colombianos. Y que yo no podía conservarlo después de ser recuperado, porque ese libro ya era de todos. Con mi colección pasó a ser parte de todos, cumpliendo con su destino.

Por Álvaro Castillo

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